viernes, 16 de mayo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

LA CONDICIÓN DE MANOLO HIERRO

Manolo Hierro era un granadino que tenía una habilidad especial para tratar con los chicos y sonsacarles, como si fuera un detective escolar consumado, los trapicheos que se traían entre manos. Además mostraba con todos una simpatía poco habitual, simpatía que, unida a una inteligencia extraordinaria, le convertía en una persona muy grata con la que daba gusto estar. Se había licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad de Barcelona, ciudad a la que vino a vivir siendo todavía muy joven. Conoció en la Facultad a Carmen, que sería su futura mujer. A la hora de comer solíamos ocupar la misma mesa y Manolo convertía aquel rato de asueto en una charla amena y divertida. A veces nos aventurábamos en conversaciones algo elevadas sobre las relaciones que existen entre el Arte y la Literatura, y entonces intervenía Antonio para bajar el nivel de la conversación a la altura normal y corriente de las cosas de la vida con alguno de sus chistes, aunque, eso sí, mirando de soslayo a derecha e izquierda por si alguno de la Obra andaba en las inmediaciones. Lo malo era (y ocurría en muchísimas ocasiones pues el asiento de las mesas no estaba reservado ni la naturaleza de los comensales tampoco, como es lógico) que a la mesa acababan siempre llegando algunos de ellos y de ese modo la charla se veía obligada a navegar entre los inoportunos escollos y con las consabidas frases crípticas con que algunos de los más cercanos solíamos intercambiarnos ciertas informaciones.
Hubo otra actividad que nos unió más a Manolo Hierro y a mí. Intentaré explicarla brevemente. Resulta que Hierro mostraba por la fotografía una afición entre científicamente seria y artísticamente lúdica. Conocida esta afición suya, le propuse un día realizar juntos una actividad híbrida, algo así como un reportaje literario. Él se cuidaría de la ilustración y yo del texto. El trabajo tenía como tema central la presencia de Bécquer en Cataluña. Y de común acuerdo nos pusimos manos a la obra un fin de semana de diciembre, poco antes de las vacaciones de Navidad. Y durante el descanso vacacional le dimos un buen empujón al trabajo. Conservo con cariño todavía algunas hojas de la común tarea. Pero al volver en enero a las tareas laborales tuvimos que aplazarla (de hecho nunca más la proseguimos, y eso es algo que lamento de verdad) porque los gerifaltes del Colegio, conocedores de nuestras habilidades extraprofesionales, nos propusieron un pequeño trabajito para conmemorar los veinticinco años del Colegio, que por entonces se iban a cumplir. Se trataba de un librito de unas veinte hojas titulado Rincones perennes que se regalaría a los padres y alumnos de Sendero para honrar tan fausta efemérides. Manolo Hierro fotografiaría lugares, rincones, objetos, árboles, escenas y sitios típicos del Colegio, y yo escribiría pequeños textos líricos, en verso o en prosa, relacionados con las fotografías. Encantados con la idea, iniciamos la labor con tanto entusiasmo que nos olvidamos completamente del autor de las Rimas y de su paso por Cataluña. Ya veíamos el librito terminado. La presentación del material contendría páginas contiguas: la fotografía en la izquierda, y el texto poético en la derecha, y abarcando la cabecera de ambas páginas el título del rincón elegido. En los ratos libres que nos permitía el horario escolar trabajábamos unas veces juntos para elegir el rincón y otras por separado para que él pudiera fotografiar el motivo y prepararlo adecuadamente en su casa y yo para para encontrar las palabras adecuadas para no desmerecer el arte de su trabajo. Y así estuvimos hasta la Semana Santa, que ese año caía en los últimos días de marzo El resultado fueron las páginas referidas a los siguientes temas: Pájaros, La ermita de los pinos, Los caballos (que era un grupo escultórico que había en el vestíbulo de la Recepción), El Platillo Volante, La riera y La masía. Una observación: como el llamado Platillo Volante y la masía aneja al Colegio sólo eran recuerdos, Manolo Hierro, que estaba en todo, resolvió el problema revisando archivos del Colegio que mostraban imágenes de uno y otra. Y al volver de vacaciones, seguimos trabajando en lo que nos pareció una obra que, además de ser divertida, nos estaba reportando paz al espíritu y cosquilleos al corazón. Ilusionados y contentos con el trabajo realizado hasta ese momento, se lo mostramos a la Junta de Gobierno para ver si seguíamos adelante con proyecto o no.
