domingo, 27 de febrero de 2011

El cine que hay que ver


Recuerda

Una de las cosas peores que le pueden pasar a un hombre es perder la memoria. Sin memoria, el ser humano no es nada, no sabe siquiera cuál es su nombre ni quiénes son sus seres queridos. Sólo pensarlo me angustia. De ahí que siempre que lo hago me viene a la memoria (¡felizmente!) la película Recuerda (título original, Spellbound).

Recuerda (b/n, 1945), dirigida por Alfred Hitchcok e interpretada en sus papeles principales por Ingrid Bergman y Gregory Peck, es una película fundamentada básicamente en el amor entre un hombre que ha perdido la memoria por razones traumáticas y una mujer psiquiatra que le ayuda a recuperarla. En el proceso sucede la historia que sirve de hilo argumentativo, la del asesinato del doctor Edwards, de cuya culpabilidad se acusa a John Balantine, que se ha presentado en la clínica psiquiátrica suplantando la personalidad de aquél.

Y enzarzados en ambas historias aparece el psicoanálisis, el mundo de los sueños y los diseños surrealistas de Dalí para acentuar los guiños del mago del suspenso, que en el film se reducen a las rayas sobre una superficie blanca (las del tenedor sobre el mantel de la mesa, la rejilla de la ventanilla de venta de billetes de la estación de ferrocarril, las rayas de la bata que viste Ingrid Bergman...), la carta caída en el suelo que guarda una revelación importante y, especialmente, el sueño que cuenta Gregory Peck, del que saldrá la explicación de su complejo de culpabilidad, que le viene de la infancia.

Las escenas del sueño no tienen desperdicio, sobre todo, la de la vertiente del tejado blanco, tras cuya chimenea aparece un hombre con la cara cubierta que empuña una rueda picuda, símbolo del revólver que acabó con la vida del doctor Edwards. Lo mismo que la de la mano que empuña dicho revólver, ya hacia el final de la película, a punto de producirse el desenlace de la misma.

Véase un trailer del film.



viernes, 25 de febrero de 2011

El relato del mes

El hombre invisible.


En tiempos de escasez y pan negro existían las delaciones entre vecinos para llevarse algo a la boca, y los casos se contaban por docenas. Había el de un hombre de San Frontis, vinatero por más señas, que se preparó en la bodega una cuba con doble fondo para esconderse en ella. Un chivatazo sin duda provocó que se presentara en la casa un policía de paisano, queriendo a toda costa examinarla de arriba abajo. Pero estaba tan bien hecho el engaño de la cuba, que, por mucho que miró y remiró el guardia en la bodega, no encontró por ningún lado al hombre invisible.
Dicen que su mujer, que presenció en todo momento el registro, cuando el policía de paisano lo dio por terminado y se marchó con el rabo entre las piernas, cogió tal ataque de nervios y angustia que luego no se acordaba exactamente del lugar donde estaba escondido su marido. Era ella quien cada semana bajaba a la bodega, daba tres golpes con un mazo sobre una de las cubas en señal de que no había moros en la costa, y entonces el marido salía de su escondite. Pero andaba tan nerviosa desde que se efectuó el registro, que no acertaba a dar un paso a derechas, y mucho menos a bajar a la bodega y cerciorarse de que su marido seguía vivo. El cual, temeroso también de que los chivatazos continuaran, entendía el silencio y la inmovilidad de su mujer.
Y esperando, esperando, pasaron dos semanas más sin que ella diera señales de vida. Así que, preocupado por su esposa, no fuera que le hubiera dado algún arrechucho desde el día del repentino registro y, sobre todo, porque él mismo se sentía incapaz de soportar por más tiempo el dolor agudo que sufría en la espalda de estar encogido en su estrecho habitáculo, lo abandonó una noche en que el silencio en la casa era total. Y medio arrastrándose, porque el dolor de la columna le impedía caminar, subió al piso de la vivienda, donde reinaba un penetrante olor a podrido.
Temiendo lo peor, pasó a la cocina y allí se encontró con un espectáculo terrible: sobre la mesa había un plato con chicharros en plena descomposición y de la fresquera salían y entraban volando moscas gordas como ratas. Pero eso no era lo peor porque detrás de la puerta, sobre el sillón de anea, vio sentada a su mujer, inmóvil, con los brazos colgando y los ojos abiertos y fijos en la pared de enfrente, como si se hubiera quedado hipnotizada mirando al calendario. Presa del pánico, se acercó a ella y, notó, para su alivio, que la mujer respiraba muy levemente. Estaba sometida a un fuerte choque emocional.
La mujer no se repuso nunca y, finalmente, acabó sus días en un hospital de Salamanca, de donde procedía el matrimonio. Él se quedó a vivir en San Frontis, en la casa que ocupaban, y poco a poco fue recuperando los movimientos de sus piernas, aunque nunca logró la completa verticalidad de su columna y, cojeando ostensiblemente, andaba ligeramente encorvado hacia adelante.
--Ahí va el Hombre Invisible-- nos decíamos unos a otros cuando pasaba por delante del fielato para encarar el Puente de Piedra.
(De mi libro, publicado en Bubok, Una carta de amor bajo la lluvia)

jueves, 24 de febrero de 2011

Prosas de antaño

6. Sebastián de Gomárez

Un pitido del tren bastó a la lectora para librarla momentáneamente de aquel mundo que intentaba venderle el autor del manuscrito. Prefirió observar por la ventanilla el andén de la estación de Premiá que se iba quedando atrás. Enseguida, por la ventanilla opuesta, vio brillar el mar quieto como un cristal de mil reflejos. Y mientras el tren arrancaba de nuevo, siguió leyendo aquel manuscrito que no acababa de convencerla.




"Cogí las botellitas del vino del viaje y me metí la del “Vino para ir” en el bolsillo de la derecha del pantalón y la del “Vino para volver” en el de la izquierda, y luego me colgué del cuello la llave que abría todas las puertas. Acto seguido, tomé con cuidado la rana de oro con los dedos de la mano derecha y la posé sobre la palma de la mano izquierda, mientras en la mente la memoria me iba reproduciendo una de las fórmulas que había aprendido del librito de las cubiertas de oro. En ese momento oí un ruido sordo y prolongado que procedía del ángulo de la buhardilla que ocupaban las dos estanterías de libros de cocina. El rincón de la estancia se había abierto lo suficiente para permitir el paso de una persona. Hacia allí me encaminé.
Al otro lado me esperaba un cuarto lleno de cosas variopintas y dispuestas por doquier sin orden ni concierto. Allí había trajes y vestidos, unos colgados de ganchos y otros colocados en arcas; ropas y prendas masculinas, como juboncillos, calzones, medias, capas, esclavinas, gorras, chambergos, golillas, lechuguillas; ropas y prendas femeninas, como verdugos, mantos, guardainfantes, cofias con sus adornos de plumas, sombreros con franjas y galones, diademas, colas, velos, cintas, guantes, faldriqueras, zapatillas, sobretodos... Allí había objetos relacionados con el atuendo y cuidado del cuerpo y con la decoración de la casa, como braseros, pastillas, pebetes, alfombrillas, cortinajes, cadenas doradas, perfumes hechos con ámbar y algalia, abanicos, rosarios... Y algunos muebles, como las citadas arcas de las ropas, un escritorio, un escabel y un par de sillas de aquel tiempo. Y todo de los siglos XVI y XVII.
Nada más entrar, el hueco volvió a cerrarse a mis espaldas. Un silencio lleno de murmullos me rodeó. Los olores y las sensaciones táctiles habían cambiado de repente. Supe al instante que aquella estancia era como un paréntesis entre dos tiempos y dos espacios; más aún, aquel cuarto arrancado milagrosamente de la época de los últimos Austrias me pareció un mágico trampolín para trasladarme a otro tiempo y otro espacio Recorrí la estancia como sabiendo en qué debía fijarme y qué debía hacer. Enseguida mis ojos chocaron con un cuadro que reproducía El refectorio de los cartujos, de Zurbarán, cuyos personajes, en su totalidad, tanto los monjes que se disponen a comer como el paje que les sirve y el prelado que los visita, se han quedado dormidos o ensimismados en el momento en que el visitante, San Hugo, obispo de Grenoble, les indica la comida de los platos. Recordé claramente que el significado del cuadro, tal como lo había oído contar una vez, era la prohibición de la carne en las mesas cartujanas, como parece indicar el gesto del dedo del Santo señalando que la carne que hay servida en los platos se ha convertido en ceniza. El ademán del paje, mirando hacia la derecha en actitud de querer reanudar el paso, fue el impulso que yo necesitaba para reanudar los míos. Comprendí que no había tiempo que perder, así que me vestí rápidamente poniéndome un jubón ajustado y una golilla y, encima, una capa larga de labrador de día de fiesta. Luego imité la postura del paje del cuadro de Zurbarán y, tras sacar del bolsillo derecho del pantalón la botellita del “Vino para ir”, bebí un sorbo de su contenido. Al instante el silencio de la estancia se habitó de murmullos y conversaciones cada vez más claras y cercanas, mientras que las paredes del cuarto, girando a mi alrededor, se aclaraban y dejaban ver poco a poco a través de ellas algunos trozos de fachadas de casas antiguas y gente que iba de acá para allá vestida según la moda de otros tiempos. Enseguida vi a un mendigo vestido con harapos dirigirse a mí.


