viernes, 17 de octubre de 2008

LETRAS PARA EL OCIO

LA AYUDA DE LA LECTURA

Hablarnos de lo que uno y otro leemos nos ayuda, parece una simpleza, pero es verdad, a estar más unidos. Por mi parte, le decía a mi mujer que leer Anatomía del miedo me ayudaba a comprender mejor lo que me pasaba, aunque muchas afirmaciones del libro me parecían pura teoría médica o psicológica, o simplemente historia o, por qué no decirlo, puro relleno. Un ejemplo habla de que "En el siglo XVII, en ciertas zonas de Francia, el miedo llegó a ser tan grande que los novios se casaban de noche para que los brujos no se enteraran. Todavía en 1679 J. B. Thiers, párroco de la diócesis de Chartres, en su Tratado de las supersticiones que afectan a todos los sacramentos recoge las decisiones conciliares y sinodales que condenan el anudamiento del cordón y da a conocer una veintena de recetas, al margen de los exorcismos y de la absorción de siempreviva." Ameno, divertido, sí, pero no deja de ser texto de relleno, aunque por otra parte sirva de pequeños descansos en el recorrido de la lectura.







LA ESCRITURA LÚDICA

Lo de la escritura lúdica (lo del libro de texto es otra cosa) me relajaba enormemente. Me pasaba horas enteras puliendo un cuentecillo de diez líneas, pues por aquel entonces me había entregado a redactar relatos breves y microrrelatos. Algunos me habían brotado de la imaginación como si fueran emulaciones de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, como aquel que decía: "De tanto mirar al mar desde la azotea de su casa, mi vecina se convirtió en gaviota". Otros microrrelatos tenían relaciones con la mitología, como el cuentecillo del unicornio y la doncella: "No es que al unicornio sólo lo pudiera capturar una doncella, sino que la doncella del mito sólo quería perder su virginidad con el apéndice que el animal tenía sobre su frente. Después de la desfloración, el unicornio se fue a vivir con la doncella. Y mientras se iba domesticando fue perdiendo su enorme protuberancia frontal. Y así nació el caballo." Tampoco faltaban los que contenían una pequeña anécdota de novela negra o se basaban en un diálogo más o menos ingenioso, asuntos triviales de la vida e incluso kafkianos, como el del relojero: "El viejo y decrépito relojero se dispuso a poner en hora y dar cuerda tal vez por última vez a su reloj de pulsera y, con el pulso ya de por sí debilitado y la mente francamente deteriorada, se equivocó y las agujas empezaron a rodar en sentido contrario sin que se diera cuenta. Y mientras le daba cuerda, notó que sus fatigados ojos recuperaban visión, sus piernas quebradizas se tensaban y todo su cuerpo empezó a cobrar fuerza y agilidad. Su mente trabajaba rápidamente y mil ideas se agolpaban en su renovado cerebro. De las paredes de su taller se descolgaron todos los relojes y en su lugar aparecieron los cuadros de paisajes que había en su niñez. Por la ventana vio en el patio el columpio que su padre le había instalado esa misma mañana y, sin esperar más, salió corriendo entre gritos de alegría para estrenarlo, tal y como había hecho ochenta años atrás. La voz de su madre salió de la casa diciéndole: "Hijo, no le des tan fuerte no sea que saques del cemento los pies del columpio."
Por la misma época de los microrrelatos andaba metido en un cuento sobre la infancia para mandar a Tarrasa un relato que había surgido del resultado de reducir y condensar (suprimiendo incluso la trama principal para quedarme con los datos que hacían referencia exclusiva a la niñez) una novela corta de más de sesenta páginas en una narración que no llegaba a veinte folios. Lo malo del caso es que no lograba dar con el modo de contar la historia, aunque sabía en qué consistían sus principales elementos, los personajes, los hechos, el espacio y el tiempo; hasta tenía bien asegurados el tema y el asunto: la fuerza que la nostalgia del pasado ejerce sobre un hombre adulto que cada año vuelve por Semana Santa a la tierra que le vio nacer, pese a que su edad ya no le permite realizar tan largos viajes en coche como cuando era más joven. El secreto estaba en la manera de contar, el punto de vista del narrador. Al final, lo dejé por imposible. Aunque me divertí de lo lindo ensayando varias estructuras.






SOBRE UN POEMA

Durante una temporada me dediqué a dar forma definitiva a una colección de poemas que había escrito durante el último viaje a mi ciudad natal. Y se dio que habiendo llegado al poema que retrata la impresión de la visita que entonces había hecho al cementerio de San Atilano y en ella a la tumba de mi admirado y amigo poeta Claudio Rodríguez, me quedé clavado en el recuerdo de aquella circunstancia sin que palabra alguna saliera a mi encuentro. Tenía delante, eso sí, la composición que sobre la tumba había escrito, un conjunto de líneas mal hilvanadas. Y aunque mi mente no dejaba de estar en activo, no lograba dar con un adjetivo o un verbo que en cierto verso me faltaba para redondearlo. Sólo al cabo de unas horas me pareció dar con la expresión que concordaba exactamente con lo que yo quería decir. Por ejemplo, una vez que hube llegado a la segunda estrofa con sudores y lágrimas, como quien dice, unas cuantas palabras se reunieron como por arte de magia en la noche del pensamiento y amanecieron en la pantalla del ordenador de esta manera:
"Y aquí estás, esperando con el verso
cumplir fiel la canción del despertar..."
Y ahí se quedaron quietas, mudas, sin saber cómo continuar. Estuve a punto de cerrar así el poema porque lo asociaba con el verso inscrito en la tumba de Claudio. Lo de "la canción del despertar" tenía su sentido pues, como digo en la lápida de la tumba, en bajo relieve aparecía un verso del poeta perteneciente al Canto del despertar, poema incluido en el primero y mejor poemario de Claudio, Don de la ebriedad, escrito en un estado absoluto de inspiración al modo clásico, sólo equiparable a los que habían vivido poetas de la talla de Rimbaud, Willian Blake o Coleridge. Ese verso de Claudio grabado sobre su tumba es: "El primer surco de hoy será mi cuerpo".
Sin embargo, un resquemor interno me decía que así no podía dejar el poema, que debía seguirlo hasta lograr decir lo que quería y sentía en aquel momento. Busqué inútilmente en el pozo de las palabras docenas de ellas sin que lograra expresar lo que sentía. Y, a cambio, como un torrente imparable surgió una estrofa más. No quise darle más vueltas al poema y lo dejé para unos días más tarde. Y de repente, al releer lo escrito y llegar a aquellos versos que se habían quedado en el aire, las palabras que necesitaba vinieron solas a mi encuentro como una liberación o un alumbramiento:
"Una lápida gris cubre tu trigo,
una cruz te señala como grano
logrado de la tierra y unas llamas
alumbran la ebriedad de tu cosecha."

Entonces supe que la escritura, además de juego, es salvación.

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