En Toledo con el Greco
Toledo siempre ha tenido para mí un encanto especial. A mi primer viaje a la ciudad imperial, allá por los años setenta, cuando a uno de mis alumnos le dieron un premio de redacción y a mí el de viajar por la ruta de Santa Teresa en compañía de los profesores cuyos alumnos también fueron galardonados en aquella ocasión, siguieron otros que fueron dejando en mi alma sedimentos de belleza, arte y literatura. Los nombres de Bécquer, Cervantes, Fray Luis de León, Garcilaso, Marañón... se añadieron al de la Santa de Ávila, que en Toledo fundó un importante convento de su orden carmelita. Y el Greco no iba a ser menos. Con el paso de los años, su magnífico Entierro del Conde de Orgaz me sirvió de contemplación y serenidad en varias ocasiones. Y hace apenas tres años, con motivo de mi hasta ahora mi última visita a la ciudad del Tajo, tuve ocasión de admirar, en compañía de mi mujer, una exposición monográfica del pintor griego afincado en Toledo, donde dispuso de su propio hogar, hoy convertido en Museo. De dicha exposición salimos los dos como seres nuevos tras la contemplación de los vaporosos ropajes de sus personajes, desde santos a apóstoles, pasando por nobles, ancianos y niños; de las manos y gestos que vuelan entre los dos mundos terrenal y celeste; de los rostros serenos, ensimismados, soñadores... La foto de esta entrada es un ejemplo a medio camino entre la vida ajetreada y caminante y la vida serena del mundo intangible del arte y la belleza.
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