--¿Ha visto vuestra merced cómo se ha puesto Madrid?--preguntó.
--¿Pues qué pasa?
--¿Es por casualidad vuestra merced forastero?
Contesté para no despertar innecesarias sospechas que volvía a Madrid a visitar a un familiar. Entonces el mendigo se sobresaltó.
--¿Un familiar ha dicho? Si es de la Inquisición, aquí se acaba nuestra charla. Pues ni la Inquisición quiere saber nada de mí ni yo de ella.
--No—dije sin poder aguantar la risa--. El familiar al que me refiero es un hermano de mi padre.
--Eso cambia mucho. Le diré que hoy, como día de Corpus que es, acaba de pasar por aquí la procesión y por eso hay tanta gente por la calle. Ahora se recoge para ir a comer, y si vuestra merced me invita a llenar con algo caliente mi raído estómago, le pondré al corriente de la fiesta de esta tarde, del Auto Sacramental que se representará y otros asuntos que no dudo serán de su interés.
Acepté y mientras comíamos en un figón cercano a la Plaza Mayor, se presentó como Sebastián de Gomárez y me habló de su anterior vida de cómico y de su mala suerte hasta acabar siendo guía de forasteros como yo en Madrid, Babilonia de creciente prestigio, residencia de la corte y emporio del teatro.
Después deambulamos por las estrechas callejuelas del centro de Madrid hasta topar con la parte posterior de lo que me pareció una iglesia o algo parecido. Mi guía me aclaró que era el convento del Carmen y me señaló una casona de aspecto lúgubre y oscura, de sillares regulares y ventanas cerradas a cal y canto, mientras decía:
--Estamos en un lugar especial del Madrid más misterioso. Esa calle de ahí es la calle de Infantas, y esa mansión es la Casa del Montero Real. ¿Se ha fijado en las siete chimeneas del tejado?
--Justo ahora estaba mirándolas.
--Pues debido a este último detalle el pueblo también llama a esta casa la Casa de las Siete Chimeneas. Como le iba diciendo, esta casa la mandó construir en el siglo pasado un montero de Felipe II para su hija, una bella joven que acabó casándose con el capitán de la guardia amarilla Tello Zapata. Aquí vivió un tiempo el feliz matrimonio hasta que el capitán tuvo que marchar a Flandes para cumplir con sus deberes militares al servicio de la Corona, con tan mala suerte que allí encontró la muerte tras los muros de San Quintín. La joven viuda se vio, así, viviendo sola y triste en una casa tan grande y tan vacía, aunque no duró mucho su soledad ni tampoco la tristeza que sentía porque otra causa mayor la liberó enseguida de una y otra.
--Otro amor sin duda—insinué.
--Eso le hubiera venido mejor—dijo Sebastián de Gomárez--. Pero fue la tragedia la que se encargó de darle el golpe de gracia.
--¡Vaya, qué lástima! ¿Qué pasó?
--Que una mañana la desventurada joven apareció muerta sobre su lecho. Las tristes circunstancias de la muerte de la pareja en plena juventud, la hermosura de la mujer y la terrible separación a que se vio obligada la joven esposa, crearon todo un mundo de habladurías y leyendas. Hasta se habló de la presencia en aquella casa a altas horas de la noche del propio Rey, embozado en su capa, para verse con la mujer casada. Pero ya he dicho que eso forma parte de la leyenda. La cuestión es que tras la muerte de la joven, se dijo que por las noches una figura de mujer vestida de blanco recorría con una antorcha encendida el tejado de la casa, ese mismo tejado de las siete chimeneas que vuestra merced está mirando en este momento.
--Bonita historia para hacer con ella una comedia de capa y espada.
Me aclaró que el Fénix de los Ingenios, el recientemente fallecido Lope de Vega, había intentado más de una vez trasladar tan triste suceso a los versos de su teatro. Pero una vez por la muerte de su hijo, otra por la de su segunda esposa y una tercera por el destierro voluntario que su hija eligió para su vida tras los barrotes de clausura del convento de los Trinitarios, hicieron que todo quedara en eso, en un intento.
--¿Y ahora no vive nadie ahí?
--Nadie. Lleva cerrada la mansión más de veinte años. Y si no manda otra cosa vuestra merced, sigamos caminando, que quiero mostrarle un lugar especial donde ocurrió el suceso de Miguel Mejías.
--¿Quién es Miguel Mejías?
--Un hombre de bien al que acusaron de haber participado en el robo del Cristo del Desamparo, antes de ser trasladado a la iglesia del convento de doña María de Aragón, que es donde está hoy en día. Resulta que no se sabe cómo alguien robó los remates de la cruz y la tablilla del INRI, de buena plata todo ello, y le echaron la culpa a Mejías.
--Y lo apresaron, claro.
Me contestó que no, que durante un tiempo estuvo escondido en el templo jerónimo de las monjas Carboneras, muy visitado entonces y ahora, entre otras causas, por las figuras en relieve que hay en una hornacina situada sobre la puerta y que representan a San Jerónimo y a Santa Paula adorando a la Eucaristía.
Le pregunté el origen del nombre de las Carboneras que se le había dado al templo y me contestó que por un cuadro de la Virgen que encontró un tal fray José de Canalejas en una carbonería muy maltrecho y lo trajo al convento, donde las monjas, tras adecentarlo convenientemente, lo colocaron en el retablo de una capilla. Luego acabó de contarme la historia de Mejías y que él mismo fue a visitarle más de una vez hasta que acabó todo.
De repente, empezaron a verse en la calle grupos de gente que se cruzaban con nosotros o nos adelantaban apresurados y desaparecían por las pequeñas y estrechas calles adyacentes.
--¿Dónde va ese gente tan aprisa?—le pregunté.
--Seguramente a coger sitio en la plaza donde se realiza la llamada “Muestra de los carros”.
--Me gustaría verlo.
--Sigamos los pasos de esos que van ahí.
A todo esto la plaza de la “Muestra” se había ido llenando poco a poco de gente y, antes de que nos diéramos cuenta nos vimos rodeados de una ingente y abigarrada multitud que hacía los mil comentarios y alabanzas acerca del adorno y vistosidad de los carros.


--El hecho de que el Auto y su representación se monte sobre carros –decía Gomárez—se debe a que la obra se traslada a distintos lugares, un lugar para el rey, otro para los consejos o las jerarquías más altas de la Administración, otro para el Ayuntamiento, y en todos esos sitios, que suelen ser plazas amplias como ésta, se deja un espacio para la gente del pueblo que quiera asistir a la representación, pero que es muy difícil encontrar un hueco donde acomodarse uno a gusto.
--¿Qué Auto se representa hoy?
--Ésa es otra.
--No entiendo.
-- Dado el número de carros que hay aquí, la obra que se va a representar debe de ser un Auto de Calderón. Hasta hace unos meses se barajaban los nombres de Montalbán, Valdivieso y el autor de La vida es sueño. Pero ni Montalbán ni Valdivieso tienen la suficiente enjundia para construir un Auto Sacramental de tanta importancia como para requerir la presencia de tantos carros. Y ahí ve vuesa merced hasta cinco. A juzgar por esas plataformas grandes y esos dos pisos que tiene cada carro con sus respectivas decoraciones y los ocultos mecanismos que han dicho que tienen algunos para hacer aparecer esferas giratorias que se abren y cajas de doble fondo, cabe pensar que el ganador este año ha vuelto a ser don Pedro. Porque es lo que yo digo, una vez muerto Lope de Vega y haberse recluido entre las paredes de una celda monástica el fraile de la Merced Gabriel Téllez, más conocido en el mundo de la comedia por Tirso de Molina, Calderón de la Barca no tiene rival. Y ahora vayamos a la Plaza del Rey a coger sitio, que si ésta está así, ¿cómo estarán las plazas de la representación cuando muestren a la vista todo el fasto y el lujo del vestuario de los actores, de cálices, cruces y otros elementos tan necesarios para la buena comprensión del mensaje eucarístico, sazonado con espíritus del cielo y del infierno y todos los vicios y virtudes personificados en la acción dramática. Vamos, vamos, antes de que les enganchen los bueyes cubiertos con ricas mantas, coronados de flores y doradas las astas, señal de que comienza la función, vamos.
Decía mientras tiraba materialmente de mí y me llevaba el cuerpo hacia donde él iba, pero mi alma y mi mente se habían enredado definitivamente en la visión de la Casa de las Siete Chimeneas. Y allí estaba yo físicamente mirando con asombro la externa devoción y los aspavientos con que la gente llana admiraba ya la parte física de la representación, los carros, que minutos más tarde, unidos de dos en dos algunos para ofrecer un escenario más amplio, transportarían con aparatos y maquinarias, capaces de mostrar arroyos y cascadas en que corría y saltaba el agua o grandes rocas que se abrían para mostrar en su interior regios salones, todo el misterio y la sagrada significación que tenía para el pueblo la conmemoración del misterio más excelso del Sacrificio de la Misa, el de la Eucaristía.
Por el camino mi compañero se paró en una esquina para hablar con una mujer de mediana edad vestida no con demasiado miramiento, y sí muy amiga del albayalde, pues llevaba la cara blanqueada en exceso como si más bien estuviera en Carnaval y llevara puesta una máscara de nieve. Estuvieron un rato hablando, momento que estuve a punto de aprovechar para dar las gracias a mi guía, al que debía tanto, pero que ya empezaba a estorbarme en la intención que abrigaba desde hacía mucho rato, exactamente desde que había visto la Casa de las Siete Chimeneas, y despedirse de él. Así podría cumplir de una vez el vivo deseo que me acuciaba. Pero el mendigo acabó antes de lo previsto su charla y seguimos el camino que llevábamos.
Le pregunté por la mujer que momentos antes hablaba con él y me respondió que en otro tiempo había sido compañera de oficio y que juntos había representado comedias y entremeses por varios pueblos de Salamanca y Madrid.Hasta que el director contrató a un pícaro que acabó con la suerte de la compañía; la mujer acabó enamorándose del pícaro y abandonándolo a él y desde entonces acá no la había vuelto a ver.
Al pasar por una calle me dijo Gomárez que ella solía reunirse toda la gente del teatro, desde actores hasta directores de compañía, pasando por representantes y alquiladores de ropas para el teatro. Y añadió:
--Cerca de aquí se hallan los dos Corrales de Comedias más importantes de Madrid. Y ahí enfrente vive uno de nuestros mejores poetas y autor de una novela que ha tenido bastante éxito titulada Historia de la vida del buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños... Y un poco más abajo, junto a la del Prado, se encuentra la casa donde vivió y murió el más grande escritor que ha tenido y tendrá España, nuestro Miguel de Cervantes. Así pues, nos encontramos en la zona más literaria de Madrid, y por ello en su mismo corazón, un corazón siempre vivo y ansioso de aventuras de todo tipo: políticas, amorosas o sencillamente religiosas, como la que vamos a vivir en cuanto lleguemos a la Plaza del Rey y comience el Auto Sacramental.
Cuando llegamos al sitio indicado, ya no cabía un alfiler. Miré instintivamente a mi alrededor y vi, a pesar del tumulto y la multitud, que la dama de antes le hacía una seña a Sebastián de Gomárez.
--Venga vuestra merced – oí entonces que me decía el vagabundo ilustrado mientras echaba a caminar hacia donde estaba la mujer, un lugar privilegiado para presenciar el espectáculo..."

miércoles, 23 de febrero de 2011

De vista, de oídas, de leídas

A propósito del haikú


Ayer me volví a encontrar en el Ateneo de Barcelona con viejos amigos de la poesía, Florencio, Sérvulo, Araceli, Ambrosio... Se presentaba un libro de este último, Con ojos breves, ganador del VII Premio César Simón. De vuelta a casa, leí el ejemplar que me regaló dedicado el autor. Se trata de un libro luminoso, impresionista, realizado con el amor a la naturaleza que caracteriza a Ambrosio. Pero en esta ocasión, el poeta, en vez de explayarse en poemas amplios, rasgo característico de su quehacer poético, se contiene en el margen estrecho que permite el haikú. Sí, el libro está escrito en haikús, quiero decir que los cincuenta y nueve poemas que forman Con ojos breves están compuestos de uno, dos y tres haikús, como máximo.

