jueves, 3 de febrero de 2011

PROSAS DE ANTAÑO

4. La novia de la Universidad




Dejó la lectura porque ya empezaban a bailarle las letras y además estaba muy cansado de las idas y venidas de todo el día y el cúmulo de emociones que le habían reportado. Diciéndose a sí mismo que mañana sería otro día, cerró el manuscrito y se acostó. Al día siguiente, antes de ir a la librería, se pasó por el carpintero para encargarle unas estanterías para la tienda. El carpintero era un tipo curioso, con unas manos habilísimas y un cerebro privilegiado. Lector y melómano empedernido, solía asistir asiduamente a una tertulia de artistas (músicos y escritores la mayoría). Él mismo había hecho en su juventud sus pinitos en la poesía y tocaba todavía una guitarra que había encontrado desahuciada en un contenedor y que dejó como nueva en su taller de carpintería. Contaba anécdotas divertidísimas sobre música y amantes de la música. Una vez, hablando con el profesor de la influencia que ejerce en los ánimos de la audición de música, le contó lo que un rey de Dinamarca, melómano sin condiciones, solía hacer para atemorizar a los impertinentes visitantes de su castillo. Y era que mandaba tocar a su orquesta particular en los sótanos del castillo y la música sonaba fantasmagóricamente por salones y corredores, con lo que duraban poco sus inoportunas visitas.
Ese día, al ver al profesor presentarse con un libro en la mano, enseguida le preguntó por él. El librero le aclaró que no era precisamente un libro, sino un manuscrito pero que, por lo que había leído hasta el momento, podía ganar en interés a muchos libros.
--¿Es de poesía, de música?
--No, es una especie de narración ambientada en la época de los Austrias.
Después el carpintero le aseguró que tendría listas las estanterías para aquella misma semana.
De vuelta en su librería, examinó el contenido de la última caja de libros. Enseguidá topó con un gran envoltorio que por el tacto podían ser cuadros. Los dejó apoyados en la pared y siguió con el examen del resto. A media mañana, se fue a tomar un café al restaurante y se encontró de nuevo con la antigua novia de Universidad, la cual, al verle el manuscrito, se interesó por él.
--Cuando acabe de leerlo te lo dejaré.
--¿Vas a seguir leyéndolo hoy?
--En cuanto termine de examinar unos libros.
--¿Y eso cuánto te llevará?
--Todo el día, supongo. Ayer no hice bien la revisión de una caja y tendría que hacerlo hoy.
--¿Por qué no hacemos una cosa? Me lo dejas ahora y esta tarde paso por la librería para devolvértelo. Tengo que coger dentro de un rato el tren para Mataró para resolver unas cuestiones y en los viajes de ida y vuelta puedo echarle un vistazo.
No se quedó muy tranquilo cuando vio a la chica irse con el manuscrito, pero recordando lo buena que estaba y lo que podía sacar a cambio, se conformó con las vueltas que da la vida y todas suelen acabar entre las piernas de una mujer.
La antigua novia de la Universidad tenía un aire a Julia Roberts, morena, alta, con unas piernas que quitaban el hipo y una sonrisa que anunciaba cien aventuras amorosas. Se sabía que varios alumnos de Comunes habían intentado en vano llevársela a la cama. Pensando en ello se subió al tren. Sólo el librero había sabido vencer su voluntad a la primera de cambio cuando le dijo aquello, sin duda aprendido en algún sitio, pero que dicho por él poseía convicción: "¿Qué tiene Julia Roberts que no tengas tú?". El vagón estaba casi vacío y se sentó junto a la ventanilla. La gente del andén se movía como hormigas en el hormiguero. No le gustó la comparación. Abrió el manuscrito al azar y empezó a leer aun antes de que arrancara el tren.

"...una enfermedad maligna me ha impedido para siempre el acto tan saludable de caminar. Hace poco me retiré a Sevilla donde espero la muerte con la satisfacción de quien ha utilizado la vida a su servicio y el tiempo para aprender despacio que contra el adiós definitivo no se puede hacer nada. Dirigí mis epigramas contra el sexo femenino, aunque siempre he sabido que la mujer, junto con el buen comer y el buen beber, es la tercera sal que puso Dios en la tierra para hacernos más suave el camino hacia la muerte..."

La joven alzó la vista para mirar por la ventana. Aún el tren no había salido al exterior y vio su rostro reflejado en el cristal. Aburridamente, pasó una página y siguió leyendo.

