Sin más espera puse en marcha un plan que, si salía como deseaba, me había de llevar a la consecución de la misión que se me había encomendado. Lo primero que hice fue contratar en una casa de coches de alquiler un automóvil para trasladarme lo más rápido posible al destino que me señalaba la primera de las mencionadas palabras: MEDINA. Hacia las nueve de la noche llegué a una pequeña población pintoresca situada en la ladera de un cerro que lame un río escaso en aguas. Había leído no sé dónde que Medina poseía algunas iglesias románicas, un palacio gótico y un castillo semiderruido en lo alto de la colina. Aún había restos de la luz del día y el mellado castillo aparecía coronado con las últimas pinceladas del sol en su ocaso. En la explanada de los autobuses encontré un buen sitio para aparcar el coche. A una mujer que me encontré nada más dar unos pasos le pregunté dónde quedaba la pensión más cercana. Me indicó la ubicación de una posada detrás de la iglesia, frente a un estanco. Le di las gracias y hacia allí me encaminé. Di fácilmente con la pensión, una casa de dos plantas con un balcón lleno de macetas y un letrero que rezaba: PENSIÓN ESPERANZA. La posadera, una mujer guapetona y simpática que al punto me recordó a Caridad, me franqueó la entrada y, tras cambiar con ella las condiciones de mi alojamiento, me llevó hasta la que sería mi habitación. Momentos después, tendido en la cama, consulté el papel donde tenía apuntadas las palabras. El vocablo siguiente era DUEÑAS. Lo mismo podía referirse a un palacio que a un templo. Palacio de las Dueñas. No sonaba mal. Pero también sonaba divinamente Convento de las Dueñas. La inteligencia superior me ayudó a solucionar el problema. Así que me vi saliendo de nuevo a la calle, entonces débilmente iluminada por la luz de una farola situada en la esquina. Anduve hasta allí y me encontré con otras dos calles que formaban una uve. Me metí por la que tenía más luz y, de repente, me encontré con un hombre que parecía resuelto a ayudarme. Así que le pregunté por lo que me interesaba. Me contestó como si fuera la página de un libro:
--Al otro lado de la ciudad se levanta un convento de clausura bajo la advocación de la Virgen de la Guía , regentado por monjas Dominicas, también llamadas Dueñas. Se levantó en 1141 y tiene una nave central y varias laterales; en su interior se esconden algunas riquezas pictóricas y escultóricas... Pero creo que la erudición está de más ahora, ¿no le parece?
Le contesté que así era, y el hombre, amablemente, se ofreció a acompañarme al convento de las DUEÑAS a la mañana siguiente. Me citó en la plaza del pueblo, junto a la fuente, y desapareció tan misteriosamente como había aparecido. En un estado de inquietud extrema, regresé a la pensión. Allí estuve un rato hablando con Esperanza hasta que, cansados los dos de hablar, nos dimos las buenas noches. Pero la dueña de la pensión, sin más preámbulos me cogió por la cintura cariñosamente y me condujo hasta la sala de lavado y plancha. El rincón era muy agradable y olía a manzana. No sé cómo pasó, pero me vi sentado junto a ella en un sofá de dos plazas más bien reducido. Sentí a la señora Esperanza tan próxima a mí que toda la carne de su cuerpo empezó a parecerme la fruta más fresca y apetitosa que había tenido nunca tan a mano. Sus labios entreabiertos me invitaban a estrujarlos con los míos y, sintiendo que mi corazón se había desbocado completamente, me apreté contra ella. Lo demás ya se lo puede imaginar el lector, Bueno, todo no, porque en el registro que hizo de mi cuerpo mientras nos poseíamos como locos, descubrió el bulto de la piedra negra, Retiró la mano prudentemente y esperó a que la batalla del sexo acabara del todo. Luego, mientras nos sosegábamos, me preguntó por la piedra. Le dije como resumen que tenía poderes. Y ella, sonriendo, comentó que, a juzgar cómo hacía el amor, de verdad que la tal piedra cumplía bien con su cometido. Antes de irme a dormir, salió a relucir el convento de las Dueñas y, para mi sorpresa, Esperanza sabía perfectamente cómo llegar hasta él. Me habló de las afueras, del río, de un molino en venta y un camino que acababa en el mismo convento. No pegué ojo pensando en ello.
A la mañana siguiente, tras desayunar en compañía de Esperanza, salí de la pensión camino de la plaza de la fuente para reunirme con el hombre de la noche anterior. Pero no estaba allí ni apareció en la media hora siguiente que le estuve esperando. “Así es mejor”, pensé y, ansioso por acabar mi misión, partí yo solo. Enseguida di con el río y el molino en venta. Y cuando divisé la silueta del convento de las Dueñas al fondo de un camino de tierra, no pude aguantar mi alegría. Rodeé el edificio y llegué al pie de un huerto adosado. Allí estaba la tercera palabra, HUERTO. Y aunque yo ya no era joven y había perdido las mañas de la juventud, ayudándome de las grietas del muro, logré alcanzar fácilmente la barda. Me puse a horcajadas sobre ella y de un simple salto me vi pisando la tierra dura del huerto. Muy cerca descubrí un pozo con su cubo de cinc. Y en un rincón unos cuantos troncos apilados.
Enseguida examiné el muro de la iglesia colindante, el contrafuerte de movidos sillares que arrancaba del suelo delante de mí, el tejadillo de destrozadas tejas que se extendía entre él y el siguiente y la ventana de arco de medio punto y enrejada con dos hierros en cruz que se abría a pocos centímetros del tejadillo. Todo encajaba perfectamente y allí estaba la VENTANA , cuarta palabra señalada en el libro de Neftalí.
Apoyé uno de los troncos sobre el muro y lo usé de rampa para llegar hasta la ventana. Una vez allí, comprobé que de la cruz que formaba la reja de la ventana sólo estaban encajados los brazos laterales, y de mala manera; así que, forcejeando durante unos minutos, logré desembarazar de obstáculos la entrada que había elegido para acceder a la iglesia. Empinado sobre el tronco, me asomé al codiciado interior y pude ver un altar con su hornacina y su Virgen y dos reclinatorios separados; en cuanto al pavimento, al menos el trozo que yo podía ver desde mi observatorio, aparecía sembrado de pedazos de cirios y gotas de cera.
Con no pocos esfuerzos, logré ir metiéndome en el interior del templo, primero las piernas y luego el tronco, mientras con las manos me agarraba al borde de la ventana para ayudarme en la empresa. Al fin conseguí que mis pies tropezaran con lo que bien podía ser el reborde de un arco. Me descolgué un poco más y noté enseguida un vano en la pared. Al punto pensé en un posible nicho, una hornacina o algo similar y, como no podía estar mucho más tiempo en aquella posición, balanceé durante unos segundos mis piernas para ver si daba con algún saliente donde apoyar mis pies. Hasta que viendo que mis manos no podían aguantarme más y no encontrando otro modo de acceder que dejarme caer a lo largo del muro, me solté. En mi caída tropecé primero con una especie de repisa y enseguida di con mi cuerpo en las losas. Casi al mismo tiempo sentí un dolor agudo en el tobillo izquierdo, pero pasó pronto al verme por fin y, sin mayores percances, allí dentro.
Sentado sobre el suelo vi que me hallaba en una capilla. Y junto con lo apuntado, descubrí lo que me pareció más importante: dos sepulcros alineados y hundidos en una especie de gran nicho rectangular; uno de ellos tenía una estatua yacente y el otro una estatua en actitud orante. Ante mí tenía la quinta palabra: SEPULCROS. Examiné las inscripciones de las tumbas. La primera no significaba nada para mí. Hablaba de la mujer que en mármol desgastado rezaba sobre su tumba. Decía que había sido una fiel esposa y dedicado toda su vida a la casa y a cuidar el buen nombre de su familia y la de su marido. La segunda tumba, que contenía los restos del afortunado esposo, me proporcionó todo lo que tenía que saber. La estatua yacente se conservaba intacta y representaba a un hombre joven de sonrisa plácida que tenía los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, cubierto con malla y en postura de absoluto reposo. El casco y la espada, que en tiempos de guerra debieron de ser sus inseparables compañeros, ahora descansaban a sus pies para siempre. Su epitafio rezaba:
“AQUÍ YACE ALFONSO PÉREZ DE LUNA,
CONDE DE MOLINOS, QUE AMÓ POR IGUAL
LOS LIBROS Y LAS GUERRAS. FUE MUERTO
POR UNA FLECHA SARRACENA CUANDO DEFENDÍA
EL CASTILLO DE SU PADRE EL MARQUÉS
DE MEDINA DON FERNANDO PÉREZ DE LUNA.
SUS RESTOS FUERON DEPOSITADOS
EN ESTA CAPILLA DE LA VIRGEN
DE LAS BATALLAS POR DESEO EXPRESO
DE SU PROGENITOR EL AÑO DE MCDLXX IX”
Allí, en la segunda línea de la inscripción, aparecían la sexta y séptima palabras, CONDE y MOLINOS. El corazón se me aceleró, pero poco a poco fui recuperando el ritmo normal de mis latidos y, resuelto a poner término a la misión que me había llevado hasta allí, siguiendo las instrucciones de la inteligencia superior, apoyé sobre el muro uno de los reclinatorios y trepé por él hasta llegar a la altura de la estatua sonriente del caballero. Recorrí con la mirada la superficie del sepulcro por si descubría algún hueco o hendidura donde pudiera estar oculto lo que buscaba, pero no obtuve el menor fruto. Me empiné para echar una ojeada al otro lado de la tumba, el que limitaba con el muro, y descubrí un hueco donde me cabía la mano holgadamente. Excusándome ante el caballero por tumbarme sin ningún pudor sobre su malla, tanteé la rendija a lo largo del sepulcro y, para mi alegría, allí había algo con que acababan de tropezar mis dedos.