Todo el mundo sabe que esta estrofa japonesa intenta cazar en sus diecisiete sílabas, distribuidas en tres versos de 5, 7 y 5 sílabas respectivamente, una impresión momentánea, un chispazo fugitivo que tiene lugar en la naturaleza ante los ojos atentos del poeta. Y eso ha hecho Ambrosio Gallego en su hermoso libro, donde el agua, los puentes, las jaras, el cielo, las flores, los pájaros... hablan para el poeta y le prestan su voz.

He aquí unos ejemplos:


Flor de la jara,
copo que crece y arde
desde su centro.


Quien cruce el puente
dividirá sus ojos
en agua y dios.


Miro la luna
tendida en la gran charca.
¡Mía es su altura!


La huella seca
se ha llenado de agua
para la sed.

Vivo está el viento
que espabila las hojas,
¡las hace hablar!


Bello libro, para leer despacio y entender al gran poeta que hay detrás.

A mí, tras leerlo, sólo se me ocurre un haikú a partir de su título (aunque variándolo un poco) dirigido al poeta:


Con sabios ojos
ves la naturaleza,
y ella te habla.

martes, 22 de febrero de 2011

Patadas al diccionario

Oído cocina



Ahora que se está homenajeando al recientemente desaparecido chef de cocina Santi Santamaría, enemigo del humo de cebolla, escarcha de buey y suspiros de vainilla, y, a cambio, amigo incondicional de la cocina de producto, la auténtica, la de siempre, se me ocurre traer a colación algunas lindezas lingüísticas relacionadas con el arte de los platos.


1. Esas almóndigas de la barra tienen una pinta excelente.
(¡Hombre, el artículo árabe se cumple!)


2. Todos los años por mi santo mi mujer me prepara para comer unos canalones que están riquísimos.
(¡Cuidado, que pueden resultar indigestos! Aunque tuberías sí parecen.)







3. Si vas a la tienda, compra algunas especies: nuez moscada, pimienta, azafrán, clavo...
(Todo hay que decirlo: especies de condimentos sí son.)

4. En el bar de la esquina ponen de tapas unas magníficas cocletas de pollo.
(¿A qué se refiere? ¿ A las mollejas, a las crestas o a otras partes del animal de corral? Es broma.)

5. Ve poniendo al fuego una paella con un chorro de aceite.
(¿La paella ya hecha? ¿Y con un chorro de aceite? ¡Ay, si nos oyeran los buenos cocineros!)


Corrección

1. Como todo buen comensal y respetuoso con el idioma debe saber, lo que se comen realmente con gusto son las albóndigas. (Aquí la confusión de las consonantes bilabiales ha tenido la culpa, y ha ganado la más fácil, la m.)

2. Los canalones los vamos a dejar para el sistema del desagüe de los edificios y poco más. En el plato se sirven, eso sí, acompañados de una besamel en condiciones, los canelones (con e, en vez de a).

3. Las especies (la primera acepción del diccionario de la R. A. E. las define como "conjunto de cosas semejantes entre sí por tener uno o varios caracteres comunes") van por un lado y las especias (aquí con a, en vez de e) por otro, especialmente en los pucheros.

4. Las croquetas han sufrido continuamente serios atentados lingüísticos y así se les ha llamado de varias formas entre las que perviven cocletas o cocretas. Menos mal que en su constitución culinaria han experimentado excelentes progresos de gustos y sabores.





5. Finalmente, en este ejemplo lo que ha fallado ha sido copiar el término que en catalán se utiliza para nombrar la sartén (paella en el idioma de Verdaguer; así la expresión que en castellano dice "Tener la sartén por el mango", en catalán su equivalente es "Tenir la paella pel mànec").

Vamos, pues, a tener bien cogida la sartén por el mango en esto de emplear correctamente nuestro idioma.

lunes, 21 de febrero de 2011

Memorias de un jubilado



Otro año más



Ayer cumplí muchos años y hoy es el primer día del resto de mi vida. Dicho así da gozo, es como volver a empezar. Ir hacia donde nació tu río y empezar a recorrer su cauce nuevamente.

Me dicen los míos que vivo muy pendiente de mi pasado, de mi ciudad natal y de los recuerdos que me trae aquel mundo primero que me enseñó a ver la vida y a crecer con ella, por ella y para ella. Pero a mí me gusta tener muy presentes mis cimientos porque sin ellos no se aguanta el andamio actual que me sostine. Y lo que soy hoy se lo debo en gran parte a lo que fui durante mis sucesivas etapas vitales. Y la primera, la de la infancia, es la que da sostén de sueño y realidad a esta que comienzo hoy.

Por ello quiero traer aquí un sonetillo que incluí en un cuaderno inédito que titulé Monólogo interior (1998) y que hace poco más de un mes volví a publicar en Hacia la luz, poemario que puede encontrarse en Bubok.





He aquí el mencionado sonetillo:


Nací en Zamora la austera,
la enamorada del Duero,
la que cantó el Romancero
mística, noble y guerrera.


Dejé su verde ribera
cuando aprendí a ser romero,
dejé el latido primero
de la vida verdadera.


Pero sigo estando allí
porque allí sembré la huella
de aquel niño que yo fui.


Y a pesar de la distancia,
aún brilla aquella estrella
que me iluminó la infancia.

Sin embargo, me agarro a estos días de febrero luminosos con la fuerza que me dan los que me rodean y confirman mi futuro, entre ellos mis dos nietos. De ahí que, aunque sea muy importante respetar el pasado, lo es más querer con todas las ansias el presente, que es el que te guía hacia el mañana vivo y esperanzado. Cuando en la fiesta familiar soplaba ayer las típicas velas del pastel, deseé con toda el alma que estos dos pequeños, sangre de mi sangre, alarguen mi río y lo hagan digno con el testimonio de sus propias vidas.



viernes, 18 de febrero de 2011

Esto es el sur

Esto es el sur (3)


Al fin el viaje, todo viaje, acaba. De este por el sur del Meditarráneo conservaré algunos pellizcos y cuando mañana diga adiós a estos parajes, me llevaré cuatro o cinco cosas que no tienen parecido con las de ningún otro sitio. He aquí algunas.




La esbelta plaza de toros de Roquetas de Mar, en cuyo museo taurino pueden observarse carteles de las principales plazas de toros de España, trajes de luces, cabezas de toros disecadas, reseñas de los hitos más importantes de la historia del toreo o la escultora de este toro delante de la Plaza.


La excursión al Cabo de Gata un día en que el viento azotaba cualquier esperanza de que saliera bien la visita, pero que al fin pudimos contemplar la imagen del faro desde una curva del acceso volcánico a riesgo de salir volando hacia el mar.

jueves, 17 de febrero de 2011

Teatro Adaptado

Quien mal anda mal acaba



Después de algunas entradas sin hablar del Teatro Adaptado, traigo hoy una adaptación personal de la famosa obra del dramaturgo mejicano Juan Ruiz de Alarcón (Ciudad de Méjico, 1580 - Madrid 1640, y autor, entre otras obras, de Las paredes oyen, Ganar amigos, La prueba de las promesas o La verdad sospechosa), cuyo título encabeza la entrada presente. Que aproveche




QUIEN MAL ANDA MAL ACABA,



PERSONAJES (Por orden de aparición)

ALDONZA DE MENESES, dama de alta alcurnia castellana
TRISTÁN, criado de doña ALDONZA
ROMÁN RAMÍREZ, morisco converso
DEMONIO
DON JUAN DE TORRES, prometido de doña ALDONZA
LUCAS, criado de de don JUAN DE TORRES
DON FÉLIX CALDERÓN, amigo de don JUAN DE TORRES
PRIMER FAMILIAR DEL SANTO OFICIO
SEGUNDO FAMILIAR DEL SANTO OFICIO


La acción transcurre en Castilla en tiempos pasados.

PRIMER CUADRO.

Venta del camino. Una carroza se detiene en la puerta. TRISTÁN baja del pescante para abrir la puerta del carruaje. Desciende de ella doña ALDONZA con la ayuda de su criado. En la fuente cercana se halla ROMÁN RAMÍREZ, que asiste a la escena.

ALDONZA. Habla con el ventero para que disponga una habitación para pasar esta noche. Mañana temprano saldremos para Deza.
TRISTÁN. Sí, señora. En cuanto recoja el carruaje en los establos de la venta, haré lo que pedís.
(ALDONZA entra en la venta. TRISTÁN va hacia los caballos para efectuar lo que ha dicho. ROMÁN se acerca a él.)
ROMÁN. ¿Quién es esa dama tan hermosa a la que sirves con tanta delicadeza?
TRISTÁN. Es mi señora doña Aldonza de Meneses. Y sí, es muy hermosa, pero no para vos.
ROMÁN. ¿Por qué no?
TRISTÁN. Porque está prometida con don Juan de Torres, un caballero muy importante de Deza, adonde nos dirigimos para contraer casamiento mi señora.
(Tira de los caballos y se los lleva detrás de la venta, donde se hallan los establos.)
ROMÁN. (Aparte.) Pues juro que esa beldad sólo será para mí. (Da unos pasos hacia la embocadura y allí alza los ojos.)
¿Hay un demonio que escuche
Estas quejas, estas voces,
Y por oponerse al cielo,
Dé remedio a mis pasiones?
(Se oye una pequeña explosión y a su derecha, entre una nube de humo, aparece el DEMONIO vestido de rojo, con cuernos y rabo del mismo color.)
DEMONIO. ¿Quién osa así molestarme?


