El primo Alfonso
3. En la escuela
En la escuela del barrio el primo Alfonso aprendió de todo, hasta lo que no debía, como nos pasa a todos. Pero es tan divertido el tiempo que se pasa allí con los amigos. Un día el maestro, un hombre que padecía del estómago y por lo tanto con el carácter algo agriado, les estaba enseñando a sus alumnos ortografía. Tras un rato de explicación y de escribir algunas oraciones ilustrativas en la pizarra, empezó a hacer algunas preguntas para ver si sus discípulos se habían quedado con alguna enseñanza. “Como bien habéis podido aprender, en el alfabeto castellano existen algunas letras que llevan una especie de apellido detrás, como uve doble, y griega… ¿Alguno de vosotros recuerda una letra de esas?” Antonio, el más listo de la clase y compañero de pupitre del primo Alfonso, levantó la mano. El maestro le dio permiso para hablar. “Creo que hay una a la que se puede incluir en ese grupo, don Andrés. Y es la i latina.” Entonces Alfonso, que no quería ser menos que su compañero, levantó la mano también. El maestro le dijo: “No me digas, Alfonso, que tú conoces otra letra de esas.” “Sí, señor maestro.” “Pues anda, dila”. Entonces mi primo soltó la primicia: “Esa letra es la ge latina.” Una carcajada unánime estalló entre las cuatro paredes de la escuela.
Por entonces, el primo Alfonso empezó a tomar fama de chistoso y un día que estaba en el recreo reunido con un grupo de amigos contando cosas de la familia, un tal Silín, exagerado como él solo, empezó a hablar de su abuelo. Decía: “Mi abuelo es muy alto, es tan alto que tiene que doblarse por la mitad para entrar por la puerta de casa.” A lo que replicó Alfonso diciendo: “Pues eso no es nada. Para alto, mi abuelo el de Arcenillas, al que le pasan los aviones volando por debajo del sobaco.” Entonces intervino un chico recién llegado de Asturias que tenía fama de reservado y que, a partir de entonces, representó ser la horma para el zapato del primo Alfonso. El asturiano, con una sonrisa en los labios, se dirigió a Alfonso muy interesado: “Oye, y cuando tu abuelo levantaba el brazo ¿no tocaba algo blando, muy blando?” Alfonso respondió ligero: “Claro, las nubes.” Y la horma de su zapato replicó triunfalmente: “¡Que te lo crees tú! Eso blando que tocaba tu abuelo al levantar el brazo no eran las nubes, guaje, sino los huevos de mi abuelo.”
A Alfonso las cosas de la escuela, me refiero a la instrucción y todo eso, no le iban muy bien. Un día su padre, que acababa de hablar con el maestro y enterarse de que no hacía ningún progreso, le dijo visiblemente preocupado: “Hijo mío, has llegado en la escuela a una situación insostenible. El mes pasado eras el penúltimo de la clase, y ahora eres el último. Explícame el motivo.” Alfonso agachó la cabeza avergonzado y entre dientes contestó a su progenitor: “Pero, papá, ¿acaso es culpa mía que Silín, que era el último de la clase, está en casa con gripe?”
En Ciencias Naturales andaba muy mal (bueno, como en casi todas las materias). Decía que ya tenía bastante naturaleza en el pueblo, en la arboleda del río y en las huertas del barrio, que cambiaban de cara con la llegada de las estaciones. Por eso en la escuela pasaba olímpicamente de estudiar el rollo de los insectos, los estados sólidos, líquidos y gaseosos o la anatomía humana. De la anatomía humana huía como de la peste. Eso de ver dibujado en el libro un cuerpo humano con líneas rojas para indicar la circulación de la sangre le sacaba de quicio. Un día el maestro, en plena explicación de Anatomía humana, cogió de la mesa una tibia y la fue mostrando por toda la clase. Al llegar al pupitre que ocupaba el primo Alfonso, le preguntó de repente: “A ver, Alfonso. ¿Qué es esto?” Mi primo, tras mirar con asco el objeto que esgrimía el maestro como si fuera una espada, le contestó: “Un hueso, señor maestro.” El maestro frunció el ceño. “Todos sabemos que es un hueso. ¿Pero qué clase hueso?” Entonces Alfonso, encogiéndose de hombros, contestó: “No lo sé, pero tampoco aspiro a que usted me ponga un diez en Ciencias Naturales.”
