viernes, 11 de diciembre de 2009

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Viajar (3)





En alguna ocasión los viajes se realizan para cumplir con una tristeza. Es lo que ocurrió un verano de 1968 cuando me tocó viajar con mi madre a Madrid para asistir al entierro de un hermano suyo, el pequeño, aquel tío Tano de tan agradables recuerdos para la familia y para mí que sabía un montón de trabalenguas como aquel entrañable "Oiga, compadre Guerra, ¿por qué le pegado con la porra de parra a la perra de Parra? Porque si la perra de Parra no hubiera mordido al compadre Guerra, el compadre Guerra no le habría pegado con la porra de parra a la perra de Parra." El caso es que aquel verano, tras conocer la pésima noticia de la muerte de mi tío, cogimos urgentemente mi madre y yo una maleta y nos fuimos en tren a Madrid. Llegamos muy pronto a la estación de Chamartín y allí desayunamos antes de coger un taxi que nos llevara a la Clínica de La Paz donde el tío Tano acababa de fallecer. Aún nos dio tiempo de verlo muerto en su cama de hospital. Lo desnudaron entre su mujer y mi madre y lo cambiaron de ropa para el enterramiento. En la habitación estaba también mi primo Tomás. Los dos acompañamos al camillero que llevaba el cadáver de nuestro tío en el montacargas de la Clínica hasta el depósito que se hallaba en los bajos del centro médico. Allí lo dejaron y allí esperamos a que mi madre y mi tía bajaran a hacerle compañía. Enseguida nosotros dos, mi primo Tomás y yo, cogimos el metro hasta Entrevías donde el difunto había comprado un piso poco tiempo antes de que contrajera la enfermedad que se lo llevó por delante. Aún había cajas sin desembalar por los rincones y a mí me entró una congoja enorme al pensar que aquel piso no iba a poder ser habitado por mi tío nunca más y que todos los desvelos que había sufrido para adquirirlo no habían servido para nada. Nos hicimos con la documentación que necesitábamos para contratar una caja de muerto decente y nos acercamos a una funeraria próxima a La Paz (escribir ahora estas dos palabras me resulta casi un insulto al recuerdo de mi pobre tío: qué paz ni qué paz; lo que él quería era la guerra de la vida, vivir con su familia en Madrid y todo eso) para arreglar todo lo referido al enterramiento de mi tío en el cementerio de la Almudena. Así lo hicimos y regresamos al depósito de la Clínica para estar con las mujeres; mi madre entonces sufría unos ataques al corazón que se moría y yo iba preparado con el cardiotónico que ella tomaba en esas agónicas situaciones para atajar los ataques. Y allí, ante su hermano pequeño de cuerpo presente, sufrió uno que me asustó más que otras veces. Menos mal que con las gotas del cardiotónico se le fue pasando. Hasta que no acabó todo con la última despedida a mi tío en una fosa de ladrillo de La Almudena, no veía yo la manera de acabar con aquel viaje tan triste. En el tren de vuelta, ya pasado todo, me atacó un golpe de tristeza tan amargo que no pude evitar los sollozos ni las lágrimas. Me fui al lavabo a llorar para que mi madre no me viera. Ahora de mi tío Tano sólo recuerdo las cosas buenas que tenía, que eran muchas, y de su muerte, su pobre desnudez.


En cambio, sólo un año más tarde, también en verano, viví uno de los viajes más locos que he tenido la suerte y la alegría de realizar antes de casarme. El viaje fue a Zamora y mi acompañante uno de excepción, mi hermano mayor. Ya en el camino asistimos en directo por la radio del autobús en que viajábamos a la primera llegada del hombre a la luna. Por un momento pensé en la inalcanzable luna de los poetas, pero todo llega alguna vez. En Zamora habitamos el piso vacío de unos amigos de la familia situado en la parte más alta de un bloque de viviendas donde el calor era asfixiante y no pasó una noche en que no tuviera que levantarme de la cama empapado de sudor para aliviarme enrollándome una toalla al cuerpo. Empezábamos el día desayunando en un bar americano que estaba frente al Instituto donde tanto mi hermano como yo habíamos hecho el Bachillerato, en tiempos diferentes por supuesto pero con el mismo espíritu de entrega y a la vez de diversión. Luego íbamos a la radio a concertar una entrevista para mí o al periódico, por lo mismo, y el resto del día lo dedicábamos para hacer una visita a algún conocido de la familia, sobre todo, al dueño del piso donde maldormíamos pero que por lo menos nos servía de alojamiento, recorrer las viejas calles de la ciudad llenas de bellos monumentos arquitectónicos para acabar, al mediodía, en alguna zona de bares. Después de comer, bajábamos al barrio a saludar a los amigos de la infancia y a beber otra vez mientras los recuerdos iban y venían de unos labios a otros. En los cinco años que habían pasado desde mi marcha a Barcelona, habían ocurrido muchas cosas en Zamora: alguien se había casado, había tenido familia o incluso se había ido a San Atilano, nombre que tiene el cementerio de la ciudad. Ya digo que fue un viaje lleno de sorpresas, la mayoría agradables. En resumen, a excepción de las noches, que fueron de locura, los días los llenamos de sorpresas, tapas y vinos a raudales, sin contar las visitas a lugares que habían sido emblemáticos durante nuestra vida anterior en la ciudad del Duero, en especial nuestro querido barrio, aunque la vista de la casa donde yo había nacido, con el tejado semihundido y los balcones, puertas y ventanas tapiadas con maderos me dejaba un poco desanimado. Al final, me conformaba pensando que nuestra marcha a Barcelona había sido para mejorar de vida y mi antigua casa ya no era mi casa. Y seguíamos haciendo fotos y entrando en los bares de la calle de los Herreros y otras zonas conocidas por sus viacrucis de vinos a tomarnos un tiberio o una tapa de pulpo con sus correspondientes chatos con gas o sin gas.

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