Esperamos en vano una contestación en los días siguientes. Y al cabo de dos semanas, a punto de celebrarse el Aniversario de los 25 años del Colegio, Francesc de Deus, a la sazón director, nos llamó a su despacho. Al ver su rostro circunspecto, el asunto me olió a chamusquina. En efecto, aquel trabajo que habíamos realizado con tanta atención y cariño, quedó en aguas de borrajas. La explicación que se nos proporcionó al respecto no dejaba lugar a dudas y que ponía de manifiesto una vez más la cicatería de quienes regentaban aquella empresa de locos. El director nos dijo:
“La Junta de Gobierno en pleno y yo en particular lamentamos deciros que vuestro brillante trabajo no va a poder ver la luz, por lo menos como habíamos pensado para celebrar el veinticinco aniversario de nuestro colegio. Hemos pensado que resultaría un gasto imposible de asumir en estos momentos. Preferimos editar unas postales de Cabañas con algún cuadro suyo que recoja una estampa del Colegio y celebrar un acto académico presidido por la mujer del presidente de la Generalidad de Cataluña. De todos modos, os trasmito el agradecimiento de la Junta por la atención que habéis tenido con el Colegio.”
Aquella falsa perorata cayó sobre nuestros ánimos como un jarro de agua fría. Yo no supe qué decir. Pero Manolo Hierro no esperó a otra ocasión para decirle lo que pensaba.
"Lo que más me molesta, le dijo sin perder los nervios, no es el tiempo que he perdido buscando en los archivos ni fotografiando rincones en la riera o en otra parte del Colegio, ni siquiera lo que le he robado al sueño para idear cómo quedaría mejor la fotografía del motivo elegido, sino la libertad y desfachatez con que tratáis cualquier trabajo que hacemos cualquiera de nosotros. Si algún día fuerais capaces de entender lo mal que os portáis con la gente que trabaja para vosotros, me daría por satisfecho. Pero creo que el corazón lo tenéis en las estampas, no en el pecho."
La última frase me pareció cojonuda y acertada pero también comprometida. Me quedé tranquilo pensando que tampoco de Deus la habría comprendido. Por mi parte, ya he dicho que me quedé sin palabras, aunque sabía que algo muy grande me hervía por dentro. Al día siguiente, más sereno, le dije al director:
“El único consuelo que me queda, y espero que a Manolo también, es que ojalá encontremos una editorial que nos publique el trabajo y nos compense del tiempo perdido. “
La réplica del director no se hizo esperar:
“En ese caso, y quiera Dios que lo logréis, tendríais que incluir en el apartado de “Agradecimientos” algo así como que "Los autores muestran su reconocimiento al Colegio por haberles brindado generosamente sus instalaciones y sus archivos fotográficos.”
Se lo comenté a Manolo y poco faltó para que, aun pacífico y sereno como era, se presentara en Dirección y montara la de Dios es Cristo.
De cualquier modo, a partir de aquel día, Hierro ya no volvió a ser el mismo. Su cara redonda y sonrosada de niño, enmarcada en aquellos cabellos rubios que le disimulaban la edad, rejuveneciéndosela en muchos años, mudaba de pronto y se ponía seria cuando veía a menos de dos pasos algún gerifalte de la Obra. Y si era de Deus, no podía evitar temblar de ira. Y no precisamente de santa ira, como decían ellos para suavizar la desfachatez de su constante hipocresía.
