martes, 28 de octubre de 2008

Letras para el ocio

DEL CINE DE AHORA

Ahora están las multisalas, un abanico impresionante de películas; pero ya no es lo mismo; el romanticismo cambia con los tiempos modernos; aunque nunca desaparece del todo. Ahora solemos ir al cine el día de la pareja. La entrada es más barata y podemos escoger alguna de las llamadas salas de fidelidad, que se parecen, por sus reducidas dimensiones y comodidad sin límites (las butacas son enormes y unos botones incorporados en los brazos abaten los respaldos y suben los reposapiés) a los salones de casa, sólo que con ambiente de cine. Hace algún tiempo fuimos a ver en una de estas salas de fidelidad del cine de nuestro pueblo Noche en el museo, una película divertida y llena de valores humanos. En ella un padre separado logra recuperar la admiración y el cariño de su hijo mostrando su valor, su prudencia y sus dotes de mando y decisión. También la cinta aparece enriquecida con el elemento tal vez más abundante y mejor aceptado por el público en general; me refiero a los efectos especiales, que en este caso me parecen espectaculares y originales, que con sabia eficacia consiguen que se avengan hasta con cierta naturalidad la realidad y la fantasía. La acción transcurre en su mayor parte en el Museo de Historia Natural de Nueva York, donde de noche todas sus figuras expuestas, tanto humanas como de animales, adquieren vida de noche desde que en 1950 una tabla egipcia de oro se trajo al Museo. La contratación de un nuevo vigilante nocturno, el padre del chico citado, es un pretexto para que los tres anteriores vigilantes, ya ancianos y a punto de ser despedidos, lleven a cabo un robo espectacular de las joyas más interesantes del Museo entre las que se encuentra la citada tabla dorada. Tanta importancia como estas personas reales tienen en el film las figuras expuestas en el Museo. El vaquero y el general romano, que siempre andan discutiendo y que al final unen sus esfuerzos para colaborar con el vigilante nocturno para recuperar la tabla dorada. El mono capuchino Dexter, que en varias ocasiones se burla del vigilante y que posteriormente presta una capital ayuda para recuperar el orden perdido. La estatua ecuestre de Roosewell, que se convierte en pieza clave para hacer ver al protagonista que dentro de cada hombre existe la posibilidad de hacer algo grande en beneficio de los demás. La guía turista diurna del Museo, el tiranosaurio, Atila, Colón, el faraón que al final recupera la tabla de oro, y un largo etcétera. Todos forman un conjunto entrañable que hacen las delicias del espectador que vaya al cine simplemente a dejar volar la imaginación y los sentimientos.
































UNA PELÍCULA GRATIS

Con la tarjeta del cine de mi mujer logramos gratis en préstamo una película en DVD que queríamos haber visto mucho antes, me refiero a 21 gramos. Y una noche de esas en que la televisión era insoportable, la vimos. Nos pasó en seguida lo que debió de ocurrirles a todos la primera vez que la vieron. Aparecían en un laberinto temporal escenas y personajes que nada ayudaban a ir reconstruyendo la historia que se intentaba contar, la de tres familias que se ven involucradas en un atropello mortal en que el marido y las dos hijas de una de las familias mueren. El personaje que encarna Sean Peen, enfermo terminal del corazón que vive con su mujer la angustia de tener los días contados si no encuentra a tiempo un trasplante, ve cómo su vida personal y familiar cambia de repente al serle trasplantado el corazón del hombre que acaba de morir atropellado por una furgoneta. A partir de ese momento se obsesiona con averiguar a quién pertenece el corazón nuevo que lleva en su pecho. Así conoce a la viuda, que, destrozada, se ha echado a una vertiginosa autodestrucción por medio del alcohol y las drogas. Se hace el encontradizo, la ayuda en una situación comprometida y acaba enamorándose de ella. La mujer le corresponde y cuando van a consumar el amor que sienten uno por otro, él le confiesa que lleva el corazón de su marido. La tormenta estalla y la viuda lo echa de su casa descompuesta. A todo esto, el detective que trabaja para el protagonista ha conseguido también averiguar dónde vive el hombre que atropelló al que ha salvado momentáneamente su vida. Es un personaje fanático de la religión y tiene a todas horas el nombre de Dios en la boca, pero su pasado es delictivo y nunca ha podido liberarse de él. Y tras el accidente en que mata a tres personas cree que Dios se ha burlado de él. En la cárcel, adonde ha vuelto tras confesar lo que ha hecho, intenta en vano suicidarse. Finalmente, es absuelto, pero no consigue vivir en par consigo mismo y se va de casa, abandonando a su familia. Por entonces, reconciliados la viuda y el protagonista, al que le han aparecido síntomas de rechazo del trasplante y cuyo médico le ha aconsejado en vano que ingrese en un hospital lo antes posible si no quiere morir de un modo atroz, planean matar al conductor de la furgoneta.. El desenlace es de lo más desalentador. Sean Peen no se atreve a matarlo cuando lo tiene a su merced en un descampado y más tarde se pega un tiro en el pecho en la habitación del motel donde viven los dos enamorados y a donde ha irrumpido el conductor para exigirle que lo mate de una vez. Tras un leve el forcejeo entre la mujer y el asesino suena el disparo de la pistola. A solas, en la cama del hospital, entubado, el protagonista, antes de morir, recurre a una digresión sobre la vida y la muerte, sobre la pérdida y la ganancia que resulta de morir o vivir entre las luchas cotidianas y a esos 21 gramos que todos perdemos cuando morimos, como si fuera ese el peso del alma o el soplo de vida que nos mantiene en el campo de batalla hasta el final. El laberinto temporal, los diálogos, la libertad con que deciden los personajes sus acciones, ciertas escenas, unas al borde de la histeria y la angustia, como las del hospital, el accidente o las del descampado en que el hombre armado obliga al otro a arrodillarse y desatarse los zapatos, y otras líricas, como los pájaros, los cuerpos desnudos quietos y enmarcados por la luz suave de la ventana... muchos detalles sueltos, inconexos al parecer pero que al final quedan todos encajados en su sitio, al menos en la mente y el corazón del espectador.





















