miércoles, 8 de octubre de 2008

LETRAS PARA EL OCIO

UN REFUGIO

Cada ser humano gusta de tener un reducto de paz para poder aislarse del mundo y estar a solas con sus aficiones más queridas. Yo tengo el altillo de la casa o la buhardilla, como quiera llamársele. Allí paso gran parte del día y allí me entretengo haciendo las actividades más diversas aunque todas relacionadas con el mundo de la cultura, las artes y la literatura. Y cuando opto simplemente por seguir la evolución de las musarañas, me pongo a contemplar los cuadros que allí cuelgan de las cuatro paredes. Y recomiendo esa otra actividad de no hacer ninguna actividad, es decir, de mirar solamente y dejar vagar libremente a la imaginación y al mundo siempre vivo de los pensamientos. Era muy diferente hacer eso, es decir, nada, a revisar libros y libros de cuantos se amontonan en los estantes que ocupan también las cuatro paredes de la buhardilla. Cogía uno al azar y, sólo con releer mis anotaciones en los márgenes de muchos de ellos, se me pasaban las horas volando y yo cambiaba de edad al cambiar de libro; algunas de aquellas frases me parecían ajenas a mí (¡tanto puede cambiar el modo de sentir y pensar de las personas!) y otras frases me mostraban cómo había sido yo en diversos estadios de mi vida. De repente descubría que debía dejar aquella actividad si quería volver a ser yo, el hombre de ahora, el hombre que tenía ya sesenta y tres años y estaba de baja por enfermedad y era plenamente consciente de todo ello. Otras veces, sentado en el sillón reclinable, colocado ante la puerta acristalada de la salida al solario, miraba al cielo sobre las terrazas de las casas vecinas siguiendo la evolución de las nubes o el vuelo de algún pájaro que cruzaba por instantes el trozo de cielo. Y si no, simplemente dormitaba. Pero en seguida me daba cuenta de que esta última falsa actividad resultaba ser la peor porque al punto venían a mi mente con sus aguijones malsanos de los pensamientos negativos y eso me postraba más en mi acostumbrado desánimo; al contrario, hacía todo lo posible por levantarme el ánimo, proponiéndome actividades para la tarde, como salir a pasear por los alrededores, coger el coche para hacer la compra en los grandes almacenes que hay en el pueblo vecino o hacer visitas a la biblioteca del pueblo para consultar internet o intercambiar libros. Lo pagaba ella, que incluso perdía parte de su tiempo para dictarme textos que yo necesitaba para las lecturas y actividades del Manual de Bachillerato que por entonces estaba confeccionando para una editorial. La buena estrella de mi mujer hacía que, con aquellos dictados, enseguida se me pasaran los malos momentos y juntos reíamos ante ciertas escenas de teatro, singulares párrafos de novela o versos que hacían sentir y pensar festiva y amablemente. Y más tarde, cuando pensaba en todo eso, me arrepentía enseguida de haberme portado como un majadero con mi mujer y dejaba el altillo para buscarla por toda la casa; y cuando la encontraba, le hacía una carantoña y la besaba como un niño que busca el cariño a toda costa.

























