viernes, 14 de septiembre de 2012

GALERÍA PERSONAL

Historia de uno de mis cuadros que,
 aunque no sea de los mejores,
es sin duda de los más queridos


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Allá a principios de los años ochenta del pasado siglo, nos trasladamos a vivir a Cerdanyola para estar más cerca del Colegio privado donde trabajaba de profesor desde finales de los sesenta. Y un día una vecina nos regaló, para alegría de mis hijos, un gato siamés que se pasó maullando en la galería del lavadero toda la noche. Pero poco a poco se fue acostumbrando a nuestra compañía y nosotros a la suya, de tal modo que era uno más de la familia. Sus ojos azules, el color canela de su cuerpo y su magnífica cola persa eran las delicias de propios y extraños; los pocos, eso sí, que lograban verlo porque en cuanto Canela, así llamamos a nuestro gato por el dominante color de su pelaje (si bien habría sido más apropiado ponerle el nombre en masculiono porque era macho), decía que en cuanto Canela adivinaba pasos foráneos en el pasillo del ascensor aproximándose a la puerta del piso, salía escopeteado hacia el sofá de la sala donde yo había instalado mi biblioteca y se escondía detrás de él, para no volver a dar señales de vida hasta que la visita se había ido de casa.
Canela acostumbraba a dormir y a filosofar sobre una silla de anea con cojín rojo cuya desaparición ahora no recuerdo ni cómo ni cuándo sucedió.
Pues bien, un día me dio por eternizar los sueños de nuestro gato pintándolo en un  lienzo destinado a representar una vista de mi ciudad natal. He hice bien. Porque mi ciudad natal sigue estando donde ha estado siempre y en cualquier momento mis ojos pueden volver a extasiarse con su vista, pero nuestro Canela no: lo regalamos ya de mayor a una señora que cuidaba de otros gatos, cuando empezamos a viajar y a ir de un sitio para otro y comprobar que el querido siamés sufría un calvario en cada desplazamiento.
Cuando quiero recordarlo, contemplo este cuadro del 85 y me parece ver a Canela acomodándose sobre el cojín rojo de la silla de anea antes de una de sus memorables siestas.

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