Es el título de un libro del recientemente desaparecido premio Nobel José Saramago (Ronsel Editorial, Barcelona, 1993). El volumen está formado por unas sesenta crónicas que el escritor publicó desde 1969 a 1972 en el diario A Capital y el semanario Jornal do Fundâo. Ninguna abarca más de cuatro páginas y se leen con amenidad e interés. Como muy bien dice el título de la colección, se trata de unos cuantos recuerdos e impresiones que Saramago fue recogiendo de sus múltiples periplos por el mundo, sin olvidar los realizados por su país, Portugal. La prosa empleada es la del mejor Saramago: irónica, inteligente, erudita, con tonos pesimistas y algunos excépticos, y siempre con un lenguaje bello, descriptivo, plagadop de bellas descripciones y apuntes culturales diversos, especialmente los referidos al arte y los museos, a los que él era tan aficionado. La mayoría de las crónicas son excelentes y de todas ellas se pueden sacar lecciones variadas, desde la meramente social hasta la política, pasando por la cultural, literaria o artística, sin despreciar la reflexión personal. De ahí que a través de sus dichos podamos conocer un poquito mejor la personalidad y el carácter de este portugués universal. Así dice en Mi subida al Everest: "Hay días en que nos ponemos a mirar el transcurso pasado de nuestra vida y lo vemos vacío, inútil, como un desierto de esterilidades sobre el que brilla un gran sol autoritario que no nos atrevemos a mirar de frente." Son muchos los pasajes que hacen referencia a su propia vida, especialmente los que tienen que ver con su infancia. En Molière y la curruca, nos habla de su caligrafía y de los cuadernos donde solía escribir ante la mirada atenta de su madre, así como de sus libros, que cuidaba con esmero. Quizá por eso afirma: "Tal vez venga de ahí el respeto supersticioso que aún tengo por los libros: no soporto que los doblen, los subrayen o los maltraten en mi presencia." En las crónicas hay numerosas referencias sobre la infancia, de la que dice en Y también aquellos días: "El mito del paraíso perdido es el de la infancia, no hay otro. Lo demás son realidades por conquistar, soñadas en el presente, guardadas en el futuro inalcanzable." A veces logra calidades de página excelentes, casi poemas en prosa, como en el pasaje siguiente de la misma crónica: "Donde daba la luna, todo era blanco y refulgente, todo lo demás quedaba envuelto en una espesa oscuridad. Y yo, que sólo tenía doce años, como ya queda dicho, adiviné que jamás volvería a ver una luna así. Por eso hoy me conmueve la luz de la luna: llevo una dentro de mí insuperable." Otras crónicas de bello recuerdo son Una noche en la Plaza Mayor (la de Madrid, una especie de artículo de costumbres a la manera de Mesonero Romanos), El jardín de Boboli (extraordinaria descripción de la estatua del enano Pietro Barbino, divertidor de Cosme I), El taller del escultor (para mí una de las mejores; se trata de un excelente poema en prosa, que me recuerda alguna de Cernuda en Ocnos), El General della Rovere (reflexión filosófica a partir de la película del mismo título dirigida por Rossellini en 1959 y de su protagonista), Moby Dick en Lisboa (crónica de la llegada a la costa portuguesa de una ballena que, finalmente, muere pese a los esfuerzos de los lisboetas por devolverla al oceano), etcétera. Para no alargar mucho esta crónica de crónicas, quiero concluirla con un texto perteneciente a ¿Adónde dan los portalones?, ejemplo de bella prosa preocupada por el poco caso que inspiran en las autoridades las construcciones antiguas, y de paso clarificadora de la personalidad de Saramago:
"No me acuse el lector de oscurantista. Tengo una fe ciega en el futuro, y hacia él se extienden mis manos. Pero el pasado está lleno de voces que no callan y al otro lado de mi sombra aparece una multitud infinita de sombras que la justifican. Por eso me inquietan esos viejos portalones, por eso me intimidan los pilares abandonados. Cuando voy a atravesar el espacio que ellos guardan, no sé qué fuerza rápida me detiene. Pienso en la gente que por allí pasó viva y es como si resonara en la atmósfera su respiración, como si se arrastraran los suspiros y sus fatigas hasta morir sobre el umbral apagado. Pienso en todo esto y crece en mí un gran sentimiento de humildad. No sé bien por qué, pero se trata de una responsabilidad que me aplasta."
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