martes, 7 de octubre de 2008

LETRAS PARA EL OCIO

A PROPÓSITO DE ORQUESTAS

Un fin de semana de enero me enteré al azar de que iba a tener lugar en el Gimnasio del Instituto de Tossa un concierto musical (¿por qué iba a ser diferente un gimnasio de otro lugar para dar rienda suelta a la fantasía musical, para tocar la música, para oírla o las dos cosas a la vez?), y allí fui, acompañado de mi mujer, con el ánimo de pasar un buen rato, lejos del bullicio callejero y de la playa. Nada más entrar me encontré con un grupo de jóvenes músicos cuya mayor edad no sobrepasaba los veinte años; enseguida comprendí por qué se llamaba a sí mismo el grupo Joven Orquesta de la Selva. La orquesta estaba dirigida por un hombre delgado, joven y sensible. Y durante todo el tiempo que abarcó su actuación no lograba salir de mi asombro. Oyendo y viendo cómo los componentes de la orquesta tocaban sus instrumentos de cuerda y viento para convertirlos con la disciplina y dedicación pertinentes en un vals de Shostakovich, la sardana de San Martín del Canigó del gran maestro Pau Casals o El bandolero de Luis Llac, instrumentos que a veces eran más grandes que sus ejecutores, como el clarinete de la niña delgadita de la primera fila o el contrabajo del chaval del fondo, la verdad es que no pude evitar que las lágrimas salieran corriendo como dice Espronceda en el estribillo famoso de su Canto a Teresa.

















SOBRE LA HIPERSENSIBILIDAD

La facilidad con que se me escapan las lágrimas no es algo que me haya importado mucho nunca ni me haya quitado el sueño. Y no me refiero a los sucesos dramáticos, que ya de por sí provocan las emociones que hacen funcionar automáticamente al lagrimal. Hace unos días comentaba que oyendo y viendo cómo los miembros juveniles y algunos infantiles de la Orquesta Joven de la Selva manejaban sus instrumentos musicales no pude evitar que las lágrimas salieran corriendo como dice Espronceda en su conocido Canto a Teresa. Pero es que también me suele ocurrir en los casos más peregrinos. Por ejemplo, contemplando una escena de película, como la que llevo siempre en la memoria desde niño; era, para mí, una escena tierna, según la cual unos soldados americanos, valiéndose de un trozo de pan dejado sobre una roca, logran atraer hasta ellos a un niño harapiento y desnutrido que acaban de ver aparecer entre las ruinas de una ciudad tras una batalla de guerra; finalmente, lo llevan a una casa de acogida social donde lo lavan y lo cuidan. Me parece que aquella película se titulaba Los ángeles perdidos o algo así. Pero es que también me sucede con alguna que otra canción, como la que canta Cecilia, aquella de Un ramo de violetas. La última vez que me ocurrió fue yendo en el coche de vuelta a casa tras pasar un fin de semana en Tossa. En el CD del coche sonaba la historia emotiva de la mujer que se siente dejada de lado por su marido y de pronto empieza a recibir todos los noviembres una carta de amor y un ramito de violetas, y no sabe que es su propio esposo quien se los manda. Cosas del lagrimal, de las emociones, que suelen ser muy variopintas, o de la hipersensibilidad, a secas (en este caso, a “húmedas”).










ORDENANDO LA BIBLIOTECA

Despedí el mes de enero haciendo limpieza en mi biblioteca, o mejor, poniendo un poco de orden en ella. Y revisando libros de poesía escritos y dedicados por poetas amigos y conocidos de uno de los estantes destinados a cobijarlos, di con una revista que el Ayuntamiento de Albacete había publicado nada más y nada menos que en 1980. Acababan de desvanecerse de un plumazo veintiséis años con todo lo que ellos llevan y traen consigo, y la literatura en general y la poesía en particular, seguían tan niñas como siempre, con esas ganas de vivir tan pujantes que parecen estar siempre instaladas en la primavera del tiempo y de la vida. Barcarola se llama la revista. En cuanto la vi, recordé al instante que yo en otro tiempo igualmente lejano también había publicado algo alguna vez en ella, recomendado por mi viejo amigo y poeta Antonio Matea, que por los años a que hago referencia guardaba muy buenas relaciones con el director de Barcarola Juan Bravo Castillo. Pero lo más sorprendente de todo fue que al ojearla, encontré en el índice, junto con los nombres del propio Matea y el de sus amigos y colegas de Viernes Culturales de Cerdanyola, el ya desparecido Carreta, y la siempre joven Encarna Fontanet, el de su amigo y compañero de profesión en La Románica Lorenzo Miralles. Casualidades que reporta generosamente la vida. Recordé también que el día en que Encarna me presentó en mi reciente recital de poesía sobre Zamora estaban en la misma sala escuchándome, me refiero a Encarna y a Lorenzo. Lo bueno del caso es que no se conocían personalmente pese a haber colaborado en el mismo número de la Revista veintitantos años atrás, y los dos mucho más jóvenes. Dejemos eso. Lo que de verdad me importaba ese día de enero fue encontrar en Barcarola dos trabajos de quien ahora era uno de sus mejores amigos y que en la época de la colaboración en la Revista ni siquiera sabía quién era. Uno de los trabajos es un díptico narrativo que trata, en primer lugar, de la visión del amor terrenal como algo que nace para hacernos feliz durante unos breves instantes y luego desaparece dejándonos sumidos en una tristeza inconsolable; la segunda parte del díptico presenta el problema del ser humano por conocerse del todo, con una referencia a Borges incluida. El otro trabajo es un estudio monográfico muy interesante sobre Los versos del capitán, poemario que Neruda escribió y publicó en Nápoles durante el destierro que sufrió el poeta en Europa. Dividido en dos partes también, en la primera Lorenzo, gran admirador de la poesía nerudiana, como demuestra en el ensayo, confiesa las emociones que sintió al leer el libro por primera vez; luego pasa a analizar el carácter exclusivo, posesivo y tiránico que el amante muestra acerca del amor pasional de su amada, que ha nacido expresamente para él, y nadie más ("Todo tu cuerpo tiene / copa o dulzura destinada a mí", es la primera cita con que empieza el análisis Lorenzo). En la segunda parte, en cambio, el estudioso ve de modo diferente la lectura de Los versos del capitán, los cuales han dejado de emocionarle, pese a que, por otro lado, manifiesta su deseo de sentir el amor como el poeta chileno. Comenta Lorenzo que ahora los gustos van por otra senda, aunque, como apostilla a continuación, "quizás mi lejanía del poeta chileno no sea tanta, ni tan dolorosa", y concluye, finalmente, su estudio con estas palabras tan llenas de emoción y a la vez de decepción y desconsuelo: "Hoy el enorme Pablo no me ha emocionado. Hoy, creo, estoy un poco más solo."
Por eso, la Revista, que iba a ser retirada, más que nunca se quedará en el estante de la buena literatura de mi biblioteca.

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