Hay un rincón en el noroeste de mi provincia que se llama Sanabria. De él guardo entrañables recuerdos, como un plato colgado en mi balcón de Tossa, y siempre que sale a relucir su nombre, el de Sanabria, viene a mi memoria un viaje que hicimos los cuatro a finales de los setenta a aquella hermosa tierra. Nos hospedamos en Galende, un pueblecito de casas con balcones de madera y tejados de pizarra. Teníamos el Lago de Sanabria a escasos kilómetros de allí y, siempre que podíamos, nos acercábamos a sus aguas oscuras y misteriosas donde Unamuno sitúa la acción de su excepcional novela San Manuel Bueno, mártir. Con el coche bordeábamos el lago y, tras dejar atrás San Martín de Castañeda, subíamos al cielo reflejado en la Laguna de los peces. Otras veces nos íbamos hacia la frontera con Portugal y descubríamos castaños en flor y almiares y caminos que se perdían en lontanaza como nuestra imaginación. Recuerdo el día en que visitamos Ribadelago, el pueblo donde un invierno cruel de los años cincuenta se desató la tragedia y la muerte en sus humildes moradores al romperse la presa que soportaba 16000 metros cúbicos de agua. Aún seguía allí la roca con cruces inscritas conmemorando tan triste evento. Sanabria es una tierra para soñar y sufrir. Viendo la gente del lugar con la azada al hombro camino de los campos uno se da cuenta de que sitios así sólo existen en el alma y en los recuerdos. Gallegos, Castellanos, nombres de pueblos con significación propia. Nosotros recorrimos esos lugares con un cuaderno de dibujo para eternizar sus sombras y sus luces y una libreta donde escribir las hondas emociones que provocaron en nosotros. Y un día llegamos hasta la capital de la comarca, junto al Tera, río de resonancias eternas. Y subimos hasta el palacio y la iglesia y oímos las campanas del tiempo. Y adquirimos, enamorados del lugar, un plato con un crustáceo de pinzas abiertas. Ah, los recuerdos... ¿no serán como los crustáceos: duros por fuera pero tiernos y sabrosos por dentro? Sólo un triste suceso puso una nota negativa a aquel viaje a Sanabria: la muerte del poeta Blas de Otero. Nunca olvidaré aquella siesta del hotel en que la radio me dio la noticia. Quedé tan impresionado, que en los días siguientes escribí un poema dedicado al autor de Ángel fieramente humano que nunca incluí en libro alguno. El que si pasó a formar parte del libro que al año siguiente ganó el Boscán de 1979 es el poema titulado precisamente Sanabria, que copio a continuación.
Me sorprende la paz,
me sorprende la fe que tienen en la vida
estos pacientes hombres que frecuentan
silencios de castaños y pizarras,
almiares y caminos
por donde va sencilla la existencia
oliendo a excremento de animal
y a vegetal labrado por austero labriego.
Estos hombres que pasan por aquí,
no se sabe si soñando o existiendo,
llevan siempre en la boca una sonrisa
con el mismo sosiego
que al hombro una guadaña.
Vivir me dejaría en estos campos
por donde va esta paz,
esta fe
que convierten la vida
en más hermana del hombre.
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