domingo, 31 de enero de 2010

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Mas d'en Gall






Mas d'en Gall es una urbanización cercana a Esparraguera donde nosotros tuvimos una casita hasta que los chicos se hicieron mayores. La compramos en 1974 y le puse de nombre Villa Áurea, en recuerdo de mi madre, que nos dejó en noviembre de ese año. La casa tenía jardín delante y un patio detrás. Allí pasamos ratos inolvidables y allí mis hijos crecieron en contacto con la naturaleza. Hace veinte años vendimos la casa y dijimos adiós a aquel espacio natural rodeado de bosques por donde corría un pequeño arroyo y desde el cual se veía constantemente las cúpulas de piedra de Monserrat.
Y ayer volvimos a dar una vuelta por allí con el nieto, para recordar viejos y entrañables tiempos. Tres generaciones junto a la casa que fue nuestra un día y que hoy adopta una vista totalmente diferente. Una palmera gigantesca asoma atrevida por encima de la valla y ocupa parte de la calle (la acera, cuyas baldosas puso mi suegro, están hoy levantadas por las raíces de la palmera). El manzano ya no está, ni el plumero, ni el depósito, ni la piscinita donde se bañaban mis hijos. Y la chimenea no echa humo. En cambio, los nuevos moradores de la casa han puesto una antena digital sobre el tejado y aire acondicionado en el porche (el tiempo no pasa en balde). Viendo el cuadrado del jardín y la fachada de la casa, no he podido evitar emocionarme. Pero el que más emociones ha vivido ha sido mi hijo pequeño, que aquí como quien dice nació y creció junto con su hermano mayor entre juegos y aventuras sin cuento. Y ahora, con su hijo, de la mano, miraba y miraba por ecima de la verja al interior del jardín que tanto había significado para él en otro tiempo. Después nos fuimos a dar un paseo por el bosque y de camino vimos la casita de mis suegros, también muy cambiada, así como la calle, donde un restaurante abre sus puertas. Todo son cambios y alguna que otra decepción. Y el bosque no iba a ser distinto. Ya no están los olivos de la ladera del riachuelo adonde trepaban mis hijos ni el trozo de casa en cuyos alrededores levantaban ellos los abatidos ladrillos para descubrir bajo ellos escurridizos alacranes. Y el prado donde los chicos se sentaban a dibujar o corrían a la caza de algún saltamontes apenas existe; sólo permanecen los tomillos y los romeros, ahora en flor, en el espacio pequeño que les dejan los pinos que han crecido por todas partes (claro, antaño eran plantitas que soñaban alcanzar el cielo de ahora). Hemos hecho fotos, sin embargo, con el nieto, que, asombrado ante tanta vegetación, se sentaba sobre el blado lecho de los tomillares o intentaba abrirse paso entre los hinojos secos y otros arbustos riendo ante la aventura que estaba viviendo. Montserrat seguía estando allí, dominando con su presencia todos nuestros recuerdos, y el tranformador rojo de la luz, en lo alto de la urbanización, indicando que el tiempo continúa inexorablemente su camino.
Luego, un poco tristes por la decepción pero satisfechos de haber cumplido con un deseo formulado tiempo atrás, hemos buscado la masía que un letrero anuncia desde tiempo inmemorial a la salida de la carretera de la urbanización, a cuyos lados persisten, eso sí, las viñas de antaño, y al final la hemos encontrado en dirección a Piera. En un comedor confortable, al calor de una chimenea de tierra, hemos comido a gusto mientras hablábamos nuevamente de la casa de Mas d'en Gall, pero ahora como si se tratara de algo visto en una película.

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