martes, 29 de abril de 2008

UNA HISTORIA DE PACO

Al llegar a casa del Instituto un día de febrero de 2008, mi mujer me dijo que el “Extremeño, un viejo compañero de trabajo del primer colegio donde trabajé y que hoy en día está jubilado, había llamado por teléfono muy pronto por la mañana para dar una mala noticia: Paco, un viejo amigo y compañero del Colegio, había muerto la noche pasada de un infarto. Añadió que más tarde, cuando supiera en qué tanatorio se expondría su cadáver, volvería a llamar. Como era hora de comer, marqué el número del “Extremeño para hablar con él. Me dijo que aún no sabía nada sobre el tanatorio y me adelantó que a Paco se le había roto la aorta y que se había quedado muerto en la mesa de la operación urgente a que lo habían sometido los médicos del Clínico. Añadió que, como donante, a Paco le estaban extrayendo los órganos y que sus familiares dudaban entre dos tanatorios para exponer su cuerpo: el de Les Corts y el de Sancho Dávila. Concluyó con la voz cortada por la emoción que en cuanto supiera algo me volvería a llamar. Le dije que yo tenía clases por la tarde en el Instituto pero que mi mujer se quedaba en casa para recoger cualquier recado y le sugerí ir juntos al tanatorio escogido al salir de clase.
Y así lo hicimos. Fue un duelo. Allí estaban los amigos de siempre con los ojos rojos de haber llorado. Y su mujer y sus hijos, vivamente emocionados por la amistad que su esposo y padre había sabido infundir entre tanta gente. En un aparte el hijo mayor me dijo que su padre durante las últimas semanas había estado escribiendo unos recuerdos sobre su paso por el Colegio donde ambos habíamos sido profesores antes de que pasáramos a ejercer la enseñanza en centros estatales, recuerdos que quería que tuviera yo, en caso de que le ocurriera algo. El chico añadió que, en cuanto pasaran los días de luto, me lo haría llegar por correo.
Los días que siguieron al entierro de Paco se me hicieron larguísimos hasta que a principios de marzo recibí la notificación de un envío. Con los nervios desatados pasé por la estafeta para retirar el paquete que venía a mi nombre. Era en efecto lo anunciado por el hijo del difunto. Eran dos cuadernos manuscritos con aquella letra limpia y seria de mi amigo y compañero.
En el primero había apuntes sobre su vida y su tierra, Olite (Navarra). El segundo manuscrito contenía muchas hojas en blanco y algunas notas sobre Historia del Arte, asignatura que Paco había enseñado en el Colegio y por la que había sentido siempre verdadera devoción.
Durante días estuve ojeando aquellos escritos de mi amigo y, al final, decidí escoger algunos para empezar a enviarlos a algunas revistas, cuyos directores conocía, para pedirles que los publicaran. Hubo un trabajo, el titulado El perro de Goya, que mereció los aplausos de Sérvulo, el director de Artes Secretas, una publicación trimestral que se había especializado en misterios relacionados con la literatura y el arte.
El escrito en cuestión empezaba de la forma más peregrina. "Un aficionado a frecuentar el Rastro de Madrid en busca de rarezas escritas encontró un día un cartapacio con papeles al parecer escritos en las dos primeras décadas del siglo XIX en la capital de España. Este aficionado al Rastro tenía un amigo extraño, mezcla de bohemio y erudito, al que le mostraba todos sus hallazgos, la mayoría de escaso o nulo valor. Pero cuando el amigo erudito tuvo entre sus manos los papeles del cartapacio, su rostro palideció. Acababa de descubrir la firma del pintor Francisco de Goya al final de una de aquellas hojas..."
--Con esto—dijo cuando recuperó el habla—te harás rico.
Al poco tiempo, varias editoriales mostraron su interés en comprar al visitador del Rastro madrileño la joya escrita de su propiedad. Aconsejado por su amigo erudito, firmó un contrato sustancioso con una de ellas y hasta el presente no deja de recibir cantidades suculentas de dinero por los derechos de propiedad del escrito.
Ya va siendo hora de que demos cuenta del contenido de El perro de Goya. El pintor aragonés se había trasladado a Madrid en 1775 donde empezó a trabajar en la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, cuya sección pictórica estaba a cargo de Bayeu. Éste le encargó la realización de cartones para unos tapices que decorarían las habitaciones del futuro Carlos IV y su esposa María Luisa de Parma en el Real Sitio de San Lorenzo de El Escorial. El motivo principal era la caza y en casi todos los cuadros figuraban los perros, animales por los que Goya sentía veneración. Fue tanta la fama que el pintor obtuvo por aquel trabajo, que los nobles le invitaban a sus fiestas y cacerías, actividad a la que Goya era gran aficionado, y su pintura era la más cotizada de Madrid. Tanto que en 1786 fue nombrado pintor del rey con un sueldo de quince mil reales. Entre ese