En el recreo salían a relucir todas estas salidas de tono del primo Alfonso entre los escolares que jugaban al fútbol en la explanada de la iglesia vecina o al burro contra la misma fachada de la escuela. Otras veces, cuando llegaba el buen tiempo, se reunían en pequeños corros y mientras daban cuenta del bocadillo, se dedicaban a lanzarse piropos y cosas peores. Con el Asturiano las tuvo gordas, pues se solía meter con su baja estatura haciendo sobre él los chistes más ofensivos. Un día el Asturiano, tal vez cansado de meterse con Alfonso, intentó una nueva táctica con él, la táctica de los diminutivos cariñosos. Pero mi primo estaba harto de su insistencia. Así que cuando una mañana de primavera el Asturiano le dijo: “No puedes negar, Alfonso, que eres algo bajito”, éste le contestó: “No soy bajito, es que estoy lejos.” Y a partir de ese día se distanció por completo del Asturiano y del grupo de lameculos que iba tras él.
Alfonso siempre tenía alguna ocurrencia cuando se trataba de zafarse de alguna responsabilidad relacionada con la escuela. Una tarde, al volver al casa, entró muy enfadado en el cuarto de costura donde estaba cosiendo su madre y tras darle el beso acostumbrado, le dijo: “Mamá, hoy es la última vez que voy a la escuela con esta camisa roja como la sangre.” La madre, sonriendo ante las palabras de su hijo, le preguntó: “¿Por qué lo dices? Si es una de las que más te gustan.” A lo que Alfonso replicó: “Eso era antes. Ahora me parece demasiado llamativa. Hoy por ejemplo el maestro me ha preguntado cuatro veces.”
Pero no era sólo la camisa roja del primo Alfonso la que llamaba la atención del maestro. Era también su falta de interés y la facilidad que tenía para despistarse con el vuelo de una mosca. Una mañana en que Alfonso estaba pensando en las musarañas, el maestro, que hablaba a la clase de los cuatro elementos naturales, detuvo la explicación para preguntarle: “A ver, Alfonso, ¿cuáles son los elementos?” Alfonso aterrizó de golpe. “¿Los elementos, dice?” El maestro insistió: “Sí, los elementos. Enuméralos.” Entonces Alfonso, tras meditar unos segundos, contestó: “Elementos elementos… hay el agua, la tierra, el fuego, el aire y… las busconas.” Todos sus compañeros explotaron en una sonora carcajada. El maestro, en cambio muy serio, le preguntó: “Pero dónde has aprendido eso?” “En la fragua, señor maestro.” “¿Cómo que en la fragua? Explícate.” Entonces el primo Alfonso dijo: “El otro día la mujer del herrero le decía a una vecina que cuando su marido se va de busconas, está en su elemento.”
Sin embargo, el no va más ocurrió cuando el Señor Inspector de Educación de la Provincia visitó la escuela. Se pasó más de dos horas haciendo preguntas a los escolares de Geografía española, que si dónde nacía el Duero y dónde desembocaba, que cuáles eran los cabos de la cornisa cantábrica, que si el pueblo pertenecía a la provincia de Salamanca o de Zamora…; de Ciencias Naturales y de Catecismo. Poniendo problemas de Aritmética y Geometría que a Alfonso le hacían sudar tinta mientras intentaba evitar que los ojos del Señor Inspector tropezaran con los suyos. De pronto la autoridad académica hizo una pausa para decir: “Y ahora, queridos niños, ¿hay alguno de vosotros que quiera hacerme alguna pregunta a mí?” Y el primo Alfonso, que estaba al borde del infarto, levantó la mano. El Inspector le dio permiso para hablar mientras comentaba con el maestro lo bien que tenía educados a sus discípulos, que pedían la palabra como los adultos, alzando el brazo. “Formula tu pregunta, muchacho,” añadió. Y Alfonso le soltó: “Señor, ¿a qué hora sale su tren?”
