jueves, 24 de febrero de 2011

Prosas de antaño

6. Sebastián de Gomárez

Un pitido del tren bastó a la lectora para librarla momentáneamente de aquel mundo que intentaba venderle el autor del manuscrito. Prefirió observar por la ventanilla el andén de la estación de Premiá que se iba quedando atrás. Enseguida, por la ventanilla opuesta, vio brillar el mar quieto como un cristal de mil reflejos. Y mientras el tren arrancaba de nuevo, siguió leyendo aquel manuscrito que no acababa de convencerla.




"Cogí las botellitas del vino del viaje y me metí la del “Vino para ir” en el bolsillo de la derecha del pantalón y la del “Vino para volver” en el de la izquierda, y luego me colgué del cuello la llave que abría todas las puertas. Acto seguido, tomé con cuidado la rana de oro con los dedos de la mano derecha y la posé sobre la palma de la mano izquierda, mientras en la mente la memoria me iba reproduciendo una de las fórmulas que había aprendido del librito de las cubiertas de oro. En ese momento oí un ruido sordo y prolongado que procedía del ángulo de la buhardilla que ocupaban las dos estanterías de libros de cocina. El rincón de la estancia se había abierto lo suficiente para permitir el paso de una persona. Hacia allí me encaminé.
Al otro lado me esperaba un cuarto lleno de cosas variopintas y dispuestas por doquier sin orden ni concierto. Allí había trajes y vestidos, unos colgados de ganchos y otros colocados en arcas; ropas y prendas masculinas, como juboncillos, calzones, medias, capas, esclavinas, gorras, chambergos, golillas, lechuguillas; ropas y prendas femeninas, como verdugos, mantos, guardainfantes, cofias con sus adornos de plumas, sombreros con franjas y galones, diademas, colas, velos, cintas, guantes, faldriqueras, zapatillas, sobretodos... Allí había objetos relacionados con el atuendo y cuidado del cuerpo y con la decoración de la casa, como braseros, pastillas, pebetes, alfombrillas, cortinajes, cadenas doradas, perfumes hechos con ámbar y algalia, abanicos, rosarios... Y algunos muebles, como las citadas arcas de las ropas, un escritorio, un escabel y un par de sillas de aquel tiempo. Y todo de los siglos XVI y XVII.
Nada más entrar, el hueco volvió a cerrarse a mis espaldas. Un silencio lleno de murmullos me rodeó. Los olores y las sensaciones táctiles habían cambiado de repente. Supe al instante que aquella estancia era como un paréntesis entre dos tiempos y dos espacios; más aún, aquel cuarto arrancado milagrosamente de la época de los últimos Austrias me pareció un mágico trampolín para trasladarme a otro tiempo y otro espacio Recorrí la estancia como sabiendo en qué debía fijarme y qué debía hacer. Enseguida mis ojos chocaron con un cuadro que reproducía El refectorio de los cartujos, de Zurbarán, cuyos personajes, en su totalidad, tanto los monjes que se disponen a comer como el paje que les sirve y el prelado que los visita, se han quedado dormidos o ensimismados en el momento en que el visitante, San Hugo, obispo de Grenoble, les indica la comida de los platos. Recordé claramente que el significado del cuadro, tal como lo había oído contar una vez, era la prohibición de la carne en las mesas cartujanas, como parece indicar el gesto del dedo del Santo señalando que la carne que hay servida en los platos se ha convertido en ceniza. El ademán del paje, mirando hacia la derecha en actitud de querer reanudar el paso, fue el impulso que yo necesitaba para reanudar los míos. Comprendí que no había tiempo que perder, así que me vestí rápidamente poniéndome un jubón ajustado y una golilla y, encima, una capa larga de labrador de día de fiesta. Luego imité la postura del paje del cuadro de Zurbarán y, tras sacar del bolsillo derecho del pantalón la botellita del “Vino para ir”, bebí un sorbo de su contenido. Al instante el silencio de la estancia se habitó de murmullos y conversaciones cada vez más claras y cercanas, mientras que las paredes del cuarto, girando a mi alrededor, se aclaraban y dejaban ver poco a poco a través de ellas algunos trozos de fachadas de casas antiguas y gente que iba de acá para allá vestida según la moda de otros tiempos. Enseguida vi a un mendigo vestido con harapos dirigirse a mí.