A PROPÓSITO DE UN POEMARIO DE BENEDETTI


El Día del Padre me regaló mi mujer el último poemario de Benedetti. Curiosamente, veintitantos años atrás, concretamente en mi cumpleaños de 1985, me había comprado la Antología poética del poeta uruguayo de Alianza Editorial, y me había puesto la dedicatoria "Para mi marido y amigo para siempre". Coincidencias aparte, tiene razón Caballero Bonald, que es quien prologa la Antología, cuando encuentra entre Ángel González, uno de los poetas estandarte, junto con Claudio Rodríguez, de la generación del 50, y Mario Benedetti ciertas similitudes referidas al llamado realismo crítico o social en poesía, habida cuenta de que el poeta uruguayo, entre otras cosas, con su poesía se defiende contra las ofensas de la vida; hace una crítica de la existencia radicada en dos espacios temáticos, como dice Bonald: "el del amor como programación solidaria de la vida y el de la historia como experiencia moral, con el capítulo del exilio al fondo." Porque, efectivamente, no se puede explicar la poesía de Benedetti sin tener en cuenta el exilio o desexilio que el poeta vivió durante muchos años ("Yo digo que el exilio es una decisión que otros tomaron por uno, dice el propio poeta en una entrevista publicada en El País en 1984; en cambio, el desexilio, que después de todo es una palabra que yo inventé y tengo derecho a usar, es una decisión individual."). A sí mismo se ha llamado "militante de la vida" y siempre ha mostrado fidelidad a la experiencia vivida. "La crítica de la vida, sigue diciendo Caballero Bonald, funciona así a manera de registro acusador (...), como la normativa testimonial de una historia amenazada por las propias impurezas que contiene."
Leyendo a Benedetti se tiene la impresión de estar leyendo siempre un relato (en prosa y en verso); porque no puede olvidarse que es también un soberbio narrador. De ahí que dé la impresión su poesía de pecar de prosaísmo; nada más lejos de la verdad: eso hace que sea más directa y llegue antes a donde tiene que llegar, que es al corazón y a la cabeza simultáneamente. Eso hace que sus poemas estén llenos de palabras libres y desentumecidas, frases proverbiales, expresiones dialectales pertenecientes lo mismo al castellano de Argentina que al de Cuba o que al castellano más nuestro y cotidiano, logrando con todo ello, como dice Bonald, "soltura verbal enraizada en un fértil mestizaje lingüístico." Aunque al lado de todos esos ingredientes el lector de la poesía de Benedetti puede encontrar hallazgos metafóricos impresionantes, neologismos, asociaciones inesperadas y, sobre todo, el recurso constante a la ironía. Finalmente, la poesía de este escritor uruguayo instalado hasta hace muy poquito en España (aún sigue viniendo muy a menudo a nuestro país) es fácilmente reconocible por su falta de puntuación, aunque eso no quita que en muchas ocasiones los poemas se ajusten a versos y estrofas tradicionales, como escritos para ser cantados (de hecho, algunos cantantes interpretan poemas suyos, como Nacha Guevara, Vigliett o Soledad Bravo). A mí me gusta siempre citar de esa Antología, que vio la luz en 1984, unos versos de Curriculum, poema incluido en su libro Próximo prójimo (1964-1965):
"...usted ama
se transfigura y ama
por una eternidad tan provisoria
que hasta el orgullo s ele vuelve tierno
y el corazón profético
se convierte en escombros

usted aprende
y usa lo aprendido
para volverse lentamente sabio
para saber que al fin el mundo es esto
en su mejor momento una nostalgia
en su peor momento un desamparo
y siempre siempre
un lío

entonces
usted muere."

El último poemario de Benedetti que mi mujer me acaba de regalar se titula Canciones del que no canta, aparecido en 2007. En los primeros vistazos que le he dedicado he comprendido el significado del título: Se trata de un conjunto de poemas de corte tradicional (romances, sonetos, coplas...) como hechos para ser cantados, como muchos de sus anteriores poemarios, pero ahora teñidos de una suave melancolía y añoranza de la vida y el amor vividos por el poeta, que ya no desea cantar.

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