domingo, 13 de septiembre de 2009

UNA INCURSIÓN EN GAUGUIN



Sobre la escritura y la pintura pienso casi las mismas cosas. En las dos actividades hay que aplicar sensibilidad e imaginación, y sobre todo, conocimiento de las técnicas, tan diferentes una de la otra. En la pintura, para mí mucho más difícil que la escritura, he experimentado sensaciones inolvidables parecidas sin embargo a las vividas en esta última, desde que de niño me iba al río a ver pintar del natural a los artistas que intentaban eternizar en sus lienzos la muralla, la catedral, el río o el soto de mi ciudad natal, entre otros motivos. Una de las experiencias que me gusta probar con más frecuencia es acudir a los grandes maestros de la pintura universal e inspirarme en algunos de sus cuadros, aquellos que me comunican más sensaciones profundas. Hace poco explicaba en este blog lo experimentado con Sorolla a propósito de El primer baño, una de las mejores obras de la última época de su producción. En esta ocasión lo he hecho con Gauguin, uno de mis pintores favoritos, junto con Cezanne o Van Gogh, con quien mantuvo una amistad peculiarísima. Algunos cuadros de Gauguin han sabido sacudirme a fondo, pero es, sin duda, el titulado Salve, María el que siempre ha llamado más mi atención. El ángel con alas amarillas, semicamuflado por un arbusto, los cuencos con las frutas del primer término o los azules selváticos del fondo... Pero son los indígenas que con actitud de respeto se acercan a la Virgen María y el Niño y en especial estas dos últimas figuras totalmente desacralizadas (si no fuera por las sendas aureolas que las identifican) las que atraen poderosamente mi interés. De ahí que optara hace unos días, cuando ojeaba una monografía sobre el pintor francés amigo de los seres, objetos y países exóticos, por cambiar un tema de Feinninger por el de la Virgen María de Gauguin, cuadro que a partir de hoy quedará colgado de una pared importante de Tossa. Debajo sitúo el cuadro original.

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