Luego pasó algo en la familia de Manolo Hierro que sus compañeros, aun los más próximos a él, no acertamos a comprender del todo. El caso fue que poco a poco le llevó a frecuentar la bebida, y era rara la mañana en que al empezar las clases no llevara el olor escandaloso del alcohol pegado a su aliento. Corrían rumores según los cuales la familia de su mujer no le había querido nunca y puede que hasta las cosas entre los cónyuges no fuera demasiado bien. Yo no me meto en eso. La cuestión es que las costumbres de Manolo Hierro, que siempre había sido una persona bien aseada y puntual, cortés y amable, empezaron a relajarse. Tanto que uno de sus mejores amigos, Pablo Barco, al notar que la dejadez de Manolo corría el peligro de convertirse en irreversible, se vio en la obligación de advertirle:
“Ten cuidado porque, de seguir así, podrías verte en un serio aprieto.”
“Mira quién lo dice”, contestó Manolo, que por entonces ya no soportaba el menor comentario sobre cualquier asunto relacionado con el cuidado de su persona. “Mira quién se atreve a aconsejarme, uno que nunca ha sabido siquiera combinar una chaqueta lisa con un pantalón de cuadros.”
Pablo Barco no le tuvo en cuenta esas palabras. Se limitó a mirarle a los ojos con comprensión y luego dijo entre risas:
“Pero en mi caso no importa. Siempre me ha gustado ir cómodo y sin etiqueta. Lo que me preocupa es que una persona limpia, aseada y vistosa en sus trajes y en su aseo personal como tú, de la noche a la mañana haya cambiado tanto.”
Y ahí acabó todo de momento.
Por aquellos días corría el rumor de que un alumno atravesado y con problemas serios de disciplina pretendía volar el Pabellón del Delfín para vengarse de un profesor de la Obra (se decía que del propio Molinos) por haberle expulsado de la Casa del Bosque el primer día del Retiro de Cuaresma. Y como Manolo Hierro tenía fundadamente ganada la fama de detective porque ya en otras ocasiones había resuelto algún que otro enigma, como la misteriosa desaparición de tres cuadros de Montagut, que había legado el profesor al Colegio antes de irse de allí, y dos ordenadores del Aula de Informática, de Deus le llamó a su despacho para pedirle que averiguara cuanto pudiera sobre el asunto.
Sin muchas ganas, se puso manos a la obra más por satisfacer su curiosidad de experto docente y aun mejor psicólogo que por hacerle un favor al Director, que en aquel momento era la cosa que deseaba menos. Lo primero que hizo fue convocar un partido de fútbol entre dos clases, la suya y la del presunto infractor. Y mientras se había hecho con la participación de Aurelio para que arbitrara, él se alineó en el equipo de su clase, cuyos componentes no podían disimular su contento: ver a su rubio y jovial profesor vestido de futbolista era algo a lo que no estaban dispuestos a renunciar. Así pues, empezó el partido, pero a las primeras de cambio Manolo Hierro recibió una patada en la espinilla por parte de un rival que lo dejó fuera de combate. La cosa parecía que se iba a arreglar teniendo al profesor en el banquillo, pero no fue así y enseguida los goles empezaron a entrar en la portería de su clase. En el descanso habló con los alumnos de su equipo y medio en broma medio en serio les amenazó con hacer "chupar" banquillo a alguno y poner a otro en su lugar si la cosa no se enderezaba, porque no estaba dispuesto a ser el hazmerreír del Colegio. Entonces un alumno pelirrojo, al que todos apodaban sin mucha originalidad "Zanahoria", le dijo muy serio:
“Perder un partido no es lo mismo que portarse mal en un Retiro. A todos les puede pasar. Me refiero a hacer una pequeña gamberrada en la Casa del Bosque. Pero perder un partido cuando se puede ganar es perder parte del amor propio y acentuar la falta del respeto en el contrario. Así que ánimo y a portarse con dignidad y coraje. Si aún así nos ganan, nadie podrá reprocharnos nunca nada.”