Se trataba de una caja de pequeñas dimensiones y recubierta toda ella de terciopelo rojo. Rápidamente abrí el broche de su tapa, pero dentro no había nada, sólo un hueco circular hundido. Entonces una extraña carcajada sonó en la capilla. Miré a mi alrededor y descubrí en un ángulo de la capilla la redoma de Neftalí. Su contenido verde luminoso se agitó unos segundos y, tras un leve chasquido, la redoma desapareció y en su lugar quedó flotando en el aire un pergamino que como un pajarraco del Más Allá se posó en el frío pavimento. Lo recogí y leí su contenido mientras un sudor frío me recorría la espalda:
“Ya ve que lo que anda buscando no está en su sitio. Todo habría salido mejor si no hubiera cogido de su lugar la piedra negra. Si quiere conseguir el medallón, vuelva al lugar de los libros. Y lleve consigo el excremento del diablo. Hasta la vista.”
La inteligencia superior ya esperaba algo así. Lo digo porque inmediatamente me incitó a coger el coche para regresar a Semure. Antes me pasé por la pensión para despedirme de Esperanza.
Comí en ruta y a eso de las seis de la tarde detenía el automóvil en la plazuela, frente a la casa del curandero. El silencio del zaguán era muy distinto a la otra vez. Era un silencio de mil trampas, como el del resto de la casa. Lo mismo que la vez primera, subí las escaleras procurando que mis pies no arrancaran el menor sonido de los viejos escalones de madera. Llegué al pasillo superior y escudriñé el rincón oscuro donde se hallaba la puerta de la cocina. Al punto me pareció descubrir en la rendija inferior como una ligera claridad verdosa. Fui hasta allí con el mismo sigilo y empujé suavemente la puerta.
Y allí, recortada por la luz que entraba por la ventana, había una figura que reconocí a los pocos segundos. Era el individuo que la noche anterior me había informado sobre el convento de las Dueñas y, posiblemente, el autor del mensaje. De lo que no tenía la menor duda era de que el hombre de Medina y Neftalí eran la misma persona. Con un gesto me invitó a entrar. A su lado sobre el alféizar de la ventana del fondo descubrí la redoma y el medallón.
--Veo en su cara pintada la sorpresa—me dijo--. Sí, yo soy Neftalí y como ve tengo poderes sobrehumanos y lo mismo ahora estoy aquí, de pie, ante usted, que en un instante en Medina y, si quiero, dentro de la redoma que usted estuvo a punto de destruir. Pero se le olvidó lo más importante: taparle la boca.
Yo le dejaba hablar para ganar tiempo y le pregunté por la suerte que habían corrido los ladrones de joyas artísticas. Me respondió que eso yo ya lo sabía y que no había que perder más tiempo.
--Y ahora—añadió con un tono imperativo-- no haga más penosa la tardanza y entrégueme el excremento del diablo. Porque la piedra la lleva encima, ¿verdad?, tal y como le pedía en el pergamino.
--Voy a satisfacer su pregunta—le dije lentamente mientras palpaba con la mano izquierda la piedra que llevaba en el bolsillo y repetía en mi mente la fórmula que la inteligencia superior había alojado en ella para tal ocasión.
En cuanto acabé de recitar la fórmula, Neftalí empezó a temblar como un enfermo de alferecía y, viéndose perdido, se hizo humo verde y se coló en la redoma. Pero no le di tiempo a efectuar más movimientos. Me abalancé hacia el poyete de la ventana y cogí la redoma por el cuello mientras tapaba su boca con mi pañuelo. Luego me colgué del cuello el medallón y bajé los escalones de dos en dos hasta salir a la calle. Sin dejar de correr llegué al principio del puente y desde allí arrojé al agua la redoma con Neftalí dentro. Esperé a que el recipiente se hundiera en su totalidad. Luego respiré profundamente aliviado. Después atravesé el puente con la idea de despedirme de Caridad antes de dirigirme a la ermita de Mora de Duero para devolver el medallón.
Y ya contaba con que todo, tras restituir el medallón a la ermita de Mora de Duero, volviera a la normalidad y pudiera regresar al pueblo de mis padres. Pero cuando me disponía a cruzar el umbral del templo, la piedra que llevaba en el bolsillo empezó a arderme de tal forma que no tuve otro remedio que deshacerme de ella. Entonces ocurrió algo increíble y fue que me vi dejando la casa de mis padres para coger el camino de las ruinas de una abadía gótica que había a una legua de allí. Poco más adelante me crucé con dos hombres que venían hablando del estilo arquitectónico del templo, de lo que había sido antiguamente y del esplendor que aún se deducía de sus ruinas. Y pensé que muchas veces el laberinto del tiempo nos juega malas pasadas en la imaginación.
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