lunes, 28 de abril de 2008

EL HOMBRE DEL ABRIGO DE TERCIOPELO

James Mattew fue siempre de baja estatura y de rasgos juveniles. Esto, unido a que poseía un carácter muy infantil, le hizo parecer siempre un niño a los ojos de los demás, y eso que vivió hasta los setenta y siete años. Le gustaba fantasear y jugar con los niños para, según decía, no envejecer nunca ni parecerse a los enfurruñados adultos con los que a veces se veía obligado a convivir. Otra cosa que hacía para conjurar el tiempo era leer incesantemente libros de aventuras y fábulas que lo instalaban en ambientes idílicos y felices, tan distintos y hasta opuestos a los que diariamente tenía que vivir. Los que trataban de viajes a lugares exóticos y presentaban vidas de solitarios y náufragos que, contra cualquier inconveniente real, esgrimían soluciones ingeniosas para salir adelante. Uno de los libros que había leído más veces fue “Robinson Crusoe”. Al principio fue su madre quien se lo leía de muy niño, pero en cuanto aprendió a leer ya no se separó nunca de la obra que había escrito otro famoso escocés, Robert Louis Stevenson, y lo tenía a mano en la mesilla de noche junto a su cama y se lo llevaba en la cartera cuando tenía que ir a la escuela y más tarde, en la maleta, con motivo de realizar algún viaje. Pero el tiempo pasaba sin contar con James y llegó el día de ingresar en la universidad a realizar sus estudios. Tenía diecinueve años, y una tarde fría en que había nevado y convertido a Edimburgo en una gigantesca tarta de nata, caminaba distraído por la calle, pensando en duendes, indios o piratas. Al torcer una esquina, tropezó con un hombre que caminaba distraído como él. Se disculparon ambos, y entonces James se fijó en la ropa que llevaba el otro. Un gran abrigo de terciopelo lo cubría totalmente. Al momento pensó que era uno de esos dandis que se pasan la vida vegetando y sin dar ni golpe sólo porque al nacer han tenido la fortuna de ser hijos de poderosas familias que antes de abrir la boca satisfacen sus deseos. El hombre del abrigo de terciopelo, que ha adivinado el pensamiento de James, para contradecir sus reflexiones, lo invitó a una taza de té caliente en un bar cercano y a charlar amigablemente.
Allí dentro y ya sentados a una mesa y con el té humeante ante ellos, los primeros pensamientos empezaron a cambiar en la cabeza de James. Su acompañante, despojado de su abrigo de terciopelo, parecía otro bien distinto. Aunque se le veía bastante mayor que el universitario, el rostro del hombre era juvenil y en su mirada había brillos bondadosos. Por lo que James dejó que se esfumasen del todo sus prejuicios, y más cuando el recién conocido le dijo que sabía ya lo que había pensado de él nada más verle enfundado en el abrigo de terciopelo, pero que el hábito no hace al monje. James al punto se sintió avergonzado, pero el hombre lo calmó diciéndole que no era el primero que reaccionaba así al verlo. “Así como me ves”, continuó diciendo el hombre, “soy más sencillo que el suelo, que todo el mundo lo pisa, y tan misterioso como el cielo, que aunque todo el mundo puede verlo nadie sabe qué vendrá de él a la hora siguiente, si sol o nubes o lluvia o esta nieve que ha pintado de blanco la ciudad en poco tiempo. Y fantaseador de historias. Quiero decir que me gusta contar aventuras de todas clases, que suelen ser inventadas.” Al oírle decir aquello, James estuvo a punto de confesar su secreto, que no era otro que el del hombre del abrigo de terciopelo, o sea, el de inventar cuentos. Pero no le dijo nada, se limitó a escuchar a aquel hombre, que hablaba y hablaba de hombres solitarios y valientes que sabían salir de sus propias trampas y de las que los demás le tendían. Era muy culto y había visitado casi todas las librerías y bibliotecas del país.
A James, después de aquella jornada memorable, nunca se le olvidó la cara, la mirada y la voz ingeniosa de aquel hombre que siempre fue para él el hombre del abrigo de terciopelo. Hasta que años más tarde vio su figura retratada en un periódico y al pie esta frase: “El escritor Robert Luis Stevenson” Era él, el autor del libro que más había leído en su vida y a quien admiraba tanto. Y cuando él mismo puso su nombre, James Mattew Barrie, debajo del título de su libro más conocido, “Peter Pan y Wendy”, recordó con nostalgia aquella charla que había mantenido con uno de sus maestros.

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