La cosa empezó a animarse porque no había hecho más que terminar el primer alumno de hablar cuando un segundo intervino:
“El señor Molinos echó del Retiro a los que echó porque se pasaron de la raya.”
Entonces "Zanahoria" volvió a tomar la palabra y dijo:
“Es que lo que hizo Toni es muy fuerte. Liarse un canuto en los lavabos y repartir caladas entre los demás...”
“En el Colegio no se acusa”, sentenció un tercero que se sabía muy bien las consignas cuando le interesaba.
Hierro pareció no dar importancia a la cosa y, animándolos de nuevo para afrontar la segunda parte del partido, les dijo:
“Si jugamos bien y damos todo lo que podemos, habremos cumplido, ¿de acuerdo? Y nadie será expulsado. Ánimo, chicos, que ellos sólo son once como nosotros.”
Al día siguiente, cuando acabó la clase de Aeromodelismo, salió al encuentro de los alumnos que acaban de asistir a esa sesión y, haciéndose el encontradizo, se dirigió al grupo donde venía Antonio Duero, Toni para los compañeros, y les soltó entre risas:
“¿Cómo va la gasolina, chicos? Me refiero a la de los aviones, claro. Tú, Toni, debes ser de los alumnos que mejor cumples con ese cometido, ¿no?”
El aludido dio un respingo. El profesor, sin darle tiempo a reaccionar, añadió:
“Si tienes algo que decirme, te espero en el despacho a la hora del recreo”.
No esperaba lograr mucho en aquel caso pues reconocía que se había precipitado en la forma de dirigirse a los chicos o en la selección de sus palabras. Su estropeada relación con Francesc de Deus le había hecho descuidar las fórmulas de sabueso que le había proporcionado pistas seguras en otras ocasiones. Sin embargo, y contra pronóstico, a la hora del recreo, sonaron unos golpes en la puerta de su despacho. Con un "¡Adelante!" invitó a entrar al que había llamado. Y no se llevó ninguna sorpresa cuando vio que el alumno que entraba en su despacho era Antonio Duero. El gesto de abatimiento del muchacho no dejaba lugar a dudas.
“Te veo cabizmundo y meditabajo”, bromeó el profesor mientras le golpeaba cariñosamente la espalda y le invitaba a sentarse en la silla que había delante de su mesa. “¿Vienes a contarme algo? Adelante. Soy una oreja inmensa que espera oír tus sabias palabras”.
El chico, que en el fondo tenía buen corazón pero que la situación de su casa, discusiones constantes de sus padres delante de él y otros detalles que tenían que ver con la poca atención que sus progenitores le dedicaban, habían desequilibrado su vida emocional, fijó sus ojos en los de Manolo Hierro como buscando amparo y empezó a hablar:
“Si lo de la gasolina que usted dice va por otro lado y no por los aviones, le tengo que decir una cosa. Guardo almacenados en mi taquilla más de diez litros de gasolina.”
Así se lo soltó.
“¿Y cómo lo has hecho?”, preguntó el profesor aparentando tranquilidad pese al bombazo que acababa de oír.
“Los he ido cogiendo del depósito del coche de mi padre con un trozo de manguera que hay en el garaje. Ni se ha dado cuenta. Es muy despistado.”
Luego le contó lo demás: qué pensaba hacer con ello y por qué.
Manolo Hierro hizo de mediador entre el chico y los jerifaltes de Sendero y logró que sólo fuera expulsado del Colegio quince días. Pero el chico no tenía remedio. Uno de la Obra habría dicho al respecto: "Es una manzana con el gusano dentro." Durante la Fiesta Deportiva de ese mismo año quemó los aviones de panel ligero que había en el Aula de Aeromodelismo. Su padre se lo llevó del Colegio al año siguiente y quienes conocían bien al muchacho dijeron algún tiempo después que había sido internado en un Reformatorio de Tarrasa por robar en una Administración de Lotería un talonario de décimos.

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