El hombre invisible.
En tiempos de escasez y pan negro existían las delaciones entre vecinos para llevarse algo a la boca, y los casos se contaban por docenas. Había el de un hombre de San Frontis, vinatero por más señas, que se preparó en la bodega una cuba con doble fondo para esconderse en ella. Un chivatazo sin duda provocó que se presentara en la casa un policía de paisano, queriendo a toda costa examinarla de arriba abajo. Pero estaba tan bien hecho el engaño de la cuba, que, por mucho que miró y remiró el guardia en la bodega, no encontró por ningún lado al hombre invisible.
Dicen que su mujer, que presenció en todo momento el registro, cuando el policía de paisano lo dio por terminado y se marchó con el rabo entre las piernas, cogió tal ataque de nervios y angustia que luego no se acordaba exactamente del lugar donde estaba escondido su marido. Era ella quien cada semana bajaba a la bodega, daba tres golpes con un mazo sobre una de las cubas en señal de que no había moros en la costa, y entonces el marido salía de su escondite. Pero andaba tan nerviosa desde que se efectuó el registro, que no acertaba a dar un paso a derechas, y mucho menos a bajar a la bodega y cerciorarse de que su marido seguía vivo. El cual, temeroso también de que los chivatazos continuaran, entendía el silencio y la inmovilidad de su mujer.
Y esperando, esperando, pasaron dos semanas más sin que ella diera señales de vida. Así que, preocupado por su esposa, no fuera que le hubiera dado algún arrechucho desde el día del repentino registro y, sobre todo, porque él mismo se sentía incapaz de soportar por más tiempo el dolor agudo que sufría en la espalda de estar encogido en su estrecho habitáculo, lo abandonó una noche en que el silencio en la casa era total. Y medio arrastrándose, porque el dolor de la columna le impedía caminar, subió al piso de la vivienda, donde reinaba un penetrante olor a podrido.
Temiendo lo peor, pasó a la cocina y allí se encontró con un espectáculo terrible: sobre la mesa había un plato con chicharros en plena descomposición y de la fresquera salían y entraban volando moscas gordas como ratas. Pero eso no era lo peor porque detrás de la puerta, sobre el sillón de anea, vio sentada a su mujer, inmóvil, con los brazos colgando y los ojos abiertos y fijos en la pared de enfrente, como si se hubiera quedado hipnotizada mirando al calendario. Presa del pánico, se acercó a ella y, notó, para su alivio, que la mujer respiraba muy levemente. Estaba sometida a un fuerte choque emocional.
La mujer no se repuso nunca y, finalmente, acabó sus días en un hospital de Salamanca, de donde procedía el matrimonio. Él se quedó a vivir en San Frontis, en la casa que ocupaban, y poco a poco fue recuperando los movimientos de sus piernas, aunque nunca logró la completa verticalidad de su columna y, cojeando ostensiblemente, andaba ligeramente encorvado hacia adelante.
--Ahí va el Hombre Invisible-- nos decíamos unos a otros cuando pasaba por delante del fielato para encarar el Puente de Piedra.
(De mi libro, publicado en Bubok, Una carta de amor bajo la lluvia)
Dicen que su mujer, que presenció en todo momento el registro, cuando el policía de paisano lo dio por terminado y se marchó con el rabo entre las piernas, cogió tal ataque de nervios y angustia que luego no se acordaba exactamente del lugar donde estaba escondido su marido. Era ella quien cada semana bajaba a la bodega, daba tres golpes con un mazo sobre una de las cubas en señal de que no había moros en la costa, y entonces el marido salía de su escondite. Pero andaba tan nerviosa desde que se efectuó el registro, que no acertaba a dar un paso a derechas, y mucho menos a bajar a la bodega y cerciorarse de que su marido seguía vivo. El cual, temeroso también de que los chivatazos continuaran, entendía el silencio y la inmovilidad de su mujer.
Y esperando, esperando, pasaron dos semanas más sin que ella diera señales de vida. Así que, preocupado por su esposa, no fuera que le hubiera dado algún arrechucho desde el día del repentino registro y, sobre todo, porque él mismo se sentía incapaz de soportar por más tiempo el dolor agudo que sufría en la espalda de estar encogido en su estrecho habitáculo, lo abandonó una noche en que el silencio en la casa era total. Y medio arrastrándose, porque el dolor de la columna le impedía caminar, subió al piso de la vivienda, donde reinaba un penetrante olor a podrido.
Temiendo lo peor, pasó a la cocina y allí se encontró con un espectáculo terrible: sobre la mesa había un plato con chicharros en plena descomposición y de la fresquera salían y entraban volando moscas gordas como ratas. Pero eso no era lo peor porque detrás de la puerta, sobre el sillón de anea, vio sentada a su mujer, inmóvil, con los brazos colgando y los ojos abiertos y fijos en la pared de enfrente, como si se hubiera quedado hipnotizada mirando al calendario. Presa del pánico, se acercó a ella y, notó, para su alivio, que la mujer respiraba muy levemente. Estaba sometida a un fuerte choque emocional.
La mujer no se repuso nunca y, finalmente, acabó sus días en un hospital de Salamanca, de donde procedía el matrimonio. Él se quedó a vivir en San Frontis, en la casa que ocupaban, y poco a poco fue recuperando los movimientos de sus piernas, aunque nunca logró la completa verticalidad de su columna y, cojeando ostensiblemente, andaba ligeramente encorvado hacia adelante.
--Ahí va el Hombre Invisible-- nos decíamos unos a otros cuando pasaba por delante del fielato para encarar el Puente de Piedra.
(De mi libro, publicado en Bubok, Una carta de amor bajo la lluvia)
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