domingo, 27 de junio de 2010

EL RELATO DEL MES

El hombre del abrigo de terciopelo


James fue siempre de baja estatura y de rasgos juveniles. Esto, unido a que poseía un carácter infantil, le hizo parecer siempre muy joven a los ojos de los demás, y eso que vivió hasta los setenta y siete años. Le gustaba fantasear y jugar con los niños para, según decía, no envejecer nunca ni parecerse a los enfurruñados adultos con los que a veces se veía obligado a convivir. Otra cosa que hacía para conjurar el tiempo era leer incesantemente libros de aventuras y fábulas que lo instalaban en ambientes idílicos y felices, tan distintos y hasta opuestos a los que diariamente tenía que vivir. Y otros que trataban de viajes a lugares exóticos y presentaban vidas de solitarios y náufragos que, contra cualquier inconveniente real, esgrimían soluciones ingeniosas para salir adelante.
Uno de los libros que más veces había leído fue Robinson Crusoe. Al principio, siendo muy niño aún, fue su madre quien se lo leía; pero en cuanto aprendió a leer, ya no se separó nunca de la obra escrita por Robert Louis Stevenson. Así que, cuando no lo tenía a mano en la mesilla de noche junto a su cama, se lo llevaba en la cartera cuando tenía que ir a la escuela o en la maleta, en el momento en que emprendía un largo viaje.
Mientras tanto, el tiempo pasaba sin que hiciera la menor mella en James. Y llegó el día en que hubo de ingresar en la universidad para realizar sus estudios. Tenía diecinueve años. Y una tarde fría en que había nevado y convertido a Edimburgo en una gigantesca tarta de nata, James caminaba distraído por la calle, pensando en duendes, indios o piratas. Al torcer una esquina, tropezó con un hombre que caminaba absorto en sus pensamientos, como él. James se disculpó mientras se fijaba en la ropa que llevaba el otro. Un gran abrigo de terciopelo lo cubría totalmente. Al momento pensó que era uno de esos dandis que se pasan la vida vegetando y sin dar ni golpe sólo porque al nacer han tenido la fortuna de ser hijos de poderosas familias, y que antes de abrir la boca ya ven satisfechos sus deseos y caprichos.
El hombre del abrigo de terciopelo también se disculpó y, mientras lo hacía, adivinó los pensamientos que acababan de volar por la mente de James. Así que para contradecir sus reflexiones, lo invitó a tomar una taza de té caliente en un bar cercano y a charlar amigablemente. James, asombrado de la amabilidad del otro, aceptó su invitación.
Sentados ambos ante el té humeante, los primeros pensamientos de James empezaron a disiparse. Su acompañante, despojado de su abrigo de terciopelo, parecía otro bien distinto. Aunque se le veía bastante mayor que el universitario, su rostro era juvenil y en su mirada había brillos bondadosos. Eso hizo que James dejara que se esfumasen del todo sus prejuicios, y más cuando el recién conocido le dijo que sabía ya lo que había pensado de él nada más verle enfundado en el abrigo de terciopelo, pero que el hábito no hacía al monje. James al punto se sintió avergonzado, pero el hombre lo calmó diciéndole que no era el primero que reaccionaba así al verlo. “Así como me ves”, continuó diciendo el hombre, “soy más sencillo que el suelo, que todo el mundo lo pisa, y tan misterioso como el cielo, que aunque todo el mundo puede verlo nadie sabe qué vendrá de él a la hora siguiente, si sol o nubes o lluvia o esta nieve que ha pintado de blanco la ciudad en poco tiempo. Y fantaseador de historias. Quiero decir que me gusta contar aventuras de todas clases, la mayor parte de ellas inventadas.”
Al oírle decir aquello, James estuvo a punto de confesar su secreto, que era idéntico al del hombre del abrigo de terciopelo, o sea, el de inventar cuentos. Pero no le dijo nada, se limitó a escuchar a aquel hombre, que hablaba y hablaba con tanta amenidad y sabiduría de hombres solitarios y valientes que conseguían salir de sus propias trampas y de cuantas le tendían los demás. A la vista estaba que era muy culto y había visitado casi todas las librerías y bibliotecas del país.
Tras ese momento mágico, los dos hombres se despidieron. Y a James, aunque pasó algún tiempo de aquel encuentro, nunca se le olvidó la cara, la mirada y la voz ingeniosa de aquella persona que siempre fue para él el hombre del abrigo de terciopelo. Hasta que años más tarde una mañana que ojeaba la prensa, vio su figura retratada en un periódico y al pie de la fotografía el rótulo siguiente: “El escritor Robert Luis Stevenson”. Era él, el hombre del abrigo de terciopelo y, oh sorpresa, el autor del libro que más había leído en su vida y a quien admiraba tanto. Y cuando él mismo puso su nombre, James Mattew Barrie, debajo del título de su libro más conocido, Peter Pan y Wendy, recordó con nostalgia aquella charla que había mantenido con uno de sus maestros.

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