En la escuela del barrio el primo Alfonso aprendió de todo, hasta lo que no debía, como nos pasa a todos. Pero es tan divertido el tiempo que se pasa allí con los amigos. Un día el maestro, un hombre que padecía del estómago y por lo tanto con el carácter algo agriado, les estaba enseñando a sus alumnos ortografía. Tras un rato de explicación y de escribir algunas oraciones ilustrativas en la pizarra, empezó a hacer algunas preguntas para ver si sus discípulos se habían quedado con alguna enseñanza. “Como bien habéis podido aprender, en el alfabeto castellano existen algunas letras que llevan una especie de apellido detrás, como uve doble, y griega… ¿Alguno de vosotros recuerda una letra de esas?” Antonio, el más listo de la clase y compañero de pupitre del primo Alfonso, levantó la mano. El maestro le dio permiso para hablar. “Creo que hay una a la que se puede incluir en ese grupo, don Andrés. Y es la i latina.” Entonces Alfonso, que no quería ser menos que su compañero, levantó la mano también. El maestro le dijo: “No me digas, Alfonso, que tú conoces otra letra de esas.” “Sí, señor maestro.” “Pues anda, dila”. Entonces mi primo soltó la primicia: “Esa letra es la ge latina.” Una carcajada unánime estalló entre las cuatro paredes de la escuela.
Por entonces, el primo Alfonso empezó a tomar fama de chistoso y un día que estaba en el recreo reunido con un grupo de amigos contando cosas de la familia, un tal Silín, exagerado como él solo, empezó a hablar de su abuelo. Decía: “Mi abuelo es muy alto, es tan alto que tiene que doblarse por la mitad para entrar por la puerta de casa.” A lo que replicó Alfonso diciendo: “Pues eso no es nada. Para alto, mi abuelo el de Arcenillas, al que le pasan los aviones volando por debajo del sobaco.” Entonces intervino un chico recién llegado de Asturias que tenía fama de reservado y que, a partir de entonces, representó ser la horma para el zapato del primo Alfonso. El asturiano, con una sonrisa en los labios, se dirigió a Alfonso muy interesado: “Oye, y cuando tu abuelo levantaba el brazo ¿no tocaba algo blando, muy blando?” Alfonso respondió ligero: “Claro, las nubes.” Y la horma de su zapato replicó triunfalmente: “¡Que te lo crees tú! Eso blando que tocaba tu abuelo al levantar el brazo no eran las nubes, guaje, sino los huevos de mi abuelo.”
A Alfonso las cosas de la escuela, me refiero a la instrucción y todo eso, no le iban muy bien. Un día su padre, que acababa de hablar con el maestro y enterarse de que no hacía ningún progreso, le dijo visiblemente preocupado: “Hijo mío, has llegado en la escuela a una situación insostenible. El mes pasado eras el penúltimo de la clase, y ahora eres el último. Explícame el motivo.” Alfonso agachó la cabeza avergonzado y entre dientes contestó a su progenitor: “Pero, papá, ¿acaso es culpa mía que Silín, que era el último de la clase, está en casa con gripe?”
En Ciencias Naturales andaba muy mal (bueno, como en casi todas las materias). Decía que ya tenía bastante naturaleza en el pueblo, en la arboleda del río y en las huertas del barrio, que cambiaban de cara con la llegada de las estaciones. Por eso en la escuela pasaba olímpicamente de estudiar el rollo de los insectos, los estados sólidos, líquidos y gaseosos o la anatomía humana. De la anatomía humana huía como de la peste. Eso de ver dibujado en el libro un cuerpo humano con líneas rojas para indicar la circulación de la sangre le sacaba de quicio. Un día el maestro, en plena explicación de Anatomía humana, cogió de la mesa una tibia y la fue mostrando por toda la clase. Al llegar al pupitre que ocupaba el primo Alfonso, le preguntó de repente: “A ver, Alfonso. ¿Qué es esto?” Mi primo, tras mirar con asco el objeto que esgrimía el maestro como si fuera una espada, le contestó: “Un hueso, señor maestro.” El maestro frunció el ceño. “Todos sabemos que es un hueso. ¿Pero qué clase hueso?” Entonces Alfonso, encogiéndose de hombros, contestó: “No lo sé, pero tampoco aspiro a que usted me ponga un diez en Ciencias Naturales.”
