martes, 8 de febrero de 2011

LOS LIBROS QUE HAY QUE LEER

Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez


Platero y yo (primera edición, 1914) es un libro difícil de clasificar. Está a medio camino entre el cuadro de costumbres, la narración y el poema en prosa. Yo prefiero quedarme con este último género, y creo que así lo puede considerar el lector cuando entre en sus páginas.

Su autor, Juan Ramón Jiménez (Moguer, Huelva, 1881 --San Juan de Puerto Rico, 1958) obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1956 por toda su obra, en la que destaca la poesía (Arias tristes, Jardines lejanos, Diario de un poeta recién casado, Piedra y cielo, La estación total...).




Platero y yo contiene en sus casi ciento cuarenta capitulitos paralelamente pena y alegría, y especialmente mucho lirismo. Desde el primero, Platero, donde el poeta retrata a su querido burrito, hasta el último, Platero en su tierra, en el que le recuerda muerto, el lector asistirá a un sinfín de escenas infantiles llenas de ternura donde viven los juegos, las sorpresas, los miedos, los amores, los lugares preferidos, las personas y animalillos amados por los niños y el propio poeta. Mariposas blancas, juegos del anochecer, brevas, golondrinas, morideros, loros, azoteas, la primavera, verjas cerradas, aljibes, gorriones, el cura, la vendimia, tormentas, la niña chica, viejas, los Reyes Magos..., detalles pequeños que encierran los misterios más grandes de la vida y de la muerte.


Un par de ejemplos:
"Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de Platero, que está en el huerto de la Piña, al pie del pino redondo y paternal. En torno, abril había adornado la tierra húmeda de grandes lririos amarillos.
Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde, toda pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en el aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor nuevo.
Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar. Quietos y serios, sus ojos brillantes en mis ojos, me llenaban de preguntas ansiosas." (De Melancolía)






"Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: "¿Platero?", y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal..." (De Platero)

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