2. La mili
Al primo Alfonso le tocó pasar la mili en un cuartel de montaña. Allí, como en todas partes, tuvo de todo menos buena suerte. La primera vez que el sargento pidió voluntarios para pasarse una mili en condiciones, él dio un paso al frente junto con otros tres de su pueblo. No sabía el pobre aquel dicho de que en la mili lo último que hay que hacer es presentarse a nada como voluntario. Y en la primera ocasión que tuvo cayó en la trampa: se tiró quince días en la cocina pelando patatas y haciendo el chocolate para toda la compañía. Después su estrella mejoró un poco porque el sargento lo trajo al barracón y lo tenía para los recados. Llegó a nacer entre ellos cierta familiaridad, hasta el punto de llegar a limpiarle las polainas con grasa de cerdo o a llevar a la escuela a uno de sus nietos. Un día el sargento le llamó a su despacho. “A sus órdenes, mi sargento.” El sargento tenía en la mano un billete de cinco euros. “Quiero que me traigas tabaco lo antes posible, que vuelvo a tener el mono de fumar.” Alfonso cogió el billete y, tras decir otra vez “A sus órdenes, mi sargento”, salió disparado. Pero antes de atravesar el patio de los barracones, oyó el grito del sargento llamándolo de nuevo. Volvió a toda prisa, cuadrándose ante su superior, que con otro billete de cinco euros en la mano, le decía: “Se me olvidaba. Con este otro billete me traes cerillas, vete y no tardes.” Alfonso cogió el otro billete y desapareció en busca de lo ordenado. Pasaron dos horas sin que el soldado regresara con el tabaco y las cerillas. El sargento, mosqueado y con el síndrome del tabaco haciéndole la vida imposible, llamó al cabo primera y le pidió que fuera al pueblo y averiguara qué le pasaba al soldado Alfonso. El subordinado obedeció la orden y nada más entrar en el estanco del pueblo encontró a Alfonso mirando perplejo a los dos billetes que había depositado sobre el mostrador. “¿Qué te pasa, soldado?” Alfonso, confuso, le contestó: “Nada, que ahora no me acuerdo qué billete era para el tabaco y cuál para las cerillas.” El cabo, con mirada comprensiva, le dijo: “Lo siento, soldado, pero no te puedo ayudar porque yo no estaba presente cuando el sargento te dio los billetes. Lo único que podemos hacer es regresar al cuartel y preguntárselo al sargento.” Alfonso recogió los dos billetes y regresó al cuartel con el cabo. Cuando entraron en el despacho del sargento, éste puso cara de no creerse lo que estaba pasando cuando vio que venían sin el tabaco y las cerillas. “¿Qué ha pasado, que no había tabaco en el estanco?” Alfonso le mostró los dos billetes de cinco euros pero no lograba articular palabra. El cabo le echó una mano. “Verá, sargento, aquí el soldado al llegar al estanco no se acordaba de qué billete era para el tabaco y cuál el de las cerillas, y yo no puedo saberlo porque no estaba presente cuando usted se lo dijo. Así que hemos vuelto para que usted nos lo diga.” El sargento, descompuesto por la rabia, les gritó: ¡Vaya par de inútiles! ¿Cómo queréis que me acuerde yo después de más de dos horas?”
Otro día de verano, de esos tan calurosos que apenas puede dar uno un paso, estaba Alfonso con otros soldados en el barracón jugando a cartas y sudando la gota gorda, cuando entró el sargento y al notar aquel sofoco insoportable dentro, le gritó a primo: “Abre herméticamente las ventanas, camándulas. ¿No ves que aquí os vais a asar como corderos?” El primo Alfonso se atrevió a enmendarle: “Mi sargento, ‘herméticamente’ se dice con el verbo cerrar, no con abrir. Debería haber dicho “Cierra herméticamente las ventanas”. Entonces el superior, con las aletas de la nariz abiertas y los ojos inyectados en sangre, le replicó: “A mí eso me es inverosímil. Así que obedece inmediatamente.”
En otra ocasión vivió una experiencia que estuvo a punto de costarle muy cara. Se acercó, como otras veces por la oficina de teléfonos del cuartel para visitar al telefonista que era un paisano del pueblo. Éste no estaba en ese momento y Alfonso se sentó en su silla y jugó unos segundos a ser telefonista. De repente sonó el teléfono, y su amigo no aparecía. Y el teléfono sonaba y sonaba. Y Alfonso, harto del escandaloso grito del aparato, lo descolgó y dijo: “Sólo un idiota se atreve a llamar de este modo por teléfono. Diga.” Al otro lado de la línea sonó una voz destemplada: “¿Sabe usted con quién está hablando? Soy el Coronel del Regimiento Luca de Tena.” El primo Alfonso se echó a temblar. Sólo se le ocurrió responder con otra pregunta: “Y usted, ¿sabe quién soy yo?” “¡Por supuesto que no! ¡Imbécil!” Entonces Alfonso respiró aliviado y dijo antes de colgar: “¡Pues menos mal!” Y salió de la oficina esperando no encontrarse con nadie.
A veces tenía algún que otro roce con algún soldado de su barracón. Había uno, un tal Perico, al que él le añadía el remoquete de los Palotes para fastidiarle más, que le tenía ojeriza porque creía que el sargento lo tenía enchufado. Una vez que el primo Alfonso se estaba rascando la cabeza por encima de la gorra, se acercó Perico el de los Palotes por detrás y le dijo: “Tú sin duda debes pertenecer al género tonto.” Alfonso se encaró con él. “¿Por qué lo dices?” El otro le respondió con una sonrisa zumbona en los labios: “¿Por qué te rascas la cabeza sin quitarte la gorra?” Entonces Alfonso le replicó: “Perdona, chico, pero cuando te pica el culo ¿te quitas los pantalones?”
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