miércoles, 21 de julio de 2010

EL RELATO DEL MES

La verdad sobre la carta
que escribió Don Quijote a Dulcinea




En lo relativo a la carta que en Sierra Morena escribió Don Quijote y luego encargó a su escudero llevarla hasta las manos de la dama de sus sueños doña Dulcinea del Toboso, Suárez de Figueroa consultó con mayor atención que Cervantes las fuentes de la historia del ingenioso hidalgo y se valió de ellas mucho mejor que el Manco de Lepanto. En primer lugar, la carta de Cervantes fue escrita en el librillo de memorias que señor y escudero encuentran, junto a otras cosas, en el interior de una maleta abandonada en la citada sierra. Figueroa, que no halló en los Anales ni en Cide Hamete Benenjeli la referencia a ninguna maleta perdida, sino a una mochila con restos de comida y un cuaderno de versos que Cardenio había dedicado a Luscinda, la hace escribir en una de las últimas hojas en blanco del mencionado cuaderno. En segundo lugar, aunque el texto de la carta de Cervantes que, como debe saber el lector, empieza así: “Soberana y alta señora: el ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Rey, te envía la salud que él no tiene”, etc., coincide con el de la carta de Suárez de Figueroa (salvo el término “Rey” aplicado a Dulcinea), no sucede lo mismo con la nota que en otra hoja del cuaderno le escribe el hidalgo a su sobrina para que se sirva entregarle tres pollinos a Sancho. Este segundo texto reza así en la obra de Figueroa: “No le extrañe a vuestra merced, señora sobrina, las palabras escritas que le da mi escudero Sancho Panza; le he hecho saber que aquí pongo que vuestra merced le regalará, tras la entrega de esta misiva, tres asnos de los cinco que aún quedan en la hacienda. Cuando en realidad escribo refranes y sentencias que él gusta repetir: “ Con su pan se lo coman”, “que el que compra y miente, en su bolso lo siente”, “desnudo nací, desnudo me hallo”, muchos piensan que hay tocinos y no hay estacas”, “¿quién puede poner puertas al campo?” Como el simple es analfabeto, ni se enterará de la artimaña. Eso sí, déle de comer y beber vuestra merced, que el camino hasta ahí es duro y largo. Fecha en las entrañas de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto de este presente año.”
Pero la mayor diferencia estriba en los pormenores del retorno de Sancho a la aldea donde vive Dulcinea y los encuentros que tuvo en el camino. Una vez entregadas las dos cartas, Don Quijote le hizo a su escudero algunas recomendaciones para el trayecto. La primera de ellas fue que recogiera ramas de roble (no de retama, como en la obra de Cervantes) y las fuera arrojando desde la cabalgadura al camino para que así pudiera dar con él sin equivocarse cuando regresara. Y la segunda que pasara por la venta de Lodares (detalle nuevo) a recoger una receta mágica que allí vendía la curandera Pini del Palancar y con la que podría salir airoso de las futuras hazañas que acometiese. Dice a propósito Suárez de Figueroa que añadió don Quijote: “No nos pase como con los galeotos, entre ellos Ginés de Pasamonte, que una vez librados por nuestra fuerza e ingenio de la opresión de la mala justicia y de quienes la ejercen a torcidas, se revolvieron contra nosotros y nos pagaron mal por bien. El brebaje de la de Palancar tiene virtudes que el bálsamo de Fierabrás ni soñar puede.” Antes de partir el escudero a lomos de Rocinante (detalle presente en ambos autores) solicitó a su señor que le mostrara alguna de las penitencias que pensaba hacer en Sierra Morena a imitación de las que hizo Amadís de Gaula. “Una sólo, le respondió Don Quijote mientras se despojaba de la ropa que lo cubría y se quedaba como su madre, doña Isabel Pavón, lo trajo al mundo, una sola muestra sirve, Sancho amigo, para que veas a qué pruebas nos somete el rigor de la caballería andante a quienes hemos escogido servirla en cuerpo y alma. Y sin encomendarse a Dios ni al diablo restregó primero su espalda y sus nalgas y luego sus partes pudibundas contra el áspero tronco de un roble como si fuera un animal que tuviera pulgas y quisiera así liberarse de la picazón producida por los insectos; y lo hizo con tanta saña que al girarse hacia el atónito Sancho pudo ver éste cómo la sangre salía a pequeños regueros de la piel blanca de su enloquecido señor.” Como puede verse, Figueroa se separa aquí como en tantos otros sitios de Cervantes en la interpretación de las fuentes originales de la historia de Don Quijote que, para ser exactos, hablan de Don Quijote medio desnudo y de unas volteretas ejecutadas milagrosamente sobre las rocas del lugar.