ROMÁN. Un hombre que arde en deseos por una mujer que está dispuesto a todo por conseguir sus favores.
DEMONIO. Poco a poco, ruin mortal. ¿Qué estás dispuesto a ofrecerme a cambio de que te conceda lo que pides?
ROMÁN. Estoy dispuesto a adorarte como a mi único Dios. ¿Me darás lo que pido?
DEMONIO. Sea, pero con una condición.
ROMÁN. ¿Cuál?
DEMONIO. Que te presentes en Deza como médico.
ROMÁN. ¿Sólo eso?
DEMONIO. Y que te hagas llamar Demodolo.
ROMÁN. ¿Demodolo? Vaya nombrecito. Pero vale. A cambio, tú debes impedir el casamiento de Aldonza con ese caballero de Deza, don Juan de Torres.
DEMONIO. Eso déjalo de mi cuenta. Pondré en los ojos de Aldonza un hechizo que le hará ver a su prometido como al homnbre más horrible del mundo y sentirá verdadero asco de él. Y ahora cumplamos con las fórmulas requeridas del pacto. Sígueme hasta el abrevadero.( Una vez allí los dos, saca de debajo de su vestimenta un pergamino y una pluma y se los ofrece a ROMÁN.) Debes firmar este acuerdo con tu sangre.
ROMÁN. (Se hace una herida en la mano con un cuchillo y, tras mojar la pluma en la sangre de la herida, firma al pie del pergamino.) Ya lo tienes firmado. Ahora, que suceda todo según nuestros deseos.
(El DEMONIO recoge el pergamino y, tras una nueva explosión, desaparece en una nube de humo.)
(ROMÁN entra en la venta.)


SEGUNDO CUADRO

Casa de doña ALDONZA en Deza. La dama se encuentra en su aposento bordando un pañuelo en un tambor.

TRISTÁN. (Entrando.) Señora, el caballero don Juan de Torres pide su consentimiento para presentarle sus respetos.
ALDONZA. (Deja el bordado.) Hazle pasar.
(El criado sale. Al poco tiempo entra en la sala don JUAN DE TORRES.)
JUAN DE TORRES. (Besándole la mano.) Señora, a sus pies.
ALDONZA. (Le mira a la cara e instintivamente aparta la mirada con gesto de repugnancia.) Me va a tener que perdonar, caballero, pero un súbito dolor aquí en el pecho me impide seguir hablando. Le ruego que me excuse. (Va hacia la puerta. La abre y vocea.) Tristán, Tristán.
TRISTÁN. ¿Qué le ocurre, señora?
ALDONZA. No me encuentro bien. Acompaña al caballero hasta la salida.
JUAN DE TORRES. (Afligido.) ¿Cuándo podré verla de nuevo? No olvide el compromiso que tiene contraído conmigo.
ALDONZA. De momento será mejor que pospongamos nuestro matrimonio. Mi criado se pondrá en contacto con usted cuando me reponga. Adiós, caballero. Y excúseme otra vez.
JUAN DE TORRES. (Apesadumbrado.) Está excusada. Adiós y quiera Dios que pronto recupere la salud.
(Sale acompañado de TRISTÁN.)
ALDONZA. (Aparte.) Dios mío, ¡cómo puede haber un hombre con el rostro tan horrible! ¿O son mis ojos solamente que lo ven así? No sé qué me ha ocurrido en cuanto le he visto la cara. Espero que con el tiempo se me pase esta horrible sensación.




TERCER CUADRO

Casa de don JUAN DE TORRES. El caballero se halla postrado en su cámara, meditabundo y triste.

JUAN DE TORRES. (Aparte.) No comprendo qué está pasando. Esperaba que mi prometida doña Aldonza me recibiera de mejores modos. Sin duda, el viaje de Madrid aquí no le ha sentado nada bien. Deseo fervientemente que todo este mal trago pase lo antes posible y pronto podamos los dos, de común acuerdo, empezar los preparativos de nuestra boda.
(Tras llamar a la puerta, aparece LUCAS, su sirviente.)
LUCAS. Señor, su amigo don Félix desea verle.
JUAN TORRES. Hazlo pasar. Gracias, Lucas.
(Sale LUCAS y entra don FÉLIX CALDERÓN.)
FÉLIX CALDERÓN. (Se acerca y le da la mano.) ¿Cómo te encuentras hoy?
JUAN DE TORRES. (Haciéndole un gesto para que se siente a su lado.) Igual que ayer y anteayer. Lleno de malos augurios.
FÉLIX CALDERÓN. Anímate, pronto podremos celebrar, tal como habíamos convenido, nuestras dos bodas, la tuya con Aldonza y la mía con tu hermana Dorotea.
JUAN DE TORRES. No soy yo quien tiene que animarse. Es mi prometida. Aún sigue enferma y no da señales de vida para que la vaya a visitar de nuevo.
FÉLIX CALDERÓN. Tengo remedio para eso.
JUAN DE TORRES. ¿Para qué?
FÉLIX CALDERÓN. Para curar la extraña enfermedad de Aldonza. Acaba de llegar a Deza un médico cuya fama le precede. Se llama Demodolo y tengo entendido que realiza prodigiosas curaciones.
JUAN DE TORRES. ¿Prodigiosas curaciones? Que no se hable más. Contrataré los servicios de ese doctor curalotodo para que vaya a visitar a Aldonza lo antes posible. Gracias, amigo.
FÉLIX CALDERÓN. No me las des. Verás cómo todo se arregla y podremos casarnos en el día previsto.
(Entra LUCAS con una nota.)
LUCAS. (Se la da a su señor.) Tristán, el criado de doña Aldonza, ha traído esta nota para usted.
JUAN DE TORRES. Gracias, Lucas. Prepara un refrigerio para don Félix y para mí.
LUCAS. Al momento, señor. (Sale.)
(Don JUAN DE TORRES desdobla el papel y lee en silencio su contenido. Luego sonríe.)
FÉLIX CALDERÓN. ¿Buenas noticias?
JUAN DE TORRES. Insuperables, amigo mío. Aldonza quiere recibirme.
FÉLIX CALDERÓN. Tú lo has dicho: insuperables. Empieza a haber luz en el horizonte.

CUARTO CUADRO

Casa de doña ALDONZA. Le acompaña don JUAN DE TORRES.

ALDONZA. (Bordando.) Le he hecho llamar, don Juan, para comunicarle que mi enfermedad me impide encarar con claridad la importante decisión de contraer matrimonio con usted.
JUAN DE TORRES. Precisamente de eso quería hablarle yo.
ALDONZA. ¿De nuestro matrimonio?
JUAN DE TORRES. No, de la enfermedad que padece usted, Aldonza… y de su curación.
ALDONZA. ¿De mi curación?
JUAN DE TORRES. En efecto. Acaba de llegar a Deza un doctor que hace milagros. Se hace llamar Demodolo y he tenido el atrevimiento de invitarle a que venga a esta casa para visitarla a usted.
ALDONZA. ¿A mi casa?
JUAN DE TORRES. Sí. De hecho ya está esperando en la sala contigua, esperando a que usted me lo indique.
ALDONZA. Pues si es para curarme, no le hagamos esperar más.
(JUAN DE TORRES va hacia la puerta, la abre y sale un momento para volver a entrar acompañado del doctor Demodolo, es decir, ROMÁN RAMÍREZ.)
ROMÁN. Buenos días, señora, me llamo Demodolo.
ALDONZA. Buenos días, doctor. Me han dicho de usted que obra milagrosas curaciones. ¿Quiere curarme a mí?
ROMÁN. (Se acerca a la enferma y le toma el pulso.) Ya veremos, señora, ya veremos. (Pausa.) En primer lugar, veo por el pulso y su rostro que usted se encuentra hechizada. (Mira a don JUAN DE TORRES.) Hechizada, sí. Sin duda, algún amante celoso le ha hecho objeto de algún maleficio.
ALDONZA. (Turbada ante la apostura del doctor que la está examinando.) Siga, siga hablando, Demodelo, digo Demodolo.
(ROMÁN le besa la mano. ALDONZA se sonroja.)
JUAN DE TORRES. (Molesto por la situación. A ROMÁN.) Creo, doctor, que se está extralimitando en sus funciones.
ROMÁN. (Visiblemente enfadado.) Sólo quiero curar a esta mujer enferma. Pero si no quieren, me marcho ahora mismo.
(Sale de escena.)
ALDONZA. (Muy enfadada.) Creo, don Juan, que usted odia al doctor porque ha descubierto mi maleficio. Y si no hace que vuelva Demodelo, digo Demodolo, a mi casa, olvídese de contraer matrimonio conmigo.
JUAN DE TORRES. (Preocupado.) Si es eso lo que quiere, Aldonza, cuente con ello. Ahora mismo hago las gestiones pertinentes para lograrlo. Si me excusa…
ALDONZA. Le excuso.
JUAN DE TORRES. Nos veremos muy pronto, señora.
(Sale.)



QUINTO CUADRO

Casa de don JUAN DE TORRES. Éste y ROMÁN.

