miércoles, 23 de junio de 2010

EL RINCÓN DE LOS CHISTES

El primo Alfonso





1. Madrid

Madrid para el primo Alfonso siempre ha sido un libro de enseñanzas. Ya la primera vez que visitó la Corte, por aquellos años en que aún no había luz eléctrica ni agua corriente en el pueblo, y viéndose en la necesidad de pasar la noche, se fue a una pensión de Legazpi. Nada más entrar en su cuarto la patrona tocó la pared y se encendió una cosa en el techo. La sorpresa de mi primo tuvo que ser mayúscula porque, cuando días más tarde regresó a la aldea y la parroquia de la cantina de Saturnino le preguntó por la experiencia de su estancia reciente en Madrid, Alfonso les respondió: “En Madrid avanza el mundo como un relámpago. Con deciros que allí la gente pellizca la pared y se enciende una cebolla, os digo todo.”
Con las experiencias que Alfonso vivió en Madrid podría hacerse un libro. Otra vez tuvo que volver allí para arreglar un asunto familiar. Cogió el tren que pasa de madrugada por el pueblo y llegó a Madrid a mediodía. Algo en mal estado debió de comer en un bar de la antigua estación de Chamartín porque a media tarde empezó a sentir las primeras molestias en el estómago, y cuando caminaba por la Gran Vía hacia el despacho de abogados, le entraron unas apremiantes ganas de ir al lavabo. Miró a su alrededor con verdadera angustia en busca de un lugar adecuado y, como no vio nada que le sirviera de retrete, se vio obligado a meterse en un portal y en un rincón se bajó los pantalones. Envolvió el producto en hojas de periódico y, con él bajo el brazo y una sonrisa de alivio en los labios, llegó hasta una plaza donde varios charlatanes anunciaban a gritos sus mercancías. Se acercó a uno de ellos que en ese momento estaba pesando con una romana un paquete que le había dado una mujer del corrillo. “¿Ven este paquete? ¡Justo dos kilogramos de peso, señoras y señores! ¡Una romana como Dios manda! Tome, señora. A ver usted, señor”, añadió mientras le cogía a Alfonso el bulto que llevaba para ponerlo en el gancho de la romana. “Veamos cuánto pesa su paquete… Humm… sólo kilo y medio.” Y, sin darle tiempo a reaccionar, le lanzó la carga mientras el envoltorio se deshacía y parte del contenido aterrizaba en su cara. Lo primero que dijo en la cantina de Saturnino al volver al pueblo fue: “Lo que no me gusta de Madrid es que al que no caga dos kilos justos se lo tiran a la cara.”
Y es que Alfonso no tiene mucha suerte con eso de aliviar el vientre en Madrid. En otra ocasión, tras arreglar el negocio que lo había llevado allí, se fue a comer a un bar que le habían recomendado de la calle Valverde. Luego, como le quedaban unas horas para el tren de regreso, pensó pasar la tarde viendo una película. El cine era muy viejo y muy cutre. Todo hay que decirlo. La cuestión es que, mediada la película, al pobre Alfonso le entraron unos horribles retortijones de vientre y tuvo que dejar la butaca para buscar a toda prisa los servicios antes de que ocurriera lo irremediable. En el vestíbulo se topó con el acomodador y mientras se cogía con las manos el bajo vientre, le dijo a secas: “Necesito evacuar”. El acomodador le contestó: “El lavabo lo encontrará al final de esa escalera. Vigile porque…” Mi primo no le dejó terminar. La urgencia le obligó a subir corriendo los escalones, pero los tramos de escaleras se acabaron y el lavabo no aparecía por ninguna parte. Al final, dio con un pequeño cuarto oscuro que tenía en medio del suelo un agujero, y creyó haber llegado al lugar adecuado. Y sin más esperas se acuclilló sobre el agujero y vació el vientre. Aliviado volvió a la sala para ver terminar la película y aprovechar al menos la entrada. Pero al llegar al vestíbulo vio que la gente salía de la sala espantada y sacudiéndose de la ropa restos de mierda. Uno decía fuera de sí: “Como encuentre al hijoputa que ha cagado en el ventilador es que lo mato.”
Ya digo que para el primo Alfonso Madrid tiene algo especial. Cuando a mediados de los sesenta el tío Florencio se trasladó del pueblo a la Corte en busca de mejores aires para sus vástagos, encontró Alfonso numerosas oportunidades para darse una vuelta por Madrid. En una de esas visitas eran fiestas en la capital de España y había toros en las Ventas. Manolo, el hijo mayor del tío Florencio, se había ido a la Plaza para ver torear a Jumillano, que era un matador muy reconocido entonces. En el piso que el tío había comprado en Entrevías se hallaban, junto con el patriarca y su consorte la tía Eduvigis, los hijos pequeños, Silín, Marta y Josefa, y Alfonso preparando la merienda cena, cuando al tío Florencio le dio un síncope y cayó al suelo como fulminado. Avisaron a la ambulancia y en el momento en que se lo llevaban a La Paz, la tía le pidió a Alfonso que fuera a la Plaza de Toros e intentara avisar por todos los medios a Manolo. Sin saber muy bien qué iba a hacer salió para las Ventas. Cuando llegó estaban toreando el quinto toro y las puertas se abrieron gratis para la gente que se agolpa en la entrada principal en espera de esa ocasión. Alfonso se metió en la oleada de gente y, ya en un tendido, se puso a mirar a todas partes en busca de Manolo. Al cabo de un rato lo vio en el tendido opuesto, atento a la faena del torero en la arena. Alfonso se colocó las manos en la boca a modo de bocina y empezó a gritar: “¡Manolo!, ¡Manolo!, ¡Manolo!” Pero Manolo no le oía, entre otras cosas porque Manolo estaba al otro lado de la Plaza y porque en ésta había un follón de espanto, entre los olés, las múltiples conversaciones y la música de la orquesta que no paraba de tocar pasodobles. De repente, vio a su lado a un hombre que utilizaba unos prismáticos para enfocar la faena del matador. “¿Eso pa qué sirve”, le preguntó asombrado el primo Alfonso. El aludido, asombrado de la pregunta, le contestó: “Esto, caballero, son unos prismáticos y sirven para ver de cerca lo que está lejos.” El primo Alfonso, debió de ver en aquel objeto la solución para su problema, porque acto seguido, le dijo: “¿Quiere hacer el favor de prestármelos un segundo? Es un asunto muy grave.” El dueño de los prismáticos se los descolgó del cuello y se los prestó. Entonces Alfonso se los puso en los ojos tal como había visto al caballero y los dirigió hacia donde estaba Manolo, al otro lado de la Plaza. Milagro, debió de pensar. Tenía a su primo Manolo al alcance de la mano. Entonces, con una sonrisa de satisfacción, le dijo en voz baja: “Manolo, vuelve a casa pronto, que a tu padre le acaba de dar un soponcio y se lo han llevado al hospital.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario