jueves, 1 de mayo de 2008

HACE DOSCIENTOS AÑOS

Hace doscientos años por estas fechas Nicolás López, pinche de cocina del ministro de la Guerra O’Farrill, decía olfatear algo gordo en el ambiente. Aunque el olor no procedía precisamente de los guisos del palacio. Hacía tiempo que el pueblo llano andaba inquieto por las calles, como con ganas de liarse a mamporros a la menor ocasión. Todo se debía a la omnipresencia, cada vez más atosigante, de los franceses. No de los franceses turistas que venían a Madrid para visitar el Prado o darse un garbeo por los bares de tapas del centro de la villa a degustar unos callos, unas gallinejas o unos bocadillos de calamares. Ni de los comerciantes galos que venían a hacer a España sus negocios. No, no eran esos franceses los que se movían con aire intranquilizador en el ambiente de Madrid. Eran lisa y llanamente soldados y oficiales armados de sables y vestidos con vistosas guerreras y lustrosos correajes como provocando con sola su presencia a la ciudadanía. Y era, sobre todo, la nefasta sombra del cuñado de Napoleón, el Murat desalmado que estrangulaba la vida cotidiana de Madrid de tal modo que hasta las madres les decían a sus niños para que se fueran a la cama: “A dormir, que viene Murat”. En resumen, desde que el pasado marzo se levantara el pueblo en Aranjuez, harto del mal proceder del Rey, para obligarle a abdicar la corona en favor del heredero Fernando, las cosas habían ido de mal en peor.
Matías del Rosal, jefe de protocolo del palacio, decía en el lenguaje grandilocuente que solía emplear que lo que pasaba en España y en especial en la capital del país era un descontento popular contra el modelo político y económico impuesto por la Ilustración, de origen francés, para beneficio exclusivo de la burguesía. A Nicolás todo eso le sonaba a monsergas. Él sólo entendía una cosa: que los españoles, por lo menos los españoles de a pie como él, los que tenían que ganarse cada día las habichuelas con el sudor de su frente, estaban muy bien sin que nadie viniera de fuera a decirles lo que debían pensar, sentir, decir y hacer. Y, sobre todo, le costaba entender que toda una nación como España, en otro tiempo dueña de medio mundo, se hubiese arrodillado en tan escaso tiempo a los pies de Francia. Y enseguida exponía ante quien quisiera oírlo su esquema del mundo español presente, esquema polarizado en dos vertientes contrapuestas: por un lado estaban Francia, Godoy, Carlos IV y su consorte la reina Maria Luisa, es decir, los ricos, los que vivían sin dar un palo al agua; y por otro, España, el pueblo de España, los pobres, los proletarios como él, incluyendo en el grupo al príncipe Fernando, al que consideraba uno de los suyos porque, según él, encarnaba la figura del español escarnecido y ultrajado. Y si ya había corrido abundantemente la sangre por las calles de Madrid el pasado mayo al levantarse el pueblo como una sola persona contra ejército invasor, el problema no había hecho más que empezar y lo peor no había llegado aún.
Y ahora, por arte de birlibirloque y sin que los españoles hubieran tomado parte alguna en la decisión, ocupaba el trono español el hermano del emperador francés, aquel José Bonaparte al que todos llamaban Pepe Botella por su afición al jugo preferido de Baco. Respecto a la ocupación del trono español, el encopetado jefe de protocolo había dicho que gran parte de la culpa la tenían la aristocracia y la jerarquía eclesiástica en pleno, las cuales habían consentido de buena gana la desposesión de los Borbones, mostrándose dispuestos a colaborar con Napoleón y permitiendo que un extranjero llevara puesta la corona de España.
Aún recordaba el pinche de cocina con indignación cómo algunas personas pertenecientes a las clases sociales altas de Madrid habían adornado con colgaduras sus balcones para recibir al nuevo soberano. Y lo de su proclamación el día de Santiago había sido una vergüenza bochornosa. El conde de Campo Alange, en medio de la comitiva, había salido del Ayuntamiento agitando el pendón y gritando: “¡Castilla, Castilla, Castilla, por el rey nuestro señor, que Dios guarde, don José Napoleón I!” ¡Qué vergüenza! Sin duda los mandamases se creían que con lanzarnos entonces unos puñados de monedas, como si se tratara de un bautizo, íbamos a olvidarnos enseguida de lo que España y los españoles estábamos tragando. El INRI fue que la estúpida ceremonia se repitió otras tres veces en la plaza de la Villa, la Mayor y las Descalzas Reales. Menos mal que a dicha proclamación le siguieron unos cuantos festejos gratuitos. Y las buñolerías, los aguaduchos y las charangas que se instalaron en las esquinas de docenas de calles y plazas. Y las representaciones de comedias en los tres teatros principales de Madrid. Y las pintorescas corridas de toros. Sin embargo, estaba a las claras que todo eso no había sido más que una cortina de humo con que se pretendía ocultar el verdadero problema. ¿Acaso han llegado a creerse que de un simple plumazo y de un día para otro puede un pueblo invasor, con sólo desearlo, transformar la vida, las costumbres, el modo de divertirse, de beber y comer de un pueblo independiente y soberano como el nuestro? ¿Qué tenían que ver, por ejemplo, las viandas francesas llenas de volovanes, salsas báquicas, huevos ambarinos, casse-museaux, pimpinelas, berlingozzos, pommeaux, canapés y amourettes con las comidas y guisos españoles, que sólo con olerlos en los fogones o verlos humear en los platos servidos sobre la mesa reconfortaban el vientre?
Hasta en esto último estaba de acuerdo con él el chef de cocina, Etienne Perigord, originario del país vecino. La risa contagiosa de que éste hacía gala, el jocoso e incesante parloteo que adornaba su boca o la figura rechoncha y divertida que resumía su idiosincrasia, lo hacían muy cercano al tipo de español dicharachero y jovial. En otro tiempo había sido muy amigo de Grimod de la Reynière, el excéntrico gastrónomo francés que en su recién aparecido libro Le Manuel des Ampytryons se había mostrado partidario del libertinaje como práctica subversiva y había dejado dicho entre otras cosas que si el desayuno es la comida de la amistad, el almuerzo de la etiqueta y la merienda de la infancia, la cena es fundamentalmente la del amor. Pero disentía de la frase preferida de Grimod, aquella que decía con descaro que España era un país hambriento donde había más altares que cocinas. Y, a cambio, frecuentaba la lozanía y la salud de los yantares propugnados por cocineros españoles. Además, Perigord solía citar dichos y refranes de clara raigambre nacional como “El buen alimento hace buen entendimiento”, “Con pan y vino se anda el camino” o “Panza llena quita penas”.
A decir verdad, Nicolás López había aprendido de su jefe de cocina sabias lecciones de vida y en especial a nadar y a guardar la ropa en medio de las aguas revueltas de aquellos tiempos de incertidumbre; así que seguía al pie de la letra la ley de la supervivencia: oír, ver y callar. De este modo llegó a averiguar muchos asuntos que se cocían entre las paredes del palacio y que hacían referencia velada a aventuras políticas y amorosas que muy poca gente conocía. Por ejemplo, en uno de los salones del palacio la sobrina del Ministro de la Guerra, doña Teresa Montalvo, reunía a su alrededor una tertulia entre literaria y mundana adonde acudían personas de la alta sociedad y otras pertenecientes a las profesiones liberales y a la literatura para tratar los temas más variados. Pero eso no tenía nada de particular, salvo que en ocasiones dichas veladas se utilizaban para llevar a cabo otros asuntos que no tenían nada que ver con la cultura, la política o los libros. Uno de esos asuntos fue la aventura amorosa que mantuvieron durante un tiempo el propio rey José y la anfitriona del cenáculo, la mencionada Teresa Montalvo, reciente viuda del cubano conde de Jaruco, pero joven todavía y de muy buen ver.
Más de una noche Nicolás había visto llegar hasta las puertas traseras del palacio un coche de caballos cerrado y descender de él un personaje embozado que no era otro que Pepe Botella. Nicolás recordaba con cierta tristeza el mal fin que aquellos ocultos amoríos del Rey francés habían tenido, y no lo lamentaba por el monarca, cuyo destino le importaba un pimiento, sino por el de la bella a la vez que infortunada Teresa Montalvo, a la que unas fiebres malignas la arrastraron finalmente a la tumba cuando aún estaba en la flor de la edad. Los restos de la condesa fueron de los primeros en estrenar el recién terminado cementerio del Norte. Sin embargo, el cadáver de la mujer no permaneció enterrado allí mucho tiempo pues a la noche siguiente un par de hombres, pagados al parecer por miembros de la familia del ministro O’Farrill, forzaron las puertas del camposanto, sacaron de su tumba el cuerpo de la Montavo y lo llevaron al palacio, en cuyo jardín lo volvieron a enterrar al pie de un alto roble.