JUAN DE TORRES. Gracias por acudir a mi casa. Le he mandado llamar para hablarle de la enfermedad de doña Aldonza.
ROMÁN. Hace usted muy bien, porque yo también quería decirle algo acerca del maleficio que sufre su prometida.
JUAN DE TORRES. (Vivamente interesado.) ¿Y qué es?
ROMÁN. Quería decirle que al fin he descubierto quién es el hechicero que ha obrado sobre doña Aldonza.
JUAN DE TORRES. ¿Quién es?
ROMÁN. He logrado averiguar que su nombre es don Félix Calderón.
JUAN DE TORRES. (Extrañado.) ¿Don Félix? ¡No puede ser!
ROMÁN. Lo es. Incluso ronda a veces la casa de doña Aldonza.
JUAN DE TORRES. ¡Es increíble!
ROMÁN. Pues creáselo. Y otra cosa. Prométame guardar el más inviolable secreto sobre lo que le he dicho, y a nadie, a nadie, debe decirle absolutamente nada. Prométamelo.
JUAN DE TORRES. (Visiblemente afectado.) Se lo prometo. A cambio, prométame usted, doctor, volver a visitar a doña Aldonza en cuanto pueda.
ROMÁN. Se lo prometo. En cuanto pueda, iré a hacerle una nueva visita. Y ahora, si no tiene más que pedirme, me voy. Un paciente me espera.
JUAN DE TORRES. Vaya, vaya. ¿Nos veremos?
ROMÁN. Nos veremos.
(Sale.)



SEXTO CUADRO.

De noche, frente a la casa de doña ALDONZA, acecha en la sombra don JUAN DE TORRES.

JUAN DE TORRES. (Aparte.) La cosa pinta mal. Hay algo en todo este enredo que no acabo de entender. Don Félix Calderón, mi mejor amigo, anda metido en este lío. Quizás si sorprendo algo raro en la casa de mi prometida, pueda resolver este rompecabezas. (Pausa. Sale de la casa de doña ALDONZA un embozado.) Ahí está el principio de la solución a mi problema. Ese embozado debe de ser sin duda don Félix. Saldré a su encuentro y le exigiré una explicación. (Deja que se acerque el embozado y sale a su encuentro.) ¡Alto ahí, amigo de la noche y de la perversidad!
EMBOZADO. (Aparte.) Este necio no sabe que yo soy el demonio, el autor de todo este embrollo. Sin duda me ha confundido, tal como deseo, con su amigo don Félix Calderón. Sigamos que siga la farsa. (Pausa.) ¿Quién se atreve a detenerme?
JUAN DE TORRES. Alguien que quiere acabar con tu traición.
EMBOZADO. Pues si quieres acabar con mi traición, antes debes matarme.
JUAN DE TORRES. Si así ha de ser, así será. (Saca la espada y le ataca.)
EMBOZADO. (Saca también la espada y le para el primer golpe.) No creas que te será fácil.
(Cambian los aceros unos segundos.)
JUAN DE TORRES. (Tras un amago, logra engañar a su adversario y le atraviesa el corazón.) Toma y deja volar tu alma traicionera.
EMBOZADO. Me has matado. Has matado a tu mejor amigo. (Cae al suelo.)
JUAN DE TORRES. (Guardando la espada.) Un obstáculo menos.
(Sale de escena. Del bulto del embozado caído sale una nube de humo y luego desaparece. Suena una carcajada.)



SÉPTIMO CUADRO

Interior de una iglesia, donde don JUAN DE TORRES se ha refugiado tras matar al que creía don FÉLIX CALDERÓN.

JUAN DE TORRES. (Aparte.) Ahora me arrepiento de haber dado muerte a mi mejor amigo, don Félix Calderón. Y además, he dejado a mi hermana Dorotea sin marido. El problema se ha agravado. Porque cuando se entere doña Aldonza de lo que he hecho, nada querrá saber de nuestro matrimonio. (Pausa. Se oyen unos pasos.) ¿Quién es?
FÉLIX CALDERÓN. Soy yo, tu amigo Félix Calderón.
JUAN DE TORRES. (Sobresaltado.) ¿Qué haces tú aquí?
FÉLIX CALDERÓN. ¿Qué te ocurre, amigo? Parece que estás viendo un fantasma.
JUAN DE TORRES. Aún no has respondido a mi pregunta. Y te la repito: ¿Qué haces tú aquí?
FÉLIX CALDERÓN. Sólo he venido a darte ánimos.
JUAN DE TORRES. (Aparte. ) Sin duda este es otro de sus hechizos. Acabo de matarle frente a la casa de doña Aldonza y se presenta aquí tan fresco para turbarme más. (A FÉLIX CALDERÓN.) ¿Quién eres realmente?
FÉLIX CALDERÓN. (Palmeándolo en el hombro.) No debes temer nada de mí. Soy tu amigo y siempre lo seré. Vamos a casa y allí verás las cosas de otro modo.
(Más sosegado, don JUAN DE TORRES se deja llevar por su amigo. Salen.)



OCTAVO CUADRO

Casa de ROMÁN.

ROMÁN. (Leyendo una carta de doña ALDONZA DE MENESES.) “…Con ello quiero decirle, doctor, que esta mujer que usted ha tratado con tanta dedicación y delicadeza, desde hoy mismo se considera su más ferviente deudora. Si desea obtener algo de mí, lo que sea, no tiene más que pedírmelo. Hágalo a través de mi fiel criado Tristán. Suya, doña Aldonza de Meneses.” (Aparte.) Mía, mía. Sólo faltan un par de detalles y al fin lograré apagar este fuego que me quema el corazón desde el primer día que la vi. (Suenan golpes en la puerta.) Será Tristán, el criado de doña Aldonza.
(Abre y aparecen DOS FAMILIARES DEL SANTO OFICIO.)
PRIMER FAMILIAR. Román Ramírez, convicto de practicar en secreto la religión de Mahoma…
SEGUNDO FAMILIAR. Román Ramírez, fugado de Toledo tras ser condenado por ello…
LOS DOS FAMILIARES. Date por prendido por el Santo Oficio.
ROMÁN. (Asustado, invoca al DEMONIO.) Satanás, tú que lo puedes todo, líbrame de este trance.
VOZ DEL DEMONIO. Lo siento, amigo, pero a tanto no alcanza mi poder. Éstas son cosas de Dios y contra Él nada puedo.
PRIMER FAMILIAR. Es verdad. Nada puede Satanás contra Nuestro Señor.
SEGUNDO FAMILIAR. Y ahora, otra verdad: Vente con nosotros, que la justicia espera castigarte como mereces.
(Se lo llevan.)
Algún tiempo después Román Ramírez murió en la hoguera.
Y en Deza se casaron, libre al fin doña Aldonza de la influencia diabólica, ésta con don Juan de Torres, y don Félix Calderón con Dorotea, hermana de don Juan.

FIN




miércoles, 16 de febrero de 2011

ESTO ES EL SUR

Esto es el sur (2)


¡Qué diferente el tiempo de esta mañana durante el paseo de ida y vuelta al pueblo vecino! Luminoso y cálido, todo a nuestro alrededor parecía esperar para florecer a nuestro paso. Los grupos de palmeras en la playa, la franja de plata en el mar, los negritos llegando con su mercancia de reventa a lomos de sus bicicletas hasta el trozo de pretil que covierte en mostrador de su tienda al aire libre, el violinista callejero que en el teatro humilde de un banco monta su solitaria orquesta de llantos, los chiringuitos abriendo sus puertas y preparando las mesas para más tarde, los extranjeros que colocan sus hamacas delante de sus pequeños chaletitos, en el filo de la ley de costas, para entregarse a su quehacer favorito: ligar bronce andaluz…
Y el pueblo de los grandes contrastes, el del faro romántico asomado a las rocas del mar convertido en sala de exposiciones pictóricas, y el mar de plástico que a las afueras extiende sus olas de verdura por media España, el del Castillo de Santa Ana, orgulloso de su antigüedad y prosapia histórica, y el mármol de la fuente de las Tres Caravelas y el de la nueva iglesia, que orgullosa de ser moderna, parece despreciar el solar de tierra donde se levanta y las casas baratas que se esconden avergonzadas a su espalda.

La tarde se va apagando y extiende una capa de gris olvido sobre la luz y la placidez que hemos disfrutado esta mañana.

martes, 15 de febrero de 2011

ESTO ES EL SUR

Esto es el sur (1)


Esto es el sur. El aire agita las peinetas de las palmeras. Desde el balcón del hotel se ve el Mediterráneo, una presencia azul imperturbable.
Nada más llegar a este rincón de sol, el jardín nos espera entre piscinas vacías y hamacas espectantes. La anea de los sillones se despereza al sol, ajena a los turistas. Damos un breve recorrido de aproximación, para conocer el sitio en que vamos a vivir unos días. La sala de la televisión, la pista del baile, la zona hidrolúdica, los ascensores exteriores asomados al mar…


El Paseo del Mar es una rambla donde un río de gente se cruza con otro río que hace desporte, toma el sol, curiosea entre los puestos de los negritos que venden bisutería, bolsos de imitación o música pirata, o se para a echar unas monedas al escultor que esculpe con arena de la playa animales vencidos y sirenas con sujetadores de conchas. La orilla está sembrada de cañas de pescadores, y en los columpios de un pequeño parque infantil, abierto entre un grupo de palmeras, unos niños juegan ante la mirada atenta de sus padres. Mientras que, instalado en el mismo paseo, un grupo de casitas habitadas por extranjeros bronceados y posiblemente puestas en tela de juicio por la ley de costas se asoman a esta vida precipitada e inquieta.

viernes, 11 de febrero de 2011

MEMORIAS DE UN JUBILADO

A vueltas con la poesía


Cuando llegué a Barcelona, ahora hace cuarenta y siete años, hice amistad con un grupo de jóvenes pintores catalanes que me llevaron en volandas por la Barcelona de Gaudí y Picasso, entre visitas paralelas a las cantinas y a los museos.
El arte y la poesía, envueltos por un aire de cercana bohemia, explotaron en mi vida. Especialmente, el primero. Porque la poesía ya la había vivido yo en mi Zamora natal y había hecho mis primeros pinitos, que conservaba en algunos cuadernos que confié durante un tiempo a uno de los artífices del grupo, el pintor barcelonés A. S. Casals, amigo hasta la fecha. En esos cuadernos había plasmado, entre otros motivos y sensaciones mi afición por Bécquer y los recuerdos en carne viva aún de mi ciudad natal. En nuestras reuniones, las más importantes de las cuales tenían lugar en el estudio de mi amigo, no parábamos de hablar de poesía y los poetas y muchas veces me pedía que le recitara versos míos.