DE CUADROS

Muchos de los cuadros que cuelgan de las paredes de la buhardilla, por no decir todos, han sido pintados por mí (aunque de aquella manera), y algunos hasta más de dos veces. Si se hiciera la historia de cada uno de los cuadros colgados en mi casa, habría materia suficiente para escribir un libro (aunque sería de escaso interés). Un ejemplo. El que presenta una parte de la Barcelona antigua, los arcos de la muralla, la torre de Martín el Humano y la de santa Águeda, entre otras, tuvo antes un retrato mío en el que se me veía pintando la Vila Vella de Tossa. Esteban, mi hijo mayor, cuando estas vacaciones de Navidad estuvo en casa, se empeñó en poner su granito de arena en el cuadro. Hizo algunas veladuras, amortiguó los sienas de las torres, acentuó los violetas de los arcos... A mi juicio, el cuadro ganó con su aportación (siempre ha sido mejor que yo en la dedicación y delicadeza). Hay cuadros por todas partes (ya quedó dicho). En la pared más grande, además del cuadro de Barcelona, hay otros que son figuras (una mujer copiada de Rembrand: la que se coge los bajos de sus vestidos y los remanga por encima de sus rodillas; y otra de Zuloaga, con un paisaje vasco, árbol, colinas y el mar detrás; su ropa es negra y porta en la mano un bolso, también negro), paisajes (alguno también copiado, como el puente de Corot, que me recuerda mucho el de Zamora, mi ciudad natal), pero otros son originales, como el campo en que trotan en distintos términos tres caballos precedidos de dos perros (lo que podría llamarse una escena de caza). Hay también en esa pared de la buhardilla un cuadro trampa, que es el del perro que copié de un cuadro de Velásquez; lo que ocurre es que lo situé en un paisaje misterioso, enmarcado por dos troncos de pino; me gusta en especial la postura del perro; el can, apoyado sobre sus cuartos traseros, mira hacia la izquierda sin ansias, como aprovechando el rato de sosiego a la sombra que el amo invisible le concede; antes, en la colina del ángulo superior izquierdo pinté el castillo de Peñafiel que había localizado en un libro de historia; pero finalmente lo cubrí con el azul lechoso del cielo para que no quitara importancia al lebrel, que realmente es el protagonista de la pintura. De todos los cuadros de esa pared me gusta contemplar en especial uno, cuadro que fue también retocado por Esteban. Representa los sentimientos que experimento por Tossa y aparece dividido en dos mitades verticales, en la de la derecha aparece mi mujer, busto cogido de un momento vivido en el Ritz hace algunos años cuando recibí el premio de poesía Don Balón por mi poema Dioses contra la derrota (después sería miembro del jurado de ese premio, junto a figuras tan ilustres del mundo de las letras y el espectáculo como Manuel Alcántara, Joan Manuel Serrat o Pedro Ruiz; todo debido a la inmensa generosidad de Rogelio Rengel, el artífice del Premio). Lo importante es que mi mujer aparece en ese cuadro sonriendo ante una mesa y dos copas, como mirando siempre al que la quiera mirar en una correspondencia sin igual, en el marco de lo que parece una ventana. En la otra mitad del cuadro, las ramas oscuras de un árbol enmarcan en la parte superior la torre principal de la Vila Vella de Tossa, y más abajo, hacia la izquierda, parte de la fachada de un palacio con dos ventanas en arco, a una de las cuales, la más cercana a la mujer, se asoma una fotografía mía. Mis hijos suelen mirar entre bromas este cuadro; aun así, para mí sigue encerrando demasiados sentimientos, incluido el buen humor. Sin embargo, los cuadros que más abundan en esa pared y en el resto de la casa son bodegones: cestas con frutas, platos, botellas, cántaros y otras vasijas, libros... Si no fuera por la pintura, yo no aguantaría tantas horas de ocio y de inactividad. Desde que me vi obligado a abandonar las aulas, sólo la lectura, la escritura y pintar un paisaje, una figura o un bodegón, aunque sean copiados, pueden contrarrestarme mi alejamiento momentáneo de las lecciones, los alumnos y las aulas.















MIEDOS

Hay ratos en que, dolido por los miedos interiores que desde mucho tiempo atrás me persiguen, me limito a escucharme y observarme mientras mi mirada se pierde en el cielo, siguiendo las evoluciones de las nubes, que aparecen en la lejanía como bultitos y se van acercando cada vez más monstruosas hasta el lugar más próximo a mi mirada. De niño había miedos que me atenazaba más que otros, y no temía por ejemplo subir al desván y pasarme allí horas enteras aunque cientos de ruidos misteriosos me envolviesen, o marcharme solo al soto y pasar aquel letrero de "Prohibido pasar" de las josas de las higueras y granados, aunque sabía que podía salirme al encuentro alguno de aquellos perrazos siniestros que guardaban las huertas y los cercados contra posibles intrusos. Eran otros perros invisibles y peores los que me llenaban de zozobra: las Semanas Santas, los ahogados del río, las estrecheces económicas de la familia, cualquier enfermedad de mis padres, la mía propia; hasta morir joven, como aquel niño paralítico, Antolín, con el que había cambiado hasta hacía poco cromos o tebeos, que murió entre terribles dolores echando heces por la boca. Cuando me hice mayor, los miedos se me convirtieron en angustias. La muerte de mis padres, todavía jóvenes, hicieron que cada vez que yo caía enfermo de un simple resfriado me creyera que la enfermedad se iba a complicar tanto que acabaría llevándome a la tumba, y no había misterio más atemorizador que el de adivinar mi cuerpo metido en un nicho o a dos metros bajo tierra, en invierno, cuando más frío hace y cuando la lluvia se cuela hasta las raíces de los árboles a varios metros de la superficie. La lectura devoradora de ciertos autores, como Bécquer o Allan Poe, me llenaban de un placer enfermizo mientras leía con devoción sus historias de enterrados vivos o de muertos que vuelven a la vida para vengarse; pero cuando cerraba las páginas y mi imaginación volaba entonces un miedo cerebral se apoderaba de mí y me encogía el corazón. En realidad, mucho antes de que el psiquiatra me recomendara la lectura del libro de Marina, yo ya había frecuentado la lectura y la inmersión en libros que trataban el miedo no desde un punto de vista tan médico y terapéutico, sino visto como efecto de muchos males en el mundo y motor de creación para muchos literatos y artistas. Hubo un libro que durante mis años de estudiante frecuentaba después de haberlo leído mentar por Unamuno; era Concepto de la angustia, de Kierkegaard, un libro que hace de la angustia y del miedo no sólo el alma y el motor de muchas enfermedades somáticas del hombre, sino también de su conducta diaria personal, familiar y social. Y durante los días, pocos, en que anduve buscando el libro recomendado, me dediqué a leer libros y autores que trataban del miedo: Jardín umbrío, de Valle-Inclán; Los fantasmas de mi cerebro, de Gironella; Carta al padre, de Kafka…

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