--¿Ha visto vuestra merced cómo se ha puesto Madrid?--preguntó.
--¿Pues qué pasa?
--¿Es por casualidad vuestra merced forastero?
Contesté para no despertar innecesarias sospechas que volvía a Madrid a visitar a un familiar. Entonces el mendigo se sobresaltó.
--¿Un familiar ha dicho? Si es de la Inquisición, aquí se acaba nuestra charla. Pues ni la Inquisición quiere saber nada de mí ni yo de ella.
--No—dije sin poder aguantar la risa--. El familiar al que me refiero es un hermano de mi padre.
--Eso cambia mucho. Le diré que hoy, como día de Corpus que es, acaba de pasar por aquí la procesión y por eso hay tanta gente por la calle. Ahora se recoge para ir a comer, y si vuestra merced me invita a llenar con algo caliente mi raído estómago, le pondré al corriente de la fiesta de esta tarde, del Auto Sacramental que se representará y otros asuntos que no dudo serán de su interés.
Acepté y mientras comíamos en un figón cercano a la Plaza Mayor, se presentó como Sebastián de Gomárez y me habló de su anterior vida de cómico y de su mala suerte hasta acabar siendo guía de forasteros como yo en Madrid, Babilonia de creciente prestigio, residencia de la corte y emporio del teatro.
Después deambulamos por las estrechas callejuelas del centro de Madrid hasta topar con la parte posterior de lo que me pareció una iglesia o algo parecido. Mi guía me aclaró que era el convento del Carmen y me señaló una casona de aspecto lúgubre y oscura, de sillares regulares y ventanas cerradas a cal y canto, mientras decía:
--Estamos en un lugar especial del Madrid más misterioso. Esa calle de ahí es la calle de Infantas, y esa mansión es la Casa del Montero Real. ¿Se ha fijado en las siete chimeneas del tejado?
--Justo ahora estaba mirándolas.
--Pues debido a este último detalle el pueblo también llama a esta casa la Casa de las Siete Chimeneas. Como le iba diciendo, esta casa la mandó construir en el siglo pasado un montero de Felipe II para su hija, una bella joven que acabó casándose con el capitán de la guardia amarilla Tello Zapata. Aquí vivió un tiempo el feliz matrimonio hasta que el capitán tuvo que marchar a Flandes para cumplir con sus deberes militares al servicio de la Corona, con tan mala suerte que allí encontró la muerte tras los muros de San Quintín. La joven viuda se vio, así, viviendo sola y triste en una casa tan grande y tan vacía, aunque no duró mucho su soledad ni tampoco la tristeza que sentía porque otra causa mayor la liberó enseguida de una y otra.
--Otro amor sin duda—insinué.
--Eso le hubiera venido mejor—dijo Sebastián de Gomárez--. Pero fue la tragedia la que se encargó de darle el golpe de gracia.
--¡Vaya, qué lástima! ¿Qué pasó?
