Una fotografía de niño
Querido padre:
Mirando ahora tu fotografía de niño (pelo ensortijado, ojos inquietos), no dejo de pensar en aquella mañana de otoño de 1920 en que el abuelo Esteban te llevó al Colegio de la Santa Espina de Artes y Oficios para firmar tu ingreso. Acababas de dejar la vieja y modesta escuela del pueblo y, al encontrarte dentro de aquel abrumador recinto de extensos y cuidados jardines, de pabellones con ventiladas aulas y amplios talleres con sus mil ruidos de maquinarias y herramientas, te sentiste como pez fuera del agua. Sin embargo, tu despierto interés por aprenderlo todo enseguida llamaron la atención de tus profesores y condiscípulos. Y pronto empezaste a ir acostumbrándote a aquel lugar, donde perfeccionarías el dibujo, el cálculo se haría tu mejor amigo, la caligrafía se volvería en tus hábiles manos elegante y hermosa y el mundo cabal de la carpintería iría impregnándote poco a poco con el honrado perfume del serrín y las virutas y con la generosidad de la madera que tan pacientemente sabe adaptarse a la curvada poesía del baúl, a la seria reciedumbre de la cómoda, a la silenciosa firmeza del ataúd. Pero aún algunas noches, al echar de menos las alegres correrías por la arboleda del camino viejo en compañía de Florencio, tu mejor amigo, escondías la cabeza bajo la almohada para que no te oyeran llorar tus compañeros de internado, y durante el día, al echar de menos la cercanía de las manos de tu madre, te apartabas disimuladamente a algún rincón para quitarte alguna lágrima. Los primeros meses fueron los peores porque el idílico mundo de Valdenebro que acababas de abandonar no te dejaba en paz un momento, y cualquier cosa que vieras o escucharas te evocaba hasta el mínimo detalle de la Arcadia vivida hasta hacía poco; las cejas de un compañero, el andar de algún profesor, ciertos gestos y tonos de voz... te seguirían recordando la cara de un amigo, las costumbres de un hombre del pueblo, las conversaciones de la casa...; hasta la algarabía de los gorriones en los jardines del Colegio o las carcajadas de las urracas entre los pinos cercanos o los cantos insistentes de las totovías en las vecinas tierras de labor te recordarían irremisiblemente los gorriones de las huertas del tío Rafael, las urracas de los tesos de los almendros y granados y las dulces y misteriosas totovías que se acercaban a las bardas de los corrales al caer la tarde y allí entonaban su insistente y melancólica orquesta. Sin embargo, poco a poco te dejaste querer por la vida de paz, de estudio y de trabajo del Colegio. Debiste de sentir al poco tiempo verdadera devoción por el hermano Isaac, que sabía ser sabio y ameno en las clases de Cálculo y tierno y convincente en los sermones de la tarde, momentos antes de subir a los dormitorios. Y por aquel chico enfermizo de Valladolid, Valbuena, Federico Valbuena, que te hizo amar el dibujo con tanta fuerza y tenacidad que ya nunca abandonarías la afición por la línea, las luces y las sombras que un mero carboncillo podía transformarse entre tus dedos en un doliente Cristo de la Caña como el que yo vería en la casa de Zamora muchos años después, o en una bella niña con coleta como aquella que adornó durante mucho tiempo el pasillo de la casa de tu hermana María en Villafranca, y tantas otras cosas que la edad y los cambios continuos de residencia han ido extraviando.
Querido padre:
Querido padre:
No dejo de mirar tu fotografía de niño ni de pensar en aquella mañana de otoño en que el abuelo Esteban te internó en el Colegio de la Santa Espina para que aprendieras cultura general, las cuatro reglas y un buen oficio que te abriera el camino del mañana. Cuatro años vivirías intensamente en aquel Centro y, mientras aprendías a hacerte un hombre de provecho en la piedad, la disciplina, el estudio y el trabajo bajo la mirada atenta de aquellos hermanos profesores, tuviste que sufrir la experiencia dolorosa de la muerte de tus padres; primero la de aquel hombre cariñoso y trabajador que tiempo atrás había firmado tu ingreso en el Colegio, y dos años después la de la buena y hacendosa mujer que te había traído a este mundo para luchar cada día y demostrar que la batalla persiste siempre y que al final es uno el que se marcha y el que se queda siempre es el mundo. Los primeros combates fueron duros, muy duros, pues a los doce años te quedaste sin los escudos entrañables que habían sido para ti los seres más importantes de tu vida. Y cuando poco tiempo después saliste de la Santa Espina, ya experto en el dolor, la seriedad y la tarea cotidiana, para irte a vivir con tu hermano mayor Félix, aquel que moriría de gangrena no mucho tiempo después. Que fue sin duda otro combate de consecuencias demoledoras. Entonces, puesto en pie de nuevo, tuviste que empezar a vivir solo, a ganarte la vida con tu propio esfuerzo, con un cepillo, un martillo, unas tenazas... y la dulce y generosa carne de los árboles, que bajo el dominio de tus hábiles manos se fue convirtiendo en las primeras mesas, las primeras sillas, los primeros baúles...
Querido padre:
Querido padre:
Ahora, mirando esta fotografía donde apareces de niño, con tu ensortijado pelo y tus inquietos ojos, pienso en lo rápido que creciste, te casaste, tuviste hijos, los criaste... y, cuando podías serenarte, descansar al fin de toda una vida de trabajo dedicada a sacar adelante a los tuyos y ver, desde el horizonte conseguido con todo merecimiento, cómo todos ellos iban saliendo adelante de sus propios y cotidianos lances, una enfermedad atroz y traicionera te obligó a dejar el mundo antes de tiempo y te privó de ver satisfecho ese justo deseo.
Sin embargo, un consuelo me queda. Asegurarte que cada uno de nosotros ha intentado conducirse por la vida según el dictado que, con tu ejemplo, fuiste inculcando dentro de nuestra alma.
Por eso, querido padre, mientras doy un beso a tu fotografía de niño (pelo ensortijado, ojos inquietos), te confieso que no hay un solo día de mi vida que haya dejado de quererte.
Sin embargo, un consuelo me queda. Asegurarte que cada uno de nosotros ha intentado conducirse por la vida según el dictado que, con tu ejemplo, fuiste inculcando dentro de nuestra alma.
Por eso, querido padre, mientras doy un beso a tu fotografía de niño (pelo ensortijado, ojos inquietos), te confieso que no hay un solo día de mi vida que haya dejado de quererte.
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