viernes, 27 de julio de 2012

Memorias de un jubilado


SOBRE UN POEMA



Durante una temporada me dediqué a dar forma definitiva a una colección de poemas que había escrito durante el último viaje a mi ciudad natal. Y se dio el caso que habiendo llegado al poema que retrata la impresión de la visita que entonces había hecho al cementerio de San Atilano y en ella a la tumba de mi admirado y amigo poeta Claudio Rodríguez, me quedé clavado en el recuerdo de aquella circunstancia sin que palabra alguna saliera a mi encuentro. Tenía delante, eso sí, la composición que sobre la tumba había escrito, un conjunto de líneas mal hilvanadas. Y aunque mi mente no dejaba de estar en activo, no lograba  dar con un adjetivo o un verbo que en cierto verso me faltaba para redondearlo. Sólo la cabo de unas horas me pareció dar con la expresión que concordaba exactamente con lo que yo quería decir. Por ejemplo, llegado que hube a la segunda estrofa con sudores y lágrimas, como quien dice, unas cuantas palabras se reunieron como por arte de magia en la noche del pensamiento y amanecieron en la pantalla del ordenador de esta manera:

"Y aquí estás, esperando con el verso
 cumplir fiel la canción del despertar..."

Y ahí se quedaron quietas, mudas, sin saber cómo continuar. Estuve a punto de cerrar así el poema porque lo asociaba con el verso inscrito en la tumba de Claudio. Lo de "la canción del despertar" tenía su sentido, pues como digo en la lápida de la tumba, en bajo relieve, aparecía un verso del poeta perteneciente al Canto del despertar, poema incluido en el primero y mejor poemario de Claudio, Don de la ebriedad, escrito en un estado absoluto de inspiración al modo clásico, sólo equiparable a los que habían vivido poetas de la talla de Rimbaud, Willian Blake o Coleridge. Ese verso de Claudio grabado sobre su tumba es: "El primer surco de hoy será mi cuerpo".

Sin embargo, un resquemor interno me decía que así no podía dejar el poema, que debía seguirlo hasta lograr decir lo que quería y sentía en aquel momento. Busqué inútilmente en el pozo de las palabras docenas de ellas sin que lograra expresar lo que sentía. Y, a cambio, como un torrente imparable surgió una estrofa más. No quise darle más vueltas al poema y lo dejé para unos días más tarde. Y de repente, al releer lo escrito y llegar a aquellos versos que se habían quedado en el aire, las palabras que necesitaba vinieron solas a mi encuentro como una liberación o un alumbramiento:

"Una lápida gris cubre tu trigo,
una cruz te señala como grano
logrado de la tierra y unas llamas
alumbran la ebriedad de tu cosecha."

 Entonces supe que la escritura, además de juego, es salvación.




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