lunes, 14 de abril de 2008

Un zoo de hombres

UN ZOO DE HOMBRES

“Buenos días, me llamo Ubay Jamel y vengo de un zoo de hombres.”
Así empezó su charla en la sala de actos de la Universidad Autónoma de Barcelona un hombre joven, moreno, con barba espesa y negra, de ojos vivos y manos inquietas. Era un británico originario de Bangladesh que a los dieciocho años acudió con otros jóvenes al casamiento de un amigo común en Pakistán, sin sospechar lo más mínimo de la tragedia que iba a vivir.
“Yo hacía la vida normal de un chico europeo de dieciocho años. Mi familia procedía de Bangladesh y era de clase media. Estudiaba ingeniería por las mañanas y por la tarde trabajaba en una joyería para pagarme mis gastos. Hasta aquí todo normal. Pero un día de 2001, estando en Pakistán, decidí entrar en el vecino país de Afganistán. Para mí Afganistán era un país hasta cierto punto familiar. Es como si uno de vosotros viajara a un país sudamericano, Chile, Argentina, Venezuela, por ejemplo. En cualquiera de esos países no tendríais ningún problema para moveros. El idioma común, parecidas costumbres y todo eso que hace que os encontréis bien en una tierra que no es la vuestra. A mí me sucedía lo mismo con Afganistán. Allí no me sentía un extraño. A los dieciocho años uno ve las cosas diferentes a como las ve una persona de mayor edad. Y desde luego no era consciente del peligro que había. Además, cuando los Estados Unidos declararon la guerra a Afganistán yo sólo contaba dieciocho años como ya he dicho y no estaba involucrado en la política como ahora.”
Con una botella de agua y un micrófono delante, Ubay Jamel dirigía sus palabras a los estudiantes que atiborraban el Salón de Actos de la Autónoma deseosos de no perderse el testimonio de aquel hombre de raza árabe que en 2001, durante una breve estancia en Afganistán, fue detenido por unos soldados estadounidenses y conducido a Guantánamo.
“Mi pesadilla comenzó en otoño de 2001 cuando en compañía de otros amigos viajamos a Pakistán para asistir a la boda de un conocido nuestro. Como teníamos unos días de vacaciones, aprovechamos la circunstancia para entrar en Afganistán, coincidiendo por suerte o por desgracia (más bien esta última) con el inicio del ataque estadounidense contra este país poco después de los atentados terroristas contra las Torres Gemelas de Nueva York. Entonces se cerraron las fronteras entre los dos países vecinos y mis amigos y yo no pudimos regresar a Pakistán. Nos refugiamos en una casa vieja que tenían los padres del recién casado cerca de Kabul y allí estuvimos hasta que pasara el peligro. Yo creí que todo pasaría rápidamente para poder volver a casa sano y salvo. Pero todos los indicios señalaban que la guerra se iba a endurecer cada vez más y duraría mucho tiempo. Y unos meses después ocurrió lo que me estaba temiendo. Con la caída del régimen talibán, la vigilancia y las rondas militares se acentuaron y nosotros ya no estábamos seguros en ningún sitio. Un familiar del padre del recién casado nos buscó cerca de las montañas una nueva vivienda para burlar los constantes registros efectuados por los militares en busca de indocumentados y presuntos terroristas.”
El espeso silencio del Salón de Actos acentuaba la emoción que brotaba de las palabras del orador. No había un solo estudiante allí dentro que no supiera ya, porque lo había leído en el cartel colgado a la entrada de la Facultad de Ciencias de la Comunicación, que aquel joven musulmán llamado Ubay Jamel había estado prisionero en Guantánamo dos años y medio sin saber de qué se le acusaba ni cuándo saldría de allí .
“En una de esas rondas de vigilancia los militares de la Alianza del Norte dieron con nosotros y, creyendo que éramos miembros de Al Qaida, nos detuvieron. Luego nos llevaron a un campo de prisioneros donde había más de treinta mil hombres encerrados que no dejaban de llorar como niños. Era de noche y aquellos desgarradores llantos, poblando angustiosamente la oscuridad, encogieron mi alma. A la mañana siguiente nos obligaron a subir a unos camiones para conducirnos en condiciones infrahumanas a la prisión de Mazar El Sharif. Los camiones eran metálicos, como cajas de hierro. No entraba apenas oxígeno y la gente se ahogaba. Iba a mi lado un hombre de unos cuarenta años que en medio de la marcha empezó a pedir ayuda a gritos. Se había ensuciado los pantalones y decía que le faltaba el aire. Nadie acudió en su auxilio. Murió entre estertores unos minutos después. Los demás estábamos aterrorizados. Yo mismo noté que me mojaba los pantalones de miedo. Un poco más delante, oímos disparos en el exterior y enseguida comprobamos que las balas entraban por los huecos del camión buscando afanosamente nuestros cuerpos. Casi una docena de prisioneros murieron a causa de los disparos. Y puedo asegurar que el ejército de los Estados Unidos estuvo presente supervisando la operación de nuestro traslado.”