--Que una mañana la desventurada joven apareció muerta sobre su lecho. Las tristes circunstancias de la muerte de la pareja en plena juventud, la hermosura de la mujer y la terrible separación a que se vio obligada la joven esposa, crearon todo un mundo de habladurías y leyendas. Hasta se habló de la presencia en aquella casa a altas horas de la noche del propio Rey, embozado en su capa, para verse con la mujer casada. Pero ya he dicho que eso forma parte de la leyenda. La cuestión es que tras la muerte de la joven, se dijo que por las noches una figura de mujer vestida de blanco recorría con una antorcha encendida el tejado de la casa, ese mismo tejado de las siete chimeneas que vuestra merced está mirando en este momento.
--Bonita historia para hacer con ella una comedia de capa y espada.
Me aclaró que el Fénix de los Ingenios, el recientemente fallecido Lope de Vega, había intentado más de una vez trasladar tan triste suceso a los versos de su teatro. Pero una vez por la muerte de su hijo, otra por la de su segunda esposa y una tercera por el destierro voluntario que su hija eligió para su vida tras los barrotes de clausura del convento de los Trinitarios, hicieron que todo quedara en eso, en un intento.
--¿Y ahora no vive nadie ahí?
--Nadie. Lleva cerrada la mansión más de veinte años. Y si no manda otra cosa vuestra merced, sigamos caminando, que quiero mostrarle un lugar especial donde ocurrió el suceso de Miguel Mejías.
--¿Quién es Miguel Mejías?
--Un hombre de bien al que acusaron de haber participado en el robo del Cristo del Desamparo, antes de ser trasladado a la iglesia del convento de doña María de Aragón, que es donde está hoy en día. Resulta que no se sabe cómo alguien robó los remates de la cruz y la tablilla del INRI, de buena plata todo ello, y le echaron la culpa a Mejías.
--Y lo apresaron, claro.
Me contestó que no, que durante un tiempo estuvo escondido en el templo jerónimo de las monjas Carboneras, muy visitado entonces y ahora, entre otras causas, por las figuras en relieve que hay en una hornacina situada sobre la puerta y que representan a San Jerónimo y a Santa Paula adorando a la Eucaristía.
Le pregunté el origen del nombre de las Carboneras que se le había dado al templo y me contestó que por un cuadro de la Virgen que encontró un tal fray José de Canalejas en una carbonería muy maltrecho y lo trajo al convento, donde las monjas, tras adecentarlo convenientemente, lo colocaron en el retablo de una capilla. Luego acabó de contarme la historia de Mejías y que él mismo fue a visitarle más de una vez hasta que acabó todo.
De repente, empezaron a verse en la calle grupos de gente que se cruzaban con nosotros o nos adelantaban apresurados y desaparecían por las pequeñas y estrechas calles adyacentes.
--¿Dónde va ese gente tan aprisa?—le pregunté.
--Seguramente a coger sitio en la plaza donde se realiza la llamada “Muestra de los carros”.
--Me gustaría verlo.
--Sigamos los pasos de esos que van ahí.
A todo esto la plaza de la “Muestra” se había ido llenando poco a poco de gente y, antes de que nos diéramos cuenta nos vimos rodeados de una ingente y abigarrada multitud que hacía los mil comentarios y alabanzas acerca del adorno y vistosidad de los carros.


