miércoles, 2 de septiembre de 2009

POEMAS RESCATADOS

Hoy le toca el turno a Cuando la infancia es siempre, breve colección de poemas que ganó el Premio Calassanç de Poesía de la ciudad de Terrassa el año 2000 y que formó libro con los poemarios y los relatos de los certámenes correspondientes a los años 1999, 2000 y 2001. Pues bien, de Cuando la infancia es siempre quiero rescatar los siguientes poemas:

SONETO DE LOS AMIGOS DEL BARRIO

Amigos de mi barrio junto al Duero,
compañeros de magias y aventuras:
hoy, tan lejos de aquellas horas puras,
os recuerdo en manojo duradero.

Y anclados en el tiempo verdadero,
os recuerdo en el sol de las maduras
almendras de los tesos, las pinturas
del río desde el soto, aquel letrero
de NO PASAR que nunca fue acatado,
la oscura molinera y su molino,
el mendigo estival, casi sagrado...

No importa la distancia ni el candado:
con nostalgia se vuelve al fiel camino
que nos lleva a la esencia del pasado.




SONETO DEL TIRADOR

La horquilla del negrillo viva, dura,
esperaba en el árbol mi venida,
mi mano hábil de niño, cuya vida
era el juego del sueño y la aventura.
Con el filo de la navaja pura,
pacífica, del árbol desprendida,
la horquilla me miraba, ya atrevida,
ya ávida de tino y de captura.
Yo saciaba sus ganas con dos gomas,
un retal de badana y cantos finos
que el río acariciaba con paciencia.
Y ahora, amigo tirador, te asomas
a mi memoria con los rotos trinos
de un pájaro vencido con tu ciencia.
DIOS DE LA INFANCIA
El río
tu nombre iba diciendo puente abajo.
Yo a diario lo oía
y lo aprendí tranquilo,
sin religión ni pruebas,
como se aprende el sitio de la casa,
el escalón que suena en la escalera
o la sonrisa dulce de la madre.
Yo llegaba a tu orilla,
Dios de la infancia,
y vivía contigo la aventura
de ver la tarde mansa
como un balón de fútbol a mis pies.
Y eras tú la caricia;
tú, el callado murmullo.
Eras preciso y luminoso entonces
como el rayo de luz en el desván
donde nadaba eterno el polvo de oro
de las cosas que ya nadie buscaba.
Yo llegaba a tu luz
y me enredaba manso en tu diamante
porque tú sabías ser
la suma de mis sueños,
el arma de esperanza
contra todos mis miedos.
Tú eras entonces un Dios vivo
y obediente como los cantos lisos
que mi infalible tirador lanzaba,
vivo y libre como los viejos sauces,
como las dulces noches
que después se abatían como copos
de amor y de silencio sobre mí.
Yo te aprendí tranquilo,
sin religión ni pruebas,
como aprendí a la vez el sitio de la casa,
el escalón sonoro
o la sonrisa dulce de la madre.

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