Algunos estudiantes, que llevaban enrolladas algunas pancartas de Amnistía Internacional, las desplegaron sin esperar a más. Y en la mayoría de los presentes afloraron a sus ojos brillos de protesta e indignación. Las palabras de Ubay Jamel habían sido el detonante. Hubo también algunos gritos aislados que decían “¡Tanquem Guantánamo!, ¡Tanquem Guantánamo!” Cuando Ubay Jamel oyó entre los gritos la palabra ignominiosa de “Guantánamo”, no pudo evitar que unas lágrimas brotaran en sus ojos y que su voz se rompiera durante unos segundos entre sollozos. Se hizo el silencio en el Salón de Actos.
“En la prisión de Mazar El Sharif sólo estuve unas semanas. Allí adelgacé veinte kilos y contraje una gastroenteritis que creí que iba a arrastrarme a la muerte. Hubo un tiempo en que deseé morir y así escapar de aquel horror. Pero el hombre no muere hasta que no le llega su hora. Y a mí, por lo visto, la hora del fin no me había llegado porque un horror más grande me esperaba para comprobar cuánto más podía aguantar. Un día los soldados de la prisión me obligaron junto con una cuarentena de hombres más a subir a otro camión. Oí decir que nos trasladaban a los Estados Unidos de América. Así fue. El vuelo me lo pasé vomitando mientras un soldado me golpeaba la espalda con la culata de su fusil. Pan y agua racionados eran los únicos alimentos que nos daban. Cuando llegué a América estaba exhausto. No tenía ni fuerzas para caminar. Pero tampoco me morí allí. No tenía tiempo. Antes debía vivir lo de Guantánamo. Sin apenas descanso, nos condujeron a lo que enseguida comparé con un zoo de hombres. Porque Guantánamo es un zoo para personas. Allí nos tenían como animales salvajes. Nos golpeaban en nuestras partes con estacas, nos torturaban psicológicamente llamándonos de todo y asegurando que iban a investigar a nuestras familias para hacerles la vida imposible por haber traído al mundo seres tan execrables como nosotros. Nos hacían permanecer en posturas de estrés, con las manos atadas a los pies o colgados boca abajo durante horas. Yo tuve que vivir cinco meses en una celda de aislamiento. Eso fue lo peor para mí. No dejaba de pensar en mis padres y en lo que pudieran hacerles. Cuando volví a una celda común, atiborrada de personas, les di las gracias llorando. Luego, cuando se me pasó el momento, me arrepentí. Malvivíamos en una especie de jaula, de las que existen en los zoológicos de todo el mundo. Para deciros como era aquello, sólo tengo que deciros que para evacuar disponíamos de un cubo y lo teníamos que hacer a la vista de todos. A estas alturas os preguntaréis cómo pude soportar una situación así. Os contesto simplemente que el instinto humano de supervivencia te obliga a adaptarte a cualquier situación por dura que sea.”
Los gritos de “¡Tanquem Guantánamo!, ¡Tanquem Guantánamo!” llenaron por completo el Salón de Actos de la Facultad de Ciencias de la Comunicación. Los futuros periodistas reunidos allí no olvidarían jamás las palabras de Ubay Jamel, aquel hombre joven de origen árabe que se había visto obligado a vivir una experiencia tan horrible que ponía en entredicho la tan traída y llevada democracia, defendida nada más ni nada menos que por el país que en el mundo pasaba por modelo de la misma, los Estados Unidos de América. ¿Dónde estaba la justicia? ¿Dónde los derechos humanos?
“En aquel zoo de hombres que es Guantánamo estuve dos años y medio preguntándome a todas horas por qué me encontraba allí y de qué se me acusaba. Creo que esas dos preguntas, cuya respuestas pululaban en mi conciencia, me hicieron aguantar lo que aguanté y el instinto de supervivencia que os he dicho. En 2004 fui liberado sin cargos. Os preguntaréis si me he metido en política desde aquello. Y os contesto que si entonces, al principio de todo, no me importaba para nada la política, ahora menos. Si un país como los Estados Unidos, modelo de democracia, ha hecho lo que ha hecho y está haciendo, cómo voy a creer en la democracia y en la justicia. Sin embargo, espero que si ganan los republicanos las elecciones de noviembre de este año cierren Guantánamo, tal como dicen en la campaña electoral. Pero os digo una cosa. No me fío. Además, lo importante no es sólo que cierren Guantánamo, sino saber qué harán con los hombres que hay encerrados allí.”
Todos se hacían la misma pregunta. Y cuando Ubay Jamel dio por terminada su charla, alguien de la primera fila le preguntó cómo había sido su regreso a la vida en Gran Bretaña y de qué modo le había afectado su terrible experiencia en Guantánamo.
“Del modo más injusto. No encuentro trabajo. Presento aquí y allá mi currículo, pero al ver un vacío de dos años y medio en él, me preguntan a qué es debido. Entonces les tengo que contestar que he estado en Guantánamo. Eso es una barrera infranqueable. Me considero una persona partida por la mitad. Una persona inútil. Porque sin trabajo no puedes organizarte la vida de nuevo, alquilar o comprar un piso, abrirte paso en el mundo. Pero bueno, supongo que todo con el tiempo se irá arreglando. De momento, le he dado un sentido a mi vida, colaborar con la campaña de Amnistía Internacional “Tanquem Guantánamo”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario