--Mientras lleves encima ese librito de la rana, no tengo otro remedio que ponerme a tu servicio. Yo conocí bien el mundo de los pícaros, vagabundos y gente de mal vivir que pululaban como bichos irredentos por las grandes ciudades españolas, donde solían reunirse en lugares sólo concurridos por gentecilla de su clase, en los Percheles de Málaga, el Compás de Sevilla, el Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, la Playa de Sanlúcar o el Potro de Córdoba, formando extrañas cofradías. El centro de operaciones era el burdel y sus actividades eran, entre otras, asesinatos pagados, robos y hurtos, venganzas, engaños y delitos y faltas graves de todo tipo contra el resto de la sociedad, y para llevarlas a cabo se valían de cebos, reclamos, espías, alcahuetas, exploradores, una hueste de seres especializados en las artes del robo y en la destreza con el cuchillo; para mayor éxito de sus trapacerías contaban con la complicidad de algunos alguaciles, que hacían oídos sordos y ojos ciegos a cuanto oían y veían a su alrededor para luego ser recompensados por los malhechores. Muchos de nosotros, los escritores, nos servíamos de los conocimientos que teníamos de sus andanzas para llenar nuestros relatos con ellas y con sus comidas, sus costumbres, sus vidas miserables y sus muertes afrentosas, la mayoría de las veces.
En ese momento hizo su aparición el dueño de la casa y me pidió que ya era hora de que volviera a utilizar mi libro talismán. Así lo hice. Y entonces todo empezó a cambiar a mi alrededor, las paredes, las escaleras, las pinturas... Dentro de mí los huesos, las venas y los músculos parecían descomponerse como si fuera agua dentro de una jarra sacudida por un energúmeno. Menos mal que no llegué a sentir el final de mi desintegración porque antes se me fue el sentido.
Cuando abrí de nuevo los ojos descubrí los bajos de una estantería atestada de libros de todos los tamaños y colores. Y mientras me incorporaba fui echando una ojeada al resto de la estancia. Se trataba de una especie de buhardilla llena de estanterías con libros de todas clases, algunas vitrinas con diversas colecciones, un par de aparatos de radios antiguos, una mesa baja con objetos de adorno y a su lado un sillón de lectura situado justo bajo la claraboya del tejado. Lo primero que examiné fue la colección de libros de cocina, que abarcaba las dos estanterías del ángulo derecho. Había unos cuantos volúmenes escritos en francés, otros en lengua catalana y el resto en el idioma de Cervantes.
Luego eché un vistazo a las otras cosas que había en la buhardilla. Intenté poner en marcha las dos radios antiguas y miré en su interior tras retirar las tapas de cartón duro que ocultaban a la vista las lámparas, resistencias y demás componentes de las tripas del aparato, sin saber qué estaba buscando. Luego abrí las vitrinas para examinar su contenido; en una de ellas había insectos clavados con alfileres en cajas divididas en pequeños compartimentos, sobre todo, mariposas, cuyas alas, abiertas, presentaban en su mayor parte el color amarillo; en otra, ranas de todo tipo, y eso me encantó sobremanera pues yo soy un compulsivo coleccionista de ranas y tengo en casa más de trescientas réplicas de este simpático batracio; había allí ranas que hacían de cenicero, de pinza, de linterna, de mechero, de anzuelo, de sujetapelo, de vela; ranas con libros en ademán de leer, con paraguas, con instrumentos musicales; ranas de conchas, de plástico, de goma, de hojalata, de hierro, de madera... Fue divertido comparar algunos modelos de la vitrina con los que yo tenía en casa y, curiosamente, había allí una rana dorada, como de oro, con una coronita en la cabeza, que era igual que una mía que encontré en Tossa de Mar, en una tienda de recuerdos el último día de las vacaciones del último verano, caída detrás de otras en la repisa donde la dueña mostraba al público otras ranas, y que me llevé sin pagar junto a otra que era una marioneta de madera articulada que movía los brazos y las piernas si se le tiraba de unos hilos, que sí pagué con mucho gusto porque me pareció muy original.
Con la imagen de la dorada ranita en la cabeza, pasé a examinar los objetos que adornaban la mesa bajita de la estancia. Me llamó la atención un gran caracol de piedra, tal vez un fósil, con cuyo peso sujetaba unos papeles medio escritos con una letra nerviosa y sin duda apresurada. Enseguida me olvidé del caracol y del resto de las cosas que había sobre la mesa para leer aquellos papeles. Era una lista de libros, algunos de cuyos títulos aparecían acompañados de unas letras y unos números que relacioné pronto con las letras y los números en que se organizaban los estantes de libros que cubrían las paredes de la buhardilla. Las letras eran las tres siguientes: A, N, R, mientras que los números eran estos cuatro: 2, 3, 4 y 5. Tres letras y cuatro números. Las letras, así, de repente, nada me dijeron, pero tras unos minutos de reflexión llegué a la conclusión de que combinándolas daban el nombre de RANA, añadiendo una A, claro, y siempre teniendo en cuenta que había cuatro números que se relacionaban con ellas. Poco a poco fui atando cabos hasta dar con las siguientes combinaciones de letras y números: primera, A-2, A-3, N-4, R-5; segunda, N-2, R-3, A-4, A-5; tercera, R-2, A-3, A-4, N-5; la cuarta salía de ordenar las letras para formar RANA, es decir, R-2, A-3, N-4, A-5. De todo lo anterior deduje que las letras y números que se repetían relacionados entre sí eran: A-3 (tres veces), A-4 (dos veces), A-5 (dos veces) R-2 (dos veces), N-4 (dos veces). Eliminando las combinaciones que no se repetían, me quedé con los libros que correspondían a las anteriores, es decir, que de la sección A extraje los libros que ocupaban los lugares 3, 4 y 5 del estante correspondiente y los dejé sobre la mesa; a continuación hice lo mismo con el libro que ocupaba el segundo lugar del estante R, y con el cuarto de la hilera señalada con la letra N. Tres de ellos pesaban mucho más que los otros a pesar de que eran iguales de tamaño. Eso llamó mi atención más que sus títulos (La novela picaresca, Los treinta mil mejores versos de la lengua castellana y Diccionario de ocultismo) y los abrí sin más demora. Se trataban lisa y llanamente de tres estuches, pues tenían pegadas sus páginas mitad y mitad y ahuecadas adecuadamente para ocultar el primero dos botellitas llenas de un líquido rojo claro, cuyas etiquetas decían, una, “Vino para ir”, y otra, “Vino para volver”; el segundo, contenía una caja de bronce con este letrero: “Si accedes a su interior, vivirás dicha y dolor”, y dentro, una llave negra de hierro con un lazo escrito atado a su ojal, en el que podía leerse: “Llave que abre cualquier puerta, ya sea viva, ya sea muerta”; finalmente, el tercer libro-estuche, el titulado Diccionario de Ocultismo escondía un envoltorio de terciopelo azul. Lo palpé y el corazón me dio un vuelco; el volumen me era conocido. Rápidamente quité el terciopelo y ante mis ojos apareció...¡la rana coronada!"
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