--El hecho de que el Auto y su representación se monte sobre carros –decía Gomárez—se debe a que la obra se traslada a distintos lugares, un lugar para el rey, otro para los consejos o las jerarquías más altas de la Administración, otro para el Ayuntamiento, y en todos esos sitios, que suelen ser plazas amplias como ésta, se deja un espacio para la gente del pueblo que quiera asistir a la representación, pero que es muy difícil encontrar un hueco donde acomodarse uno a gusto.
--¿Qué Auto se representa hoy?
--Ésa es otra.
--No entiendo.
-- Dado el número de carros que hay aquí, la obra que se va a representar debe de ser un Auto de Calderón. Hasta hace unos meses se barajaban los nombres de Montalbán, Valdivieso y el autor de La vida es sueño. Pero ni Montalbán ni Valdivieso tienen la suficiente enjundia para construir un Auto Sacramental de tanta importancia como para requerir la presencia de tantos carros. Y ahí ve vuesa merced hasta cinco. A juzgar por esas plataformas grandes y esos dos pisos que tiene cada carro con sus respectivas decoraciones y los ocultos mecanismos que han dicho que tienen algunos para hacer aparecer esferas giratorias que se abren y cajas de doble fondo, cabe pensar que el ganador este año ha vuelto a ser don Pedro. Porque es lo que yo digo, una vez muerto Lope de Vega y haberse recluido entre las paredes de una celda monástica el fraile de la Merced Gabriel Téllez, más conocido en el mundo de la comedia por Tirso de Molina, Calderón de la Barca no tiene rival. Y ahora vayamos a la Plaza del Rey a coger sitio, que si ésta está así, ¿cómo estarán las plazas de la representación cuando muestren a la vista todo el fasto y el lujo del vestuario de los actores, de cálices, cruces y otros elementos tan necesarios para la buena comprensión del mensaje eucarístico, sazonado con espíritus del cielo y del infierno y todos los vicios y virtudes personificados en la acción dramática. Vamos, vamos, antes de que les enganchen los bueyes cubiertos con ricas mantas, coronados de flores y doradas las astas, señal de que comienza la función, vamos.
Decía mientras tiraba materialmente de mí y me llevaba el cuerpo hacia donde él iba, pero mi alma y mi mente se habían enredado definitivamente en la visión de la Casa de las Siete Chimeneas. Y allí estaba yo físicamente mirando con asombro la externa devoción y los aspavientos con que la gente llana admiraba ya la parte física de la representación, los carros, que minutos más tarde, unidos de dos en dos algunos para ofrecer un escenario más amplio, transportarían con aparatos y maquinarias, capaces de mostrar arroyos y cascadas en que corría y saltaba el agua o grandes rocas que se abrían para mostrar en su interior regios salones, todo el misterio y la sagrada significación que tenía para el pueblo la conmemoración del misterio más excelso del Sacrificio de la Misa, el de la Eucaristía.
Por el camino mi compañero se paró en una esquina para hablar con una mujer de mediana edad vestida no con demasiado miramiento, y sí muy amiga del albayalde, pues llevaba la cara blanqueada en exceso como si más bien estuviera en Carnaval y llevara puesta una máscara de nieve. Estuvieron un rato hablando, momento que estuve a punto de aprovechar para dar las gracias a mi guía, al que debía tanto, pero que ya empezaba a estorbarme en la intención que abrigaba desde hacía mucho rato, exactamente desde que había visto la Casa de las Siete Chimeneas, y despedirse de él. Así podría cumplir de una vez el vivo deseo que me acuciaba. Pero el mendigo acabó antes de lo previsto su charla y seguimos el camino que llevábamos.
Le pregunté por la mujer que momentos antes hablaba con él y me respondió que en otro tiempo había sido compañera de oficio y que juntos había representado comedias y entremeses por varios pueblos de Salamanca y Madrid.Hasta que el director contrató a un pícaro que acabó con la suerte de la compañía; la mujer acabó enamorándose del pícaro y abandonándolo a él y desde entonces acá no la había vuelto a ver.
Al pasar por una calle me dijo Gomárez que ella solía reunirse toda la gente del teatro, desde actores hasta directores de compañía, pasando por representantes y alquiladores de ropas para el teatro. Y añadió:
--Cerca de aquí se hallan los dos Corrales de Comedias más importantes de Madrid. Y ahí enfrente vive uno de nuestros mejores poetas y autor de una novela que ha tenido bastante éxito titulada Historia de la vida del buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños... Y un poco más abajo, junto a la del Prado, se encuentra la casa donde vivió y murió el más grande escritor que ha tenido y tendrá España, nuestro Miguel de Cervantes. Así pues, nos encontramos en la zona más literaria de Madrid, y por ello en su mismo corazón, un corazón siempre vivo y ansioso de aventuras de todo tipo: políticas, amorosas o sencillamente religiosas, como la que vamos a vivir en cuanto lleguemos a la Plaza del Rey y comience el Auto Sacramental.
Cuando llegamos al sitio indicado, ya no cabía un alfiler. Miré instintivamente a mi alrededor y vi, a pesar del tumulto y la multitud, que la dama de antes le hacía una seña a Sebastián de Gomárez.
--Venga vuestra merced – oí entonces que me decía el vagabundo ilustrado mientras echaba a caminar hacia donde estaba la mujer, un lugar privilegiado para presenciar el espectáculo..."

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