En el recreo salían a relucir todas estas salidas de tono del primo Alfonso entre los escolares que jugaban al fútbol en la explanada de la iglesia vecina o al burro contra la misma fachada de la escuela. Otras veces, cuando llegaba el buen tiempo, se reunían en pequeños corros y mientras daban cuenta del bocadillo, se dedicaban a lanzarse piropos y cosas peores. Con el Asturiano las tuvo gordas, pues se solía meter con su baja estatura haciendo sobre él los chistes más ofensivos. Un día el Asturiano, tal vez cansado de meterse con Alfonso, intentó una nueva táctica con él, la táctica de los diminutivos cariñosos. Pero mi primo estaba harto de su insistencia. Así que cuando una mañana de primavera el Asturiano le dijo: “No puedes negar, Alfonso, que eres algo bajito”, éste le contestó: “No soy bajito, es que estoy lejos.” Y a partir de ese día se distanció por completo del Asturiano y del grupo de lameculos que iba tras él.
Alfonso siempre tenía alguna ocurrencia cuando se trataba de zafarse de alguna responsabilidad relacionada con la escuela. Una tarde, al volver al casa, entró muy enfadado en el cuarto de costura donde estaba cosiendo su madre y tras darle el beso acostumbrado, le dijo: “Mamá, hoy es la última vez que voy a la escuela con esta camisa roja como la sangre.” La madre, sonriendo ante las palabras de su hijo, le preguntó: “¿Por qué lo dices? Si es una de las que más te gustan.” A lo que Alfonso replicó: “Eso era antes. Ahora me parece demasiado llamativa. Hoy por ejemplo el maestro me ha preguntado cuatro veces.”
Pero no era sólo la camisa roja del primo Alfonso la que llamaba la atención del maestro. Era también su falta de interés y la facilidad que tenía para despistarse con el vuelo de una mosca. Una mañana en que Alfonso estaba pensando en las musarañas, el maestro, que hablaba a la clase de los cuatro elementos naturales, detuvo la explicación para preguntarle: “A ver, Alfonso, ¿cuáles son los elementos?” Alfonso aterrizó de golpe. “¿Los elementos, dice?” El maestro insistió: “Sí, los elementos. Enuméralos.” Entonces Alfonso, tras meditar unos segundos, contestó: “Elementos elementos… hay el agua, la tierra, el fuego, el aire y… las busconas.” Todos sus compañeros explotaron en una sonora carcajada. El maestro, en cambio muy serio, le preguntó: “Pero dónde has aprendido eso?” “En la fragua, señor maestro.” “¿Cómo que en la fragua? Explícate.” Entonces el primo Alfonso dijo: “El otro día la mujer del herrero le decía a una vecina que cuando su marido se va de busconas, está en su elemento.”
Sin embargo, el no va más ocurrió cuando el Señor Inspector de Educación de la Provincia visitó la escuela. Se pasó más de dos horas haciendo preguntas a los escolares de Geografía española, que si dónde nacía el Duero y dónde desembocaba, que cuáles eran los cabos de la cornisa cantábrica, que si el pueblo pertenecía a la provincia de Salamanca o de Zamora…; de Ciencias Naturales y de Catecismo. Poniendo problemas de Aritmética y Geometría que a Alfonso le hacían sudar tinta mientras intentaba evitar que los ojos del Señor Inspector tropezaran con los suyos. De pronto la autoridad académica hizo una pausa para decir: “Y ahora, queridos niños, ¿hay alguno de vosotros que quiera hacerme alguna pregunta a mí?” Y el primo Alfonso, que estaba al borde del infarto, levantó la mano. El Inspector le dio permiso para hablar mientras comentaba con el maestro lo bien que tenía educados a sus discípulos, que pedían la palabra como los adultos, alzando el brazo. “Formula tu pregunta, muchacho,” añadió. Y Alfonso le soltó: “Señor, ¿a qué hora sale su tren?”
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