Primer día
1.
Antes de amanecer, ya viajamos en el autobús que nos llevará a Teruel. Y con las primeras luces del alba, bajo unas nubes de un gris indeciso que navegan en sentido contrario a nuestra marcha, desayunamos en La Panadella , lugar de agridulce recuerdo pues en un pasado que se pierde en lontananza aunque no en el corazón fue testigo de la muerte de un ser muy querido y en alternadas ocasiones sirvió de referencia de otras idas y vueltas, unas felices y otras no tanto, y de encuentros con algún que otro personaje del mundo del espectáculo hoy tristemente desparecidos.
De nuevo a bordo, la guía de la agencia de viajes nos pone en antecedentes sobre los nuevos altos que haremos en la ruta antes de arribar a nuestro destino, el primero de los cuales será Mequinenza, y de las excursiones y recorridos turísticos que la Agencia tiene previstos en un futuro próximo.
2.
Al paso del autobús, van despertando los árboles, los puentes, los pueblecitos, las tierras de labor, los baldíos, los lejanos horizontes y los cercanos taludes por donde se abre paso el autocar, bajo una luz pálida y tímida, todavía niña y sin malicia, bajo una neblina rosada y mate. La música suave que irradian los altavoces del vehículo y las conversaciones medio dormidas y como en sordina de los pasajeros forman una especie de sinfonía sosegada que hace más agradable el viaje.
3.
Con el sol ya levantado desde hace rato, los colores de la naturaleza, con sus brillos y sus sombras, se desperezan poco a poco. Los amarillos brillan en los maizales, los verdes en las arboledas, los rojos en los tejados de los pueblecitos y las granjas…
Ya está ahí la mañana, a un lado y a otro de la carretera. Mientras que aquí, en el vientre del autobús suenan sedantes todavía los boleros eternos, el de Reloj, no marques las horas, Perfidia, Sabor a ti… Es una lástima que las conversaciones de los pasajeros, completamente despiertos ya a estas alturas, vayan subiendo de tono. Pero…
4.
Dejamos la autovía y tomamos la carretera nacional. Campos de frutales, ya recolectados, nos dicen adiós. Sin avisar, aparece paralelo a la ruta el río Cinca. Poco a poco la cinta azul brillante del curso del río se va ensanchando hasta llegar al pantano de Mequinenza, lago de plata donde muestra el turismo su poderosa fuerza y su oficio mercantil y económico. Atracaderos para barcos, restaurantes, parques de atracciones… Nueva parada del autobús. Mequinenza.
En vez de ir al bar disparados como hace la mayoría de nuestros compañeros de viaje, estiramos las piernas paseando por la orilla del pantano, sintiendo la brisa de la mañana en la cara y llenando los pulmones de aire sano. La superficie tersa del gran estanque calla, mientras el agua de la orilla canta junto a los muelles y los atracaderos, y de la zona de naves industriales, cercana al lago, bullen las últimas conversaciones de los jóvenes que han pasado la noche en fiesta. Allá arriba, coronando la montaña de enfrente, continúa impertérrito el Castillo de Mequinenza, testigo de la historia que no teme asomarse al presente.
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