año y los dos siguientes pintó cinco versiones de Carlos III cazador. Cuando el monarca murió y accedió al trono su hijo Carlos IV, éste le encargó varios retratos de él y de la reina para ser expuestos durante su proclamación. Los monarcas quedaron tan satisfechos con la labor del pintor que éste fue nombrado pintor de cámara, siéndole concedido el título de excelencia. En 1792 sufrió una grave enfermedad, causada por la inhalación de las sales de plomo de las pinturas, que lo dejó sordo para el resto de su vida. Y su salud se volvió precaria, cosa que no le impidió ser nombrado en 1795 director de la Academia de San Fernando. Ese mismo año conoció s los duques de Alba, para quienes trabajó y de cuya duquesa se enamoró tan perdidamente que cuando Cayetana enviudó y se retiró a Sanlúcar de Barrameda, Goya la visitó y pintó en varias ocasiones. En 1797 dimitió de su cargo de director por discrepancias con los planes de estudio de la Academia. Por entonces la sordera del pintor se acentuó tanto que el artista se encerró en sí mismo desatando libérrimamente su imaginación y enriqueciendo su vida interior. Fruto de esta última actitud fueron más de ochenta aguafuertes, a los que tituló Los caprichos, colección de obras en la que Goya critica con acidez la ignorancia y las supersticiones de la sociedad de su época. Se trata de escenas fantásticas y violentas que, al ser conocidas, fueron denunciadas ante el tribunal de la Inquisición. Aun así, continuó adelante con su modo de concebir el arte y, por ejemplo, a partir de 1800 empezó a aplicar en sus retratos valientes soluciones para la composición de los cuadros o la postura de sus modelos. El caso más singular fue La familia de Carlos IV, que se presentó en 1801 y, por lo que parece, aunque el cuadro agradó a la familia real, Goya no volvió a recibir ningún encargo hasta siete años más tarde. Entonces tuvo lugar la invasión napoleónica y, en contra de toda lógica, el pintor juró fidelidad a José Bonaporte, hermano del invasor. Y hasta colaboró en la selección de cincuenta cuadros que serían llevados a Francia como botín de guerra. Sin embargo, su alma se dividió entre las ideas liberales del bonapartismo y el sufrimiento de los patriotas que se resistían luchando a la ocupación francesa, como lo muestran algunos de sus cuadros como El 3 de mayo en Madrid o La carga de los mamelucos, entre otros. Más tarde dedicó a las consecuencias luctuosas de la guerra otros ochenta grabados al aguafuerte que títuló precisamente Los desastres de la guerra, los cuales mantuvo inéditos porque temía que su alto contenido satírico y anticlerical despertara la reacción de Fernando VII, que había recuperado el trono en 1814 y que estaba suprimiendo los restos liberales del bonapartismo. Cinco años después compró la quinta que el pueblo llamaría del Sordo, que se levantaba a orillas del Manzanares, y allí se mudó. En sus paredes pintó al óleo una serie que llamó Pinturas Negras. Y aquí es donde sale el cuadro titulado El perro. El cuadro ocupó la sala del primer piso y el motivo primero era una escena cruel en la que un perro, situado en la parte inferior izquierda, mira con terror cómo un hombre, de aviesa mirada y armado de un garrote, se dispone a descargar el golpe sobre el pobre animal. El pintor lo pintó no sin mucho convencimiento aunque deseoso de acabar con la atroz costumbre de cieros amos de deshacerse de su perro cuando éste se vuelve inútil para sus planes, ya pensando en las labores de la caza, ya de simple guardián de sus bienes. El caso fue que, una vez acabado el cuadro, a Goya la simple vista del animal amenazado por la insensible porra le horrorizaba tanto que no podía pasar por la sala de la pintura sin sentir escalofríos. Así que un día, cogió la paleta bien cargada de pintura y, a grandes brochazos, cubrió de tonos anaranjados el hombre amenzazador de la derecha, dando lugar a una especie de atmósfera encendida y aborrascada, como si de un cielo tormentoso se tratara. Luego, hizo lo mismo con el cuerpo del can, cubriéndolo con una mancha morada teñida a trechos con aguas naranjas y dejando sólo al descubierto su cabeza, con esa mirada entre suplicante y aterrorizada que llama poderosamente a la piedad del espectador. Horas estuvo aplicando pintura en lo que quedó finalmente como parte de una colina que oculta el cuerpo del perro y más horas aún en el resto del cuadro, el que ocupa más de las tres cuartas partes del mismo y que corresponde al cielo amenazante, hacia el que sigue mirando con inquietud el pobre animal. Sin embargo, a un buen observador no se le puede escapar la silueta velada de la derecha del cuadro (parece como si la sombra del hombre castigador siguiese amenazando al perro desde el Más Allá).
Hasta aquí el texto de El perro de Goya.

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