Fue precisamente A. S. Casals quien me aconsejó publicar algún libro mío. No lo haría hasta 1978, en que di a conocer mis Cangilones de vida. Sin embargo, antes aparecieron algunos poemas míos en revistas y cuadernos que tenían que ver con las propias exposiciones de pintura de mi amigo.

Entre Cangilones y el último hasta la fecha, Hacia la luz, han pasado más de cuarenta años, y ni un momento de mi vida he dejado de escribir poesía. En sucesivas entradas del blog iré hablando de los títulos que jalonan mi trayectoria poética.

En esta trataré de Hacia la luz, libro que acaba de aparecer en Bubok y ahí puede acceder fácilmente quien esté interesado en saber más de mi poesía. Se trata de una coleción de poemas rescatados de publicaciones (revistas, plaquetas, antologías, libros, etcétera) agotadas o muy difíciles de encontrar en el mercado editorial. Abarcan precisamente desde aquel 1978 de Cangilones hasta 2009. Creo que lo interesante de esta colección, de casi doscientas páginas, estriba en la oportunidad de ofrecer en el mismo libro gran parte de mi evolución poética.

He aquí una muestra:

Con voz y sangre de soneto escribo
cuanto me dicta el río de la vida,
haciendo de la orilla luz y herida,
enmienda y manual de lo que vivo.

Y así si en vez de odio amor recibo,
entiendo que mi estrella está encendida.
Y si en vez de calor, piedra aterida,
aprendo de ese brillo negativo.

Lo que importa es amar contra corriente,
subir las cuestas del agreste olvido
y del quieto pasado hacer presente.

De este modo mi río, puente a puente,
llevándose en su espejo lo vivido,
camina hacia su mar, alta la frente.

jueves, 10 de febrero de 2011

EL POEMA DEL MES

TREPANDO HACIA LA LUZ

Salir a ver el mundo y comprobar
las pálidas monedas del olvido,
las olas de la edad
o las lluvias que el árbol necesita
para seguir trepando hacia la luz.

Y poco a poco ver cómo madura
el árbol con sus sombras más humanas,
aun sabiendo que dentro, por la savia,
boga la muerte hacia su puerto.



Como la fruta
bajo la ley del tiempo y de la espera,
como el vino sujeto a los rigores
y disciplina de la fiel bodega.

La dura vigilancia,
las condenas
que nos suben al cielo
o nos sepultan entre las miserias.

Celebrar la madurez,
crecer en la madera
como una yedra fiel. Oh, sacramento
del vino en nuestra fiesta,
que en vez de emborrachar cura y alegra.

Celebrar la madurez
de la fruta que espera
entregarse a la boca de la vida
como el grano a su surco fiel se entrega.

Nos alza el sol del día como a un fruto
pendiente de su rama. Todavía
seguimos un día más entre el asfalto
comido de remiendos y la cúpula
del cielo salpicada de humo y polvo.



Peinémonos las canas del olvido
y mintamos al mar donde aún estamos
sufriendo de oleaje. El corazón
nos late todavía en su desván
de dudas y temores. Aún podemos
alegrarnos el alma con masajes
de esperanza y caricias de los nietos.
En el fondo añoramos otro abril
al limpiarnos los labios de cerveza.

Comprueba que muy poco
te queda ya de aquel árbol primero
de la tierra que te daba luz y alma.
Mejor que te acostumbres a este cielo
de tarde que se cae sobre tus ramas
y las besa con un poco de sol.

Aún puedes soñar en otras albas
y en el milagro de otro nido
cantando entre tus ramas.

Tu otoño es este otoño.
El pasado es estéril
y un cálido veneno la nostalgia.

(De mi libro inédito Acto de humildad)

miércoles, 9 de febrero de 2011

PROSAS DE ANTAÑO

5. Ranas

El tren corría alegre y paralelo al mar. La chica volvió a la lectura.

"En un abrir y cerrar de ojos salió de su hueco y se sentó sobre el escalón superior, apoyó los codos en las rodillas y se puso a hablar:
--Mientras lleves encima ese librito de la rana, no tengo otro remedio que ponerme a tu servicio. Yo conocí bien el mundo de los pícaros, vagabundos y gente de mal vivir que pululaban como bichos irredentos por las grandes ciudades españolas, donde solían reunirse en lugares sólo concurridos por gentecilla de su clase, en los Percheles de Málaga, el Compás de Sevilla, el Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, la Playa de Sanlúcar o el Potro de Córdoba, formando extrañas cofradías. El centro de operaciones era el burdel y sus actividades eran, entre otras, asesinatos pagados, robos y hurtos, venganzas, engaños y delitos y faltas graves de todo tipo contra el resto de la sociedad, y para llevarlas a cabo se valían de cebos, reclamos, espías, alcahuetas, exploradores, una hueste de seres especializados en las artes del robo y en la destreza con el cuchillo; para mayor éxito de sus trapacerías contaban con la complicidad de algunos alguaciles, que hacían oídos sordos y ojos ciegos a cuanto oían y veían a su alrededor para luego ser recompensados por los malhechores. Muchos de nosotros, los escritores, nos servíamos de los conocimientos que teníamos de sus andanzas para llenar nuestros relatos con ellas y con sus comidas, sus costumbres, sus vidas miserables y sus muertes afrentosas, la mayoría de las veces.
En ese momento hizo su aparición el dueño de la casa y me pidió que ya era hora de que volviera a utilizar mi libro talismán. Así lo hice. Y entonces todo empezó a cambiar a mi alrededor, las paredes, las escaleras, las pinturas... Dentro de mí los huesos, las venas y los músculos parecían descomponerse como si fuera agua dentro de una jarra sacudida por un energúmeno. Menos mal que no llegué a sentir el final de mi desintegración porque antes se me fue el sentido.
Cuando abrí de nuevo los ojos descubrí los bajos de una estantería atestada de libros de todos los tamaños y colores. Y mientras me incorporaba fui echando una ojeada al resto de la estancia. Se trataba de una especie de buhardilla llena de estanterías con libros de todas clases, algunas vitrinas con diversas colecciones, un par de aparatos de radios antiguos, una mesa baja con objetos de adorno y a su lado un sillón de lectura situado justo bajo la claraboya del tejado. Lo primero que examiné fue la colección de libros de cocina, que abarcaba las dos estanterías del ángulo derecho. Había unos cuantos volúmenes escritos en francés, otros en lengua catalana y el resto en el idioma de Cervantes.


Luego eché un vistazo a las otras cosas que había en la buhardilla. Intenté poner en marcha las dos radios antiguas y miré en su interior tras retirar las tapas de cartón duro que ocultaban a la vista las lámparas, resistencias y demás componentes de las tripas del aparato, sin saber qué estaba buscando. Luego abrí las vitrinas para examinar su contenido; en una de ellas había insectos clavados con alfileres en cajas divididas en pequeños compartimentos, sobre todo, mariposas, cuyas alas, abiertas, presentaban en su mayor parte el color amarillo; en otra, ranas de todo tipo, y eso me encantó sobremanera pues yo soy un compulsivo coleccionista de ranas y tengo en casa más de trescientas réplicas de este simpático batracio; había allí ranas que hacían de cenicero, de pinza, de linterna, de mechero, de anzuelo, de sujetapelo, de vela; ranas con libros en ademán de leer, con paraguas, con instrumentos musicales; ranas de conchas, de plástico, de goma, de hojalata, de hierro, de madera... Fue divertido comparar algunos modelos de la vitrina con los que yo tenía en casa y, curiosamente, había allí una rana dorada, como de oro, con una coronita en la cabeza, que era igual que una mía que encontré en Tossa de Mar, en una tienda de recuerdos el último día de las vacaciones del último verano, caída detrás de otras en la repisa donde la dueña mostraba al público otras ranas, y que me llevé sin pagar junto a otra que era una marioneta de madera articulada que movía los brazos y las piernas si se le tiraba de unos hilos, que sí pagué con mucho gusto porque me pareció muy original.
Con la imagen de la dorada ranita en la cabeza, pasé a examinar los objetos que adornaban la mesa bajita de la estancia. Me llamó la atención un gran caracol de piedra, tal vez un fósil, con cuyo peso sujetaba unos papeles medio escritos con una letra nerviosa y sin duda apresurada. Enseguida me olvidé del caracol y del resto de las cosas que había sobre la mesa para leer aquellos papeles. Era una lista de libros, algunos de cuyos títulos aparecían acompañados de unas letras y unos números que relacioné pronto con las letras y los números en que se organizaban los estantes de libros que cubrían las paredes de la buhardilla. Las letras eran las tres siguientes: A, N, R, mientras que los números eran estos cuatro: 2, 3, 4 y 5. Tres letras y cuatro números. Las letras, así, de repente, nada me dijeron, pero tras unos minutos de reflexión llegué a la conclusión de que combinándolas daban el nombre de RANA, añadiendo una A, claro, y siempre teniendo en cuenta que había cuatro números que se relacionaban con ellas. Poco a poco fui atando cabos hasta dar con las siguientes combinaciones de letras y números: primera, A-2, A-3, N-4, R-5; segunda, N-2, R-3, A-4, A-5; tercera, R-2, A-3, A-4, N-5; la cuarta salía de ordenar las letras para formar RANA, es decir, R-2, A-3, N-4, A-5. De todo lo anterior deduje que las letras y números que se repetían relacionados entre sí eran: A-3 (tres veces), A-4 (dos veces), A-5 (dos veces) R-2 (dos veces), N-4 (dos veces). Eliminando las combinaciones que no se repetían, me quedé con los libros que correspondían a las anteriores, es decir, que de la sección A extraje los libros que ocupaban los lugares 3, 4 y 5 del estante correspondiente y los dejé sobre la mesa; a continuación hice lo mismo con el libro que ocupaba el segundo lugar del estante R, y con el cuarto de la hilera señalada con la letra N. Tres de ellos pesaban mucho más que los otros a pesar de que eran iguales de tamaño. Eso llamó mi atención más que sus títulos (La novela picaresca, Los treinta mil mejores versos de la lengua castellana y Diccionario de ocultismo) y los abrí sin más demora. Se trataban lisa y llanamente de tres estuches, pues tenían pegadas sus páginas mitad y mitad y ahuecadas adecuadamente para ocultar el primero dos botellitas llenas de un líquido rojo claro, cuyas etiquetas decían, una, “Vino para ir”, y otra, “Vino para volver”; el segundo, contenía una caja de bronce con este letrero: “Si accedes a su interior, vivirás dicha y dolor”, y dentro, una llave negra de hierro con un lazo escrito atado a su ojal, en el que podía leerse: “Llave que abre cualquier puerta, ya sea viva, ya sea muerta”; finalmente, el tercer libro-estuche, el titulado Diccionario de Ocultismo escondía un envoltorio de terciopelo azul. Lo palpé y el corazón me dio un vuelco; el volumen me era conocido. Rápidamente quité el terciopelo y ante mis ojos apareció...¡la rana coronada!"





martes, 8 de febrero de 2011

LOS LIBROS QUE HAY QUE LEER

Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez


Platero y yo (primera edición, 1914) es un libro difícil de clasificar. Está a medio camino entre el cuadro de costumbres, la narración y el poema en prosa. Yo prefiero quedarme con este último género, y creo que así lo puede considerar el lector cuando entre en sus páginas.

