viernes, 18 de diciembre de 2009

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Costumbres navideñas






Cuando yo era pequeño, las costumbres navideñas eran, como es lógico, muy diferentes de lo que son hoy y más si hablamos de comunidades autónomas diferentes (entonces se llamaban regiones y no pasaba nada, pero eso es otra cuestión). Entonces, en Zamora, los niños vivíamos de otra manera las fiestas de Navidad y Reyes. No había ni Árbol de Navidad, ni Papá Noel, ni Santa Claus, ni Tió, que eran propios de tradiciones foráneas. Con hacer el Nacimiento (algodón para las nubes, corcho para las montañas y musgo para el piso, aparte las figuritas de barro cuya colocación era motivo de simpáticas discusiones entre los miembros de la familia) se iniciaban las fiestas, que se adornaban con luces y música de villancicos. Luego venía el día en la iglesia parroquial de besar el pie del Niño Jesús, entre cohetes y gigantillas por las calles y luego en casa los dulces, el turrón y el mazapán (aquella cajita de cartón con la anguila de mazapán era la sensación de los más pequeños y nos pirrábamos por tener una por pequeña que fuese). Pero lo mejor llegaba la noche de Reyes. Entonces, reunida toda la familia a la mesa de cenar, tras los postres y los dulces, jugábamos a la lotería o a cualquier otro juego familiar hasta que los más pequeños íbamos quedándonos dormidos. De repente, sonaba un ruido (luego supimos que era nuestro padre quien lo hacía golpeando la mesa por debajo de la faldilla) y, despertando de golpe, salíamos escopeteados hacia la sala donde los Reyes acababan de dejar los regalos. Con ellos en brazos nos íbamos a la cama deseando que pasara rápidamente la noche para que al día siguiente pudiéramos estrenar los juguetes que la Magia de la ilusión nos habían traído. Eran otros tiempos. Ahora tocan otras cosas y aceptar de buen grado lo que les gusta a nuestros hijos y nuestros nietos en una tierra que, si no es la natal, es sin duda la de adopción y a ella nos sentimos igualmente unidos. En mi caso, si cabe, mucho más, pues en ella, en esta Barcelona y provincia, a las que quiero con toda mi alma, maduré, me hice profesor y formé una familia, y tanto mis hijos como mi nieto son catalanes. Y todo lo que sea catalán, incluidas sus más entrañables tradiciones, me atañe directamente. Y una de estas tradiciones es la del "Caga, Tió", que adquiere su máximo esplendor y vigencia en estos días próximos a la Navidad. Debo decir que ayer, pensando en ello y sobre todo en mi nieto, bajé a la leñera y escogí un pequeño tronco para confeccionarle un Tió. Hice dos taladros en su cuerpo para incrustar las dos patas, pinté sus ojos y su boca en uno de los extremos y le pegué entre los ojos y la boca, a modo de nariz, un pedazo de tapón de corcho. Sólo le faltaba la barretina catalana, que mi mujer le fijó con chinchetas. Y hecho. Menuda alegría se llevó el niño cuando por la tarde le llevamos a casa el Tió. Su madre le cantó la letra de la canción mientras le enseñaba a acariciarle la barretina. Hasta le puso la bandeja de galletas para que se fuera alimentando con vistas a que la Nochebuena le trajera turrón y caramelos como reza la tradición. Claro que en un descuido el niño empezó a comerse las galletas. Cosas de niños.

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