domingo, 20 de abril de 2008

PONGO EL PIE PRESENTE MÁS SEGURO

RING

¿Quién nos pone de pronto
en medio del camino de los días,
entre las duras cuerdas
del ring o de la vida sin aviso,
sin armarnos el ánimo con guantes de esperanza
para al menos velar un poco el miedo
que nos cuelga del cielo de los ojos?

Siempre dejados
de la mano de Dios y a la deriva
por el mar de la calle,
recibimos los golpes que nos manda
sin heraldos la vida hasta besar
la lona muchas veces.
Pero, hijos del barro y barro y solo barro,
la costumbre tenaz del sufrimiento
nos pone en pie de nuevo y, cara a cara,
aunque ciegos, proseguimos luchando
hasta que el golpe decisivo ponga
fin al combate.

Entonces el camino de los días,
lucha a muerte sin tregua de campanas,
sin derrota ni triunfo, habrá acabado.

Un instante los focos de la calle
apagarán y encenderán su luz
hasta otra nueva muerte.
Y la raza jamás querrá aprender
que el viaje de ida se repite
por los siglos de los siglos, amén.




EL SENDERO


Saber que estás vivo

Abres bien los ojos con el alba
y notas que estás vivo porque te duele el pecho
o porque la miel de amor rezuma en tu pijama.
Y bajas a la calle
para llenar la imagen de una instancia,
suscribir un saludo
o despedir a un muerto.
Y aunque sepas que en poco más que eso
se resume tu vida
o se cifra el secreto del viaje,
tú, viajero fiel, caminas, sueñas,
te palpas los bolsillos del deseo,
te vistes de Quijote
y, con la lanza que ponen Dios y el sino
entre tus manos hábiles,
atacas los gigantes de la prisa,
de la injusta indiferencia a veces,
del odio y de la envidia.
Y, victorioso o no,
repites la aventura mientras quede
una breve rendija de luz viva
en el cristal atento de tus ojos
y en tu alma una gota de esperanza.






TRÍPTICO DE AQUEL BARRIO DE ENTONCES

I
Aunque regreso a veces a aquel barrio de entonces
y sigo viendo el río pasar lamiendo el hondo
silencio de las casas, y chillan los vencejos
cruzando el cielo aún de mi plazuela,
ya nada me devuelve al mundo de aquel niño
que fui bajo su aire.
El tiempo con sus manos de malicioso brujo
ha revuelto las cosas, ha roto los candados,
ha escondido en sus fríos desvanes de sepulcro
las viejas inocencias.
Yo soy allí un extraño,
un turista pendiente de su cámara.
Las aceñas no muelen: las palas de sus ruedas
se pudrieron por no poder ser útiles.
La aventura y los sueños que allí viví se callan,
se callan y se secan entre la seca arena.

Cansado de no verme como niño
en el viejo cadáver de la aceña,
subo el seco sendero que separa
el molino del barrio como cuenta
perdida de un rosario, como fruta
que sirve de alimento a las hormigas.

Aunque regreso a veces a aquel barrio de entonces,
ya nada me devuelve al mundo de aquel niño
que fui bajo su aire. El tiempo tiene
también su cementerio y sus condenas.


II.
Este barrio dejó de ser aquel que yo creé.
Los nidos de vencejos, la noria de la huerta,
los carros, el potro del herrero...,
no responden al gesto de mis ojos
ni al urgente reclamo de mi alma.
¡La casa y sus balcones, la luz que llueve afuera,
el puente umbilical de la ciudad y el barrio...!
Si Dios bajara ahora a esos balcones,
tal vez se movería algún visillo,
tal vez tu rostro, madre, se vería
en la magia fugaz de sus cristales,
tal vez tu enredadera, padre, antigua
ondearía su pelo verde al aire
guiado por tus dedos.

Pero este barrio ya no es aquel barrio,
ni mi casa esta casa.
Los milagros
no existen: sólo el tiempo que rompe la atadura
que mantiene sujetas brevemente
las cosas a sus dueños.
Ya no es nada
lo mismo que fue ayer, ni yo tampoco
volveré a ser los ojos que bebían
la magia de mi barrio con su río,
ni aquella fuerza pura que encontraba
tan extenso el milagro de los días.






III.
Es otro este escenario y otro el tiempo.
Yo fui una vez actor aquí de un acto
compartido con otros viajeros,
como aquel vagabundo que en verano
con su saco a la espalda en la arboleda
como otro árbol brotaba, o la mujer
que besaba la llave y la escondía
tras el frío granito de la fuente,
o aquel pobre inocente que buscaba
monedas en el río...

En el barrio adivino
el humo de mi ausencia
junto al palo que queda de aquel potro,
al borde del sendero que conduce a la aceña.
Y el pasmo soñador y aventurero
de aquellos tres balcones de la casa
hoy son los ojos fríos
del cadáver de piedra donde un día
empecé a caminar hacia la suerte
que esconde cada día.

Hoy contemplo en silencio
los recuerdos helados de mi infancia
y pongo el pie presente más seguro
en la tierra del suelo que me aguanta.

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