"Dijo y el mutismo del cuadro con el anciano de ojos risueños y mofletes rubicundos fue lo único que me acompañó en el camarote de las escaleras en cruz durante un buen rato. Debo confesar, sin embargo, que junto a ese molesto silencio me vino a la memoria de repente el recuerdo del Examen sobre El villano en su rincón que tuve que sufrir con el profesor Castro y del que apenas logré salir con un aprobado, y todo debido al soneto que se me ocurrió escribir en lo blanco de la hoja en vez de contestar a las cuestiones de la Prueba. Lo malo del recuerdo fue que enredado en él salía el dueño de la casa, el jodido Alfarache. Aunque este último detalle duró muy poco, sólo el tiempo de descubrir un ligero movimiento en el personaje que ocupaba el cuadro del brazo derecho de la cruz que formaban las cuatro escaleras del camarote
El cuadro en cuestión representaba a una mujer alta, de rostro delgado y demacrado, de edad mediana, vestida toda ella de negro, con el cuello de la capa superior abierto en abanico y el pelo, todavía negro, peinado en alto. Sin embargo, lo que más destacaba en ella y en su cara blanca como la leche, eran sus ojos, negros también y de mirada profunda y triste, que parecían querer atravesar el alma de quien osara mirarla. No pude evitar un ligero temblor al enfrentarse a la mujer que me miraba desde arriba. Pero pronto me rehíce al ver que el gesto de seriedad de la dama se cambiaba en otro de serenidad casi augusta. Luego dejó el fondo oscuro del cuadro y descendió un par de escalones hacia donde yo estaba. Un perfume de rosas y azahar se extendió por la estancia en el momento en que la dama se puso a hablar:
--Nací en Madrid y, muy joven todavía, pasé a Nápoles porque mi padre sirvió al conde de Lemos durante su virreinato allí. En Nápoles me familiaricé con la lengua italiana y sus novelistas y conocí sucesos, lugares y costumbres italianas que incluí más tarde en muchos de mis relatos. Volví a Madrid el año en que nos dejó el autor del Quijote y frecuenté algunas academias literarias donde conocí a insignes escritores como Lope de Vega, Calderón, Castillo Solórzano o Quevedo. Madrid era entonces Babilonia de las Españas, madre de la nobleza, jardín de los divinos entendimientos, amparo de todas las naciones, progenitora de la belleza, retrato de la gloria, archivo de todas las gracias, escuela de las ciencias, qué sé yo... El año de la partida al otro mundo de Lope de Vega fijé mi residencia en Zaragoza, donde publiqué mis Novelas amorosas y ejemplares, aunque pasaba largas temporadas en Jaca, en casa de un familiar de mi padre que tenía allí unas tierras. Y a partir de aquí ya no vale la pena que siga hablando de mi vida; baste decir que acabé mis días entre las paredes silenciosas y ajenas al bullicio mundano de un convento. La mujer de mi época era una esclava que vivía en el seguro refugio de la familia, en el mejor de los casos, o se metía monja para no sólo retirarse a la soledad impuesta, sino también para someterse al rigor de las reglas del convento. La mujer española de los círculos sociales conservadores y tradicionales, en especial la del burgués y el funcionario en las pequeñas ciudades y villas y la del aldeano en los pueblos, era más mujer de su hogar y de su familia que la mujer europea en general. Su educación se basaba en aprender a leer y a escribir, instruirse en la religión católica y realizar trabajos caseros propios de las mujeres, como lavar, coser, hacer la casa, cuidar de los niños y el marido y guisar. Sólo le estaban permitidos, entre los festejos públicos, asistir a las procesiones religiosas, algunas corridas de toros y las representaciones teatrales de carácter sagrado. Su modelo de conducta era La perfecta casada, del fraile agustino Luis de León. El polo opuesto de este tipo de mujer era el de la mujer de mundo que se movía en la nobleza y la burguesía de las grandes ciudades. Era una mujer alegre y desenvuelta y de moral abierta aunque sujeta siempre a las normas de un código regulador de las costumbres. Pero aún así, esta mujer vivía a plena luz y participaba de cualquier clase de diversión, sin dejar de lado actividades un tanto arriesgadas, y así, lo mismo se disfrazaba de hombre para seguir los pasos del amante infiel, practicaba el alumbramiento clandestino, abandonaba al recién nacido..., en resumidas cuentas y para que lo entiendas, era la mujer que figuraba tanto en las comedias de capa y espada como en los epigramas y sátiras de los poetas. Yo misma en mis novelas amorosas y ejemplares, llenas de adulterios, raptos, desmayos, entregas rápidas y desafíos, gusto de incluir mujeres disfrazadas de hombres, separadas, practicantes de hechizos y brujerías, mujeres, en suma, libres de sus vidas y capaces de llevar a cabo acciones que a muchos hombres harían persignarse, y es que quise acabar de una vez por todas con la corriente misógina que en nuestra literatura existía desde tiempos inmemoriales. No sé si lo conseguí, pero en mis relatos arremetí contra el hombre haciéndole engañar, acusar, abandonar y castigar a sus mujeres. Y a éstas las hice cautas aunque no fueran castas, y otras veces para conseguir al amado las hice, como antes te he dicho, hechiceras y nigromantes y tuvieron que manipular barbas, cabellos y dientes de ahorcados, así como recitar conjuros, ponerse anillos mágicos y hasta pactar con el diablo. Todo esto, te lo digo a título personal, me costó algun problema con la Inquisición. Menos mal que mi tío de Jaca, que conocía a un familiar de la entidad, me ayudó a salir del embrollo..."


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