Su autor, Juan Ramón Jiménez (Moguer, Huelva, 1881 --San Juan de Puerto Rico, 1958) obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1956 por toda su obra, en la que destaca la poesía (Arias tristes, Jardines lejanos, Diario de un poeta recién casado, Piedra y cielo, La estación total...).




Platero y yo contiene en sus casi ciento cuarenta capitulitos paralelamente pena y alegría, y especialmente mucho lirismo. Desde el primero, Platero, donde el poeta retrata a su querido burrito, hasta el último, Platero en su tierra, en el que le recuerda muerto, el lector asistirá a un sinfín de escenas infantiles llenas de ternura donde viven los juegos, las sorpresas, los miedos, los amores, los lugares preferidos, las personas y animalillos amados por los niños y el propio poeta. Mariposas blancas, juegos del anochecer, brevas, golondrinas, morideros, loros, azoteas, la primavera, verjas cerradas, aljibes, gorriones, el cura, la vendimia, tormentas, la niña chica, viejas, los Reyes Magos..., detalles pequeños que encierran los misterios más grandes de la vida y de la muerte.


Un par de ejemplos:
"Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de Platero, que está en el huerto de la Piña, al pie del pino redondo y paternal. En torno, abril había adornado la tierra húmeda de grandes lririos amarillos.
Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde, toda pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en el aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor nuevo.
Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar. Quietos y serios, sus ojos brillantes en mis ojos, me llenaban de preguntas ansiosas." (De Melancolía)






"Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: "¿Platero?", y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal..." (De Platero)

viernes, 4 de febrero de 2011

GALERÍA PROPIA

Ilustraciones de El cuaderno de Sísifo


Las cuatro ilustraciones siguientes, extraídas del poemario mencionado, han dado lugar a nuevos versos, que hoy incluyo en mi blog.



1. Puerta de doña Urraca





Por la Puerta de la Reina
sube y baja mi niñez
con un haz de sueños nuevos
y una mirada de ayer.
Sombras se abaten despacio
para no nublar mi vejez.





2. La casa de mi barrio







¿Donde están los tres balcones,
dónde el portal de los cromos,
dónde la luz que alumbraba
mi silencio, dónde todo

lo que viví bajo el cielo
de vencejos y cigüeñas
en este barrio bendito
donde nadie me recuerda?




3. Lisboa




Cerca del Tajo soñaba
mi vieja melancolía,
y el sueño se retorcía
cuando el tranvía giraba.


4. Galende




Por las calles de Galende
pasea el tiempo sin prisas.
Huele el aire a establo abierto,
a castaño, a hierbaluisa,
y entre los viejos aleros
los miedos nuevos anidan.

Galende canta la historia
de los pueblos que se olvidan.














jueves, 3 de febrero de 2011

PROSAS DE ANTAÑO

4. La novia de la Universidad




Dejó la lectura porque ya empezaban a bailarle las letras y además estaba muy cansado de las idas y venidas de todo el día y el cúmulo de emociones que le habían reportado. Diciéndose a sí mismo que mañana sería otro día, cerró el manuscrito y se acostó. Al día siguiente, antes de ir a la librería, se pasó por el carpintero para encargarle unas estanterías para la tienda. El carpintero era un tipo curioso, con unas manos habilísimas y un cerebro privilegiado. Lector y melómano empedernido, solía asistir asiduamente a una tertulia de artistas (músicos y escritores la mayoría). Él mismo había hecho en su juventud sus pinitos en la poesía y tocaba todavía una guitarra que había encontrado desahuciada en un contenedor y que dejó como nueva en su taller de carpintería. Contaba anécdotas divertidísimas sobre música y amantes de la música. Una vez, hablando con el profesor de la influencia que ejerce en los ánimos de la audición de música, le contó lo que un rey de Dinamarca, melómano sin condiciones, solía hacer para atemorizar a los impertinentes visitantes de su castillo. Y era que mandaba tocar a su orquesta particular en los sótanos del castillo y la música sonaba fantasmagóricamente por salones y corredores, con lo que duraban poco sus inoportunas visitas.
Ese día, al ver al profesor presentarse con un libro en la mano, enseguida le preguntó por él. El librero le aclaró que no era precisamente un libro, sino un manuscrito pero que, por lo que había leído hasta el momento, podía ganar en interés a muchos libros.
--¿Es de poesía, de música?
--No, es una especie de narración ambientada en la época de los Austrias.
Después el carpintero le aseguró que tendría listas las estanterías para aquella misma semana.
De vuelta en su librería, examinó el contenido de la última caja de libros. Enseguidá topó con un gran envoltorio que por el tacto podían ser cuadros. Los dejó apoyados en la pared y siguió con el examen del resto. A media mañana, se fue a tomar un café al restaurante y se encontró de nuevo con la antigua novia de Universidad, la cual, al verle el manuscrito, se interesó por él.
--Cuando acabe de leerlo te lo dejaré.
--¿Vas a seguir leyéndolo hoy?
--En cuanto termine de examinar unos libros.
--¿Y eso cuánto te llevará?
--Todo el día, supongo. Ayer no hice bien la revisión de una caja y tendría que hacerlo hoy.
--¿Por qué no hacemos una cosa? Me lo dejas ahora y esta tarde paso por la librería para devolvértelo. Tengo que coger dentro de un rato el tren para Mataró para resolver unas cuestiones y en los viajes de ida y vuelta puedo echarle un vistazo.
No se quedó muy tranquilo cuando vio a la chica irse con el manuscrito, pero recordando lo buena que estaba y lo que podía sacar a cambio, se conformó con las vueltas que da la vida y todas suelen acabar entre las piernas de una mujer.
La antigua novia de la Universidad tenía un aire a Julia Roberts, morena, alta, con unas piernas que quitaban el hipo y una sonrisa que anunciaba cien aventuras amorosas. Se sabía que varios alumnos de Comunes habían intentado en vano llevársela a la cama. Pensando en ello se subió al tren. Sólo el librero había sabido vencer su voluntad a la primera de cambio cuando le dijo aquello, sin duda aprendido en algún sitio, pero que dicho por él poseía convicción: "¿Qué tiene Julia Roberts que no tengas tú?". El vagón estaba casi vacío y se sentó junto a la ventanilla. La gente del andén se movía como hormigas en el hormiguero. No le gustó la comparación. Abrió el manuscrito al azar y empezó a leer aun antes de que arrancara el tren.

"...una enfermedad maligna me ha impedido para siempre el acto tan saludable de caminar. Hace poco me retiré a Sevilla donde espero la muerte con la satisfacción de quien ha utilizado la vida a su servicio y el tiempo para aprender despacio que contra el adiós definitivo no se puede hacer nada. Dirigí mis epigramas contra el sexo femenino, aunque siempre he sabido que la mujer, junto con el buen comer y el buen beber, es la tercera sal que puso Dios en la tierra para hacernos más suave el camino hacia la muerte..."

La joven alzó la vista para mirar por la ventana. Aún el tren no había salido al exterior y vio su rostro reflejado en el cristal. Aburridamente, pasó una página y siguió leyendo.

