Querido Alberto Andrades:
Sólo mencionar tu nombre, dos sentimientos vienen a habitar mi silencio, ahora más triste que nunca: el del agradecimiento y el de la buena memoria. El primero es el más importante aunque sin el segundo es difícil explicarlo. El sentimiento de la buena memoria va unido siempre a tiempos difíciles como los que pasamos juntos en aquel Colegio del Vallés donde ambos éramos profesores y tú mi jefe de sección durante algunos años, quizás los mejores de mi vida docente en la enseñanza privada. Siempre supiste escuchar a quien acudía a ti para consultarte o pedirte consejo tanto en asuntos personales como en los referidos al mundo profesional y siempre tuviste la prudencia y la sabiduría para acertar en tus consecuentes recomendaciones. En la responsabilidad está la exigencia y la comprensión, decías a menudo, y tu actuación era coherente con esa máxima. Con la experiencia que da la edad, he aprendido de personas como tú que la honradez es una virtud que se predica con el ejemplo. De bien nacido es ser agradecido. Esto me lo enseñó mi padre, otro hombre honrado. Y yo me siento agradecido repecto a todo cuanto hiciste en vida por mí, primero en aquel Colegio del Vallés, y luego cuando, ya los dos fuera de aquel lugar que había cambiado de rumbo (tú trabajando en Recursos Humanos de la Generalitat y yo abriéndome paso en un nuevo proyecto psicopedagógico), me puse en contacto contigo para comunicarte que iba a hacer oposiciones a la enseñanza pública. Entonces a todas tus virtudes añadiste la de la generosidad y me ayudaste a encontrar una documentación que se había traspapelado y que era de suma importancia para acceder al Cuerpo de Profesores de Secundaria. Te lo agradecí entonces y te lo sigo agradeciendo ahora, cuando ya perteneces al mundo de la buena memoria. Recuerdo que, al superar las pruebas, te llamé por teléfono para decírtelo, y de tus labios salió esta frase que nunca olvidaré: “El oficio de enseñar siempre es reconfortable, pero ejercerlo en la Escuela Pública es prestar un encomiable servicio al pueblo, que sabrá agradecértelo”. Esto último lo supe enseguida; la gratitud germina sana en la gente sencilla del pueblo. Y ahora que llevo jubilado más de un año comprendo mejor el rastro hermoso que dejan en sus alumnos los buenos maestros como tú, querido Alberto Andrades. Ya puedes descansar tranquilo tras la enorme y generosa labor profesional y humana que llevaste a cabo en vida. Ahora, en tu ausencia, una vez llegado a tu Ítaca personal, tus amigos te recordaremos siempre.
Sólo mencionar tu nombre, dos sentimientos vienen a habitar mi silencio, ahora más triste que nunca: el del agradecimiento y el de la buena memoria. El primero es el más importante aunque sin el segundo es difícil explicarlo. El sentimiento de la buena memoria va unido siempre a tiempos difíciles como los que pasamos juntos en aquel Colegio del Vallés donde ambos éramos profesores y tú mi jefe de sección durante algunos años, quizás los mejores de mi vida docente en la enseñanza privada. Siempre supiste escuchar a quien acudía a ti para consultarte o pedirte consejo tanto en asuntos personales como en los referidos al mundo profesional y siempre tuviste la prudencia y la sabiduría para acertar en tus consecuentes recomendaciones. En la responsabilidad está la exigencia y la comprensión, decías a menudo, y tu actuación era coherente con esa máxima. Con la experiencia que da la edad, he aprendido de personas como tú que la honradez es una virtud que se predica con el ejemplo. De bien nacido es ser agradecido. Esto me lo enseñó mi padre, otro hombre honrado. Y yo me siento agradecido repecto a todo cuanto hiciste en vida por mí, primero en aquel Colegio del Vallés, y luego cuando, ya los dos fuera de aquel lugar que había cambiado de rumbo (tú trabajando en Recursos Humanos de la Generalitat y yo abriéndome paso en un nuevo proyecto psicopedagógico), me puse en contacto contigo para comunicarte que iba a hacer oposiciones a la enseñanza pública. Entonces a todas tus virtudes añadiste la de la generosidad y me ayudaste a encontrar una documentación que se había traspapelado y que era de suma importancia para acceder al Cuerpo de Profesores de Secundaria. Te lo agradecí entonces y te lo sigo agradeciendo ahora, cuando ya perteneces al mundo de la buena memoria. Recuerdo que, al superar las pruebas, te llamé por teléfono para decírtelo, y de tus labios salió esta frase que nunca olvidaré: “El oficio de enseñar siempre es reconfortable, pero ejercerlo en la Escuela Pública es prestar un encomiable servicio al pueblo, que sabrá agradecértelo”. Esto último lo supe enseguida; la gratitud germina sana en la gente sencilla del pueblo. Y ahora que llevo jubilado más de un año comprendo mejor el rastro hermoso que dejan en sus alumnos los buenos maestros como tú, querido Alberto Andrades. Ya puedes descansar tranquilo tras la enorme y generosa labor profesional y humana que llevaste a cabo en vida. Ahora, en tu ausencia, una vez llegado a tu Ítaca personal, tus amigos te recordaremos siempre.
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