lunes, 28 de junio de 2010

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Gatos
El gato que aparece en este cuadro que pinté en 1985 es el último que ha pasado por nuestras vidas. Se llamaba Canela por el color de su pelaje y era un siamés con mezcla de angora (tenía los ojos color cielo y una cola esponjosa y grande). Entró en nuestras vidas el día en que una vecina nos lo regaló aún muy pequeño. Tenía pocos días pero una legión de pulgas, que logramos exterminar con antiparásitos tras duras sesiones de dedicación intensa. Pronto lo educamos a hacer sus cosas en una caja que habíamos dispuesto en el lavadero y estuviese donde estuviese y pasase lo que pasase, con suma disciplina y limpieza acudía a su depositorio. Lo acostumbramos tanto a nuestra compañía que cuando notaba que alguna visita llamaba a la puerta salía zumbando a esconderse detrás del sofá que yo tenía en mi estudio. En invierno solía hacerse un sitio entre nosotros en el sofá y allí se quedaba acurrucado, tan a gusto. Lo que peor llevaba Canela era nuestras subidas a Mas d'en Gall. Notaba el cambio de la casa y se pasaba horas mostrando su disconformidad con maullidos lastimeros. Y tal vez para castigarnos alguna noche la pasaba por los alrededores sin volver a casa. Cuando empezaron sus problemas de encelamiento nos vimos en la obligación, pese a nuestra pena, de llevarlo a un veterinario a que lo castrase. Nunca olvidaremos la estampa del animalito volviendo de la anestesia y, pese a ello y sus torpes movimientos, arrastrándose para acudir a aliviarse a su cajita. Penas, nos llevamos unas cuantas. Una cuando lo llevamos con nosotros a Nautic Almata, el camping de San Pedro Pescador (situado en la bahía de Rosas) donde pasamos varios veranos seguidos, y una noche desapareció de la caravana. Menos mal que cuando ya lo creíamos completamente perdido, una mañana apareció maullando por debajo del avance de la caravana para alegría nuestra y especialmente de los chicos. Otra pena mayúscula fue la vez que tuvimos que dejarla en casa de mi suegra una temporada porque nos fuimos de viaje. A la vuelta nos contó la mujer que Canela en nuestra ausencia no probó bocado durante muchos días y temió lo peor hasta que se fue acostumbrando a ella tanto que cuando aparecimos para llevarla a nuestra casa no quería nada con nosotros, que lo habíamos abandonado. Finalmente, y tras muchos esfuerzos, logramos que poco a poco fuera reconociendo nuestras voces y se hizo de nuevo a nuestra vida. Pero mayor pena sentimos (sobre todo los chicos) cuando tuvimos que deshacernos de Canela, aunque lo hicimos bien porque se lo confiamos a la vecina que nos lo había regalado, la cual se comprometió a llevarlo a un hogar parecido al nuestro donde iba a estar bien atendido. Aún nos acordamos de Canela y más de uno de nosotros lo echa de menos.
Gatos, tuvimos algunos durante nuestra infancia allá en la ciudad del Duero. Pero del que me acuerdo más es de uno negro y común al que mi madre puso de nombre Virili. El animal andaba a sus anchas por todos los rincones de la casa, sobre todo, en el desván donde los ratones le ofrecían un festín gratuito sólo con que se esforzase un poco. Además contaba con un plato de comida de los vecinos de abajo y otro nuestro. Se dejaba acariciar el lomo por los más pequeños y respondía a las caricias con un reconfortante ronroneo y algún que otro maullido de agradecimiento. Pero un día de limpieza de la casa, un somier que estaba apoyado sobre la pared resbaló hasta el suelo y pilló en su caída la cabecita de Virili. Dos días con sus noches estuvo agonizando en el poyete de una ventana maullando sin cesar (era horrible oírle quejarse), hasta que, compadecidos de su sufrimiento, lo envolvimos en un trapo y lo arrojamos al río para acabar de una vez con su agonía.

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