"Dijo y el mutismo del cuadro con el anciano de ojos risueños y mofletes rubicundos fue lo único que me acompañó en el camarote de las escaleras en cruz durante un buen rato. Debo confesar, sin embargo, que junto a ese molesto silencio me vino a la memoria de repente el recuerdo del Examen sobre El villano en su rincón que tuve que sufrir con el profesor Castro y del que apenas logré salir con un aprobado, y todo debido al soneto que se me ocurrió escribir en lo blanco de la hoja en vez de contestar a las cuestiones de la Prueba. Lo malo del recuerdo fue que enredado en él salía el dueño de la casa, el jodido Alfarache. Aunque este último detalle duró muy poco, sólo el tiempo de descubrir un ligero movimiento en el personaje que ocupaba el cuadro del brazo derecho de la cruz que formaban las cuatro escaleras del camarote
El cuadro en cuestión representaba a una mujer alta, de rostro delgado y demacrado, de edad mediana, vestida toda ella de negro, con el cuello de la capa superior abierto en abanico y el pelo, todavía negro, peinado en alto. Sin embargo, lo que más destacaba en ella y en su cara blanca como la leche, eran sus ojos, negros también y de mirada profunda y triste, que parecían querer atravesar el alma de quien osara mirarla. No pude evitar un ligero temblor al enfrentarse a la mujer que me miraba desde arriba. Pero pronto me rehíce al ver que el gesto de seriedad de la dama se cambiaba en otro de serenidad casi augusta. Luego dejó el fondo oscuro del cuadro y descendió un par de escalones hacia donde yo estaba. Un perfume de rosas y azahar se extendió por la estancia en el momento en que la dama se puso a hablar:
--Nací en Madrid y, muy joven todavía, pasé a Nápoles porque mi padre sirvió al conde de Lemos durante su virreinato allí. En Nápoles me familiaricé con la lengua italiana y sus novelistas y conocí sucesos, lugares y costumbres italianas que incluí más tarde en muchos de mis relatos. Volví a Madrid el año en que nos dejó el autor del Quijote y frecuenté algunas academias literarias donde conocí a insignes escritores como Lope de Vega, Calderón, Castillo Solórzano o Quevedo. Madrid era entonces Babilonia de las Españas, madre de la nobleza, jardín de los divinos entendimientos, amparo de todas las naciones, progenitora de la belleza, retrato de la gloria, archivo de todas las gracias, escuela de las ciencias, qué sé yo... El año de la partida al otro mundo de Lope de Vega fijé mi residencia en Zaragoza, donde publiqué mis Novelas amorosas y ejemplares, aunque pasaba largas temporadas en Jaca, en casa de un familiar de mi padre que tenía allí unas tierras. Y a partir de aquí ya no vale la pena que siga hablando de mi vida; baste decir que acabé mis días entre las paredes silenciosas y ajenas al bullicio mundano de un convento. La mujer de mi época era una esclava que vivía en el seguro refugio de la familia, en el mejor de los casos, o se metía monja para no sólo retirarse a la soledad impuesta, sino también para someterse al rigor de las reglas del convento. La mujer española de los círculos sociales conservadores y tradicionales, en especial la del burgués y el funcionario en las pequeñas ciudades y villas y la del aldeano en los pueblos, era más mujer de su hogar y de su familia que la mujer europea en general. Su educación se basaba en aprender a leer y a escribir, instruirse en la religión católica y realizar trabajos caseros propios de las mujeres, como lavar, coser, hacer la casa, cuidar de los niños y el marido y guisar. Sólo le estaban permitidos, entre los festejos públicos, asistir a las procesiones religiosas, algunas corridas de toros y las representaciones teatrales de carácter sagrado. Su modelo de conducta era La perfecta casada, del fraile agustino Luis de León. El polo opuesto de este tipo de mujer era el de la mujer de mundo que se movía en la nobleza y la burguesía de las grandes ciudades. Era una mujer alegre y desenvuelta y de moral abierta aunque sujeta siempre a las normas de un código regulador de las costumbres. Pero aún así, esta mujer vivía a plena luz y participaba de cualquier clase de diversión, sin dejar de lado actividades un tanto arriesgadas, y así, lo mismo se disfrazaba de hombre para seguir los pasos del amante infiel, practicaba el alumbramiento clandestino, abandonaba al recién nacido..., en resumidas cuentas y para que lo entiendas, era la mujer que figuraba tanto en las comedias de capa y espada como en los epigramas y sátiras de los poetas. Yo misma en mis novelas amorosas y ejemplares, llenas de adulterios, raptos, desmayos, entregas rápidas y desafíos, gusto de incluir mujeres disfrazadas de hombres, separadas, practicantes de hechizos y brujerías, mujeres, en suma, libres de sus vidas y capaces de llevar a cabo acciones que a muchos hombres harían persignarse, y es que quise acabar de una vez por todas con la corriente misógina que en nuestra literatura existía desde tiempos inmemoriales. No sé si lo conseguí, pero en mis relatos arremetí contra el hombre haciéndole engañar, acusar, abandonar y castigar a sus mujeres. Y a éstas las hice cautas aunque no fueran castas, y otras veces para conseguir al amado las hice, como antes te he dicho, hechiceras y nigromantes y tuvieron que manipular barbas, cabellos y dientes de ahorcados, así como recitar conjuros, ponerse anillos mágicos y hasta pactar con el diablo. Todo esto, te lo digo a título personal, me costó algun problema con la Inquisición. Menos mal que mi tío de Jaca, que conocía a un familiar de la entidad, me ayudó a salir del embrollo..."


miércoles, 2 de febrero de 2011

LA POESÍA DE ESPRIU EN CASTELLANO

Libro de Sinera (2)

XXV
Acaba aquí el viaje.
Cuando bajo de la barca,
sé a ojos cerrados qué tengo delante,
monte de cabras, matas de espliego,
hinojos, lechetreznas
que apenas mueven
aquellas delgadas manos del aura quieta
desvelada en la cima del Mal Tiempo.
Límites estrictos de una vieja tierra:
el séquito de los cipreses tras el carro del sol
que va traqueteando
por largos y secos senderos
y hace, al tramontar, de la pequeña colina
luz y lejanía del horizonte de poniente.
He dado mi vida por el difícil galardón
de unas pocas palabras desnudas.
He visto mi vida como un muro
en el paso y el silencio de la tarde.


XL.

Pero en el secano arraiga el pino
crecido desde él hacia el libre viento
que ordeno y digo con unas pocas letras
de una breve, noble, eterna palabra:
me alzo viejo tronco sobre la vieja mar,
doy sombra y guardo el paso de mi camino,
reposa en mí la luz y apaciguo la noche,
convierto la dura voz en desnuda roca del canto.






Setmana Santa (1)
A Tomás Garcés


I.

Eterna, noble, una palabra
en el arraigado secano.
Ahora, luz vieja, te apagas
y ya nadie se sienta a la mesa.
La verdad nos parece ficción,
se rompe en la desnuda roca del canto.
En destrozados vientos de espanto
bailan el loco y la prostituta.
Liberados, nos hemos entregado
a los podridos dedos del leproso,
al baile del crimen. Gira la veleta,
nunca paramos, pues ella es el ama.
Dentro del hielo de unos ojos de pájaro,
acecho de horcas, de los elevados
brazos de los árboles de los ahorcados.




III.

Este único vocablo nos pesa demasiado
y lo queremos pescado enharinado
en un chup-chup de aceite. Bien mirado,
¿quién de nosotros se preocupa de la fritanga?
Unos dedos de loco,
medio sangrando, la ha troceado.
Mozas de hostal nos han preparado
largas, pesadas, cojas mesas.
Nos sentamos y hacemos de las faltas
discretos razonamientos,
mientras sirven las prostitutas
a cada muerto briznas de palabras.



IV.

Briznas de palabras, despojos
de un vocablo hecho añicos
no nos benefician. Vientre adentro
se baten picos de urracas
a la conquista del tesoro
de cada trozo. Voceamos a coro,
hartos de pasar, sólo comparsas
privados de sueño y sueldo,
en farsas de los largos teatros de la noche,
hambre en escenas de banquetes.



martes, 1 de febrero de 2011

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Los fuegos artificiales

Los últimos fuegos artificiales que recuerdo son los que en Tossa viví el verano pasado. Son muy parecidos a los de Blanes y en ambos casos constituyen un alarde de pirotecnia en medio de la oscuridad que por unos minutos se abate sobre dichas poblaciones costeras. El mar se llena de reflejos multicolores y el cielo se enciende con simulacros de palmeras, lágrimas, guirnaldas y demás fuegos de artificio, mientras suenan por todas partes los estampidos de los cohetes y flotan a la deriva oscura las nubes de humo.
Mi admiración por los fuegos artificiales me viene de la infancia, de aquellos que yo vivía: primero, asomado a la barandilla del Puente para ver el milagro de luz que tenía su origen en las aguas del Duero y adquiría su éxtasis arriba, en el cielo asombrado de Zamora; y al día siguiente, en las yerberas del río donde me hacía con restos de cohetes que no habían quemado del todo su pólvora para hacer mis propios artificios.

En mi novela recién aparecida, Una lluvia de amor bajo la lluvia, me hago eco de las emociones vividas de niño.


"Uno de estos acontecimientos, especial sin duda, era el de los fuegos artificiales que en la noche de San Pedro llenaban las aguas y las riberas de movimientos misteriosos de barcas y personal pirotécnico que estallaban, ante las miradas expectantes del gentío que se asomaba al río desde la barandilla del Puente y los pretiles de la carretera de San Frontis, en mil estampidos y otros tantos juegos de luces que convertían en claridad de día el cielo nocturno de aquella parte de Zamora, mientras flotaba en el aire quieto y caliente de finales de junio un intenso olor a pólvora quemada. Las luces en el cielo adquirían mil formas caprichosas que nos recordaban troncos altísimos de palmeras que, al llegar a lo alto, se abrían en docenas de ramas que caían, mágicamente encendidas, al río. Como seres espectrales, las barcas bogaban dejando flotar morteros que iban vomitando chorros de luz, mientras en la orilla de los cangrejos, molinillos, estrellas, fuentes y otras formas pirotécnicas se entregaban a movimientos luminosos, truenos y estampidos que nuestros ojos y nuestros oídos no daban abasto para percibirlos todos.
Cuando el silencio y la oscuridad caían de nuevo sobre el barrio, regresábamos a casa aún con las retinas y los tímpanos llenos de luces y ruidos. Y no acababa ahí la cosa porque, según habíamos quedado como todos los años, nos pasábamos la noche esperando que llegara el nuevo día para reunirnos los cuatro o cinco amigos de mayor confianza en las yerberas e inmediaciones del río donde habían tenido lugar los fuegos artificiales y recoger restos de cohetes que no habían estallado y otros pequeños reductos de pirotecnia que seguían teniendo pólvora sin quemar en su interior.
Con la mañana recién estrenada Paquito y Manolín me esperaban en la yerbera del primer ojo del Puente para iniciar nuestra rebusca de pólvora. Al cabo de una hora ya habíamos reunido un buen botín de guerra. Faltaba estudiar cómo utilizaríamos nuestros hallazgos. Eso era cuestión de otra hora larga. Escogíamos el pretil del río, junto a la fuente, para entablar nuestras discusiones, que casi siempre eran interrumpidas por la presencia de la señora Emiliana, que llegaba con su llave a realizar sus ritos acostumbrados. Después, una vez decidido nuestro plan de actuación, repartíamos más o menos equitativamente la pólvora cosechada y buscábamos una zona alejada de las miradas de los mayores.
Y acabábamos como todos los años escribiendo con pólvora nuestros nombres en el portal del Comedor de Ancianos, refugio nocturno del tío Tizas. Les prendíamos fuego para que allí durante un año más hablasen de nuestra aventura de San Pedro. Claro que cada año también alguno de nosotros salía mal librado, quiero decir, con alguna quemadura en las manos o alguna hinchazón en los dedos, aunque eso eran gajes del oficio de ser niños y añadía a nuestras historias una nueva señal de riesgo y valentía (cuando, al paso de los años, no era más que un signo inequívoco de nuestra perseverante inconsciencia infantil). (Del primer capítulo titulado El río)