Todo aquello era ya polvo y miseria del pasado, del que ya sólo quedaba colgado en una de las paredes del salón donde habían tenido lugar las tertulias un cuadro de la escuela de Murillo que el rey José había expoliado, según costumbre, de un convento madrileño. Ahora Madrid y toda España ardían en un presente amenazador que auguraba un futuro lleno de incertidumbre. Matías del Rosal, el jefe de protocolo, solía decir con su acostumbrada voz engolada que al Rey de España empezaban a torcérsele los negocios del poder, y aunque los Consejos de Indias y Estado habían prestado juramento de fidelidad, pronto abandonarían su compromiso, mientras que los grandes señores y los diputados de la Junta estaban profundamente desmoralizados y en todas las provincias el pueblo llano formaba pequeñas guerrillas que empezaban a hacer la vida imposible al ejército de ocupación, sin contar con las serias derrotas que éste había sufrido ya en citas tan importantes como Bailén.
En la cocina, entre los fogones y el olor a pitanza, los comentarios se vestían de otro tono. Tanto el chef como su ayudante deseaban que pronto volviera el orden a las calles y los españoles a su vida serena y familiar, y libre de yugos extranjeros para poder disfrutar de las cosas sencillas y cotidianas como poder moverse de un lugar a otro sin peligro alguno, charlar con los amigos, hacer el amor o entregarse al segundo de los placeres: comer y beber bien. Nicolás, a petición de su jefe, le acercó una ristra de rojos y lustrosos chorizos y acto seguido se puso a desespumar las ollas. Al conjuro del olor de la comida le recordó a Perigord las matanzas de su pueblo. Le habló de las fiestas que se montaban en torno a ellas. Los chicos el día de la matanza no iban a la escuela con consentimiento de sus padres y se arremolinaban alrededor del protagonista de la fiesta. Y ante sus ojos asombrados, al cerdo se le degollaba, se le sacaba la sangre, se le chamuscaba, se le abría en canal y se le descuartizaba. Luego les entregaban la vejiga del animal y, tras lavarla adecuadamente, la inflaban y jugaban con ella como si fuera una pelota. Los mayores bebían buenos tragos de vino y aguardiente, que corrían a cargo del dueño del cerdo. Sobre las mesas se disponían recipientes con sal, pimienta, canela, azúcar… y utensilios de cocina como embudos, perolas y calderos donde más tarde se cocerían los chorizos y las longanizas, sin faltar los hilos y cordeles con los que se ataban los embutidos que en máquinas manuales se iban metiendo en las mismas tripas del recién sacrificado puerco.
Perigord sonreía al oírle hablar con aquel entusiasmo imparable, pero enseguida tomaba la palabra para evocar reuniones y banquetes que habían tenido lugar en el palacio, como las célebres chocolatadas que ofrecía Teresa Montalvo a gente variopinta de ambos sexos entre la que destacaban abogados, militares y escritores. Uno de éstos últimos era el afrancesado Leandro Fernández de Moratín, al que el buen comer y buen beber, así como la buena vida en general, le atraían tanto o más que las comedias que escribía. Al final las literaturas acababan en las literas blandas de las habitaciones superiores; las virtudes del chocolate espeso y la proximidad de mujeres alegres hacían que las risas de placer resonaran en todo el edificio. Y eso que a don Leandro los hoyos de la viruela que le afeaban la cara desde niño y su débil constitución física le habían hecho tímido y retraído. Pero en pequeñas reuniones y entre gente amistosa como las que daba la condesa de Jaruco, donde el chocolate y el chinchón reconfortaban el estómago, se mostraba locuaz y atrevido y hasta la menor de sus manifestaciones se volvía de lo más espontáneo y natural.
Nicolás recordaba a propósito lo que Matías del Rosal decía del comediógrafo, que era un escritor camaleónico, para enseguida explicar que, habiendo sido protegido de Godoy, cuando éste cayó en la revuelta de Aranjuez, el dramaturgo tuvo que huir de su casa; sin embargo, le faltó tiempo para tomar partido por los franceses, y el Rey José lo nombró Bibliotecario Mayor de la Biblioteca Real. No es extraño que, cuando las cosas se pongan feas, que se pondrán, acababa vaticinando solemnemente el jefe de protocolo, veamos al autor de El viejo y la niña salir corriendo de Madrid y hasta de España.
En ese momento sonó una campanilla que sacó a los dos cocineros de sus nostálgicas evocaciones. Acto seguido apareció Matías del Rosal para comunicarles que el Ministro acababa de hacer su entrada en palacio. Así que debían ir preparando lo necesario para servir la comida del mediodía. Añadió antes de desaparecer que debían servirle el cocido en la sopera de loza de Valencia, la de la tapadera con motivos de caza, y el vino en la jarra que le regaló su sobrina poco antes de morir, la que llevaba esmerilada la figura de Baco.

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