En la venta preguntó por Pini del Palancar y le condujeron hasta un apartado del establo de las cabras donde andaba ordeñando a una blanca y negra. Sancho se fijó en la piel de la mujer, negruzca y arrugada como un odre de vino, y en sus manos, también negras y ásperas, pero hábiles y rápidas en la operación que estaba efectuando en ese momento y que al poco tiempo acabó sin dejar de mirar con sus ojos avariciosos el cuerpo rechoncho de Sancho, que no pudo por menos de esbozar una mueca de repulsión. Luego retiró el recipiente de debajo de las ubres del animal generoso y le atizó una patada como pago de su servicio. La cabra baló lastimeramente y se fue a refugiar junto a las otras. “Pini se acercó a Sancho moviendo las caderas como Salomé en su danza bíblica”, dice Suárez de Figueroa, “y una sonrisa desdentada pintada de repente en su atrabiliario rostro acabó por espantar al pobre escudero, que hizo intención de escapar de allí más aprisa que lo había hecho el animal preferido del dios Pan. Pero pensó en las palabras que le había dicho su amo y se mantuvo quieto, agarrado a una estaca que había sobre un pesebre. Pini, la curandera, cambió de actitud al percibir el temor de Sancho y, sobre todo, el gesto del escudero de agarrar el palo, le dijo que si lo que buscaba era alimentarse le podía ofrecer un buen trago de leche. Sancho se calmó un poco y, soltando la estaca del pesebre, le dijo que su señor Don Quijote le había mandado buscarla para que le diera una receta mágica que lo protegiera contra todo mal.
--Lo que tu amo quiere es un amuleto para escapar de las acechanzas y peligros que su vida de caballero andante acarrea. Ya he oído hablar de ese valiente y esforzado Don Quijote y de ti, su incondicional servidor. Hasta esta venta ha llegado el eco de vuestro infortunio con los condenados a galeras y otras adversidades parecidas. Pero no temáis más, que con el amuleto que te voy a dar nunca sufriréis descalabro alguno; antes al contrario, saldréis triunfadores de cuantas altas empresas acometáis. Acompáñame hasta la buhardilla donde guardo mis pócimas y realizo mis curaciones.”
Abrevio. En el cuartucho donde vivía la curandera apenas había sitio, en un rincón, para un camastro; todo el espacio, que no abarcaba más de dos varas de ancho por tres de largo, aparecía atiborrado de estanterías con cajas, sacos, botes, tarros, libros, ramas, raíces y flores secas, frutos consumidos o pasos, hornillos y cachivaches para cocer y una pintura oscura en la pared frontera de la puerta. Sancho se asustó de nuevo y le preguntó a la curandera quién era la figura que representaba el cuadro.
“Pini le contestó que era el mago Cipriano, cuyo espíritu había estado en posesión de Satanás durante treinta años convencido de que acabaría arrastrándolo al infierno, hasta que Dios, a través de Santa Justina inundó de luz su alma, conduciéndolo al martirio y a la posterior santidad. A continuación rebuscó entre los objetos que atestaban una de las repisas y trajo hasta donde estaba Sancho un saquito de lino. Se lo enseñó y dijo:
--Aquí dentro hay un diente de lobo entre pétalos molidos de caléndula y briznas de hojas de laurel. Todo está recogido en el mes de septiembre, justo cuando el sol entra en el signo de Virgo. Llevando encima este saquito amuleto nadie podrá hacer ningún mal contra quien lo porta colgado al cuello. Tu amo vivirá siempre envuelto en una profunda paz. Grandes hombres de la historia lo llevaron con fe y veneración y siempre, mientras lo llevaron encima, vivieron preservados del mal. Dicen que Julio César era uno de ellos y que, el día que se lo quitó, halló la muerte apuñalado. Que tu señor Don Quijote no se despoje de él nunca y jamás nadie, ni bandoleros ni gigantes ni encantadores, podrá hacerle ningún mal”.
Sancho dijo que antes de llevárselo a su amo debía hacer un viaje para cumplir con una misión de alto amor, a lo que la curandera le replicó que guardara bien el amuleto de miradas enemigas porque siempre hay gente que está dispuesta a matar por hacerse con una cosa así. Luego añadió que no cobraba nada por el favor a Don Quijote porque admiraba su valentía y el modo como defendía a las mujeres y a los seres más indefensos. Hasta aquí se extiende aproximadamente las tres cuartas partes del capítulo XII de un total de treinta de que se compone Don Quijote de Calatrava, según he podido averiguar; capítulo que, como se sabe, guarda cierto paralelismo con el XXVI de la primera parte de la obra de Cervantes; de todo lo cual se infiere la escasa capacidad de novelar del doctor en comparación con el autor nacido en Alcalá. Pero ahora importa más hablar de cómo discurre el resto del capítulo del primero.
Con el amuleto en su poder y el estómago lleno, Sancho se despidió de Pini del Palancar y dejó atrás la venta al trote de Rocinante. Pero no había recorrido una legua cuando descubrió a tres caballeros venir a su encuentro por el camino de Aldea del Rey. Enseguida los reconoció. Se trataban del bachiller Gracián de Saavedra, el licenciado Tomé de Avellaneda y el barbero Sebastián Lozano, los cuales, como en otras ocasiones, pensó Sancho, sin duda iban buscando a Don Quijote para con engaños devolverlo a casa. Y aquí fue cuando el escudero mostró su insaciable materialismo pues palpándose con disimulo bajo la ropa las dos cartas que había escrito su señor, ideó la forma de salir bien librado por una vez en toda la historia hasta ese momento vivida. Resumo. Tras los saludos correspondientes, el cura le preguntó al escudero por Don Quijote, a lo que respondió dándole todo lujo de detalles sobre el paradero de su señor, incluidas las ramas de roble con que fue señalando el camino.


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