La luz blanca
Todo empezó cuando una noche se levantó para aliviar la vejiga y en el lavabo una luz blanca se le metió en el ojo derecho. No hizo mucho caso, pero, para su sorpresa, al volver a la cama, un haz de luz que manaba de ese ojo lo guió hasta ella y más tarde, mientras conciliaba el sueño, esa luz se quedó flotando sobre la almohada. El hombre se despertó a las tantas de la mañana y, sin ninguna preocupación, se presentó en el trabajo, donde le esperaba el jefe con una bronca monumental. Sin embargo, ayudado de la visión excepcional de su ojo derecho, en menos tiempo del habitual rellenó los documentos que se habían acumulado sobre su mesa. El resto del día se lo pasó esperando que llegara la noche para ver si se repetía la experiencia de la luz. En efecto, a eso de las tres de la madrugada, la próstata lo tiró de la cama de nuevo y, valiéndose de su ojo encendido, entró en el lavabo justo en el momento en que otra luz blanca se alojaba en el ojo izquierdo. Tras aliviar la urgencia, sirviéndose de los dos ojos encendidos, regresó a la cama, donde cayó dormido como un bebé, mientras se quedaban flotando sobre su cabeza dos conos de luz blanca. Esta vez despertó casi a mediodía y al llegar al trabajo, la bronca del jefe fue tan grande que acabó amenazándolo con despedirle si repetía la tardanza. De nuevo gracias a la inmejorable visión de sus ojos acabó igualmente con la enorme faena que le esperaba encima de su escritorio y en mucho menos tiempo que el día anterior. Estaba empezando a enamorarse de aquella luz de sus noches y todo lo supeditaba a ella y esperaba el momento de levantarse de la cama para irse al lavabo y encontrarse con su benefactora presencia. ¿Qué parte de su cuerpo elegiría esta vez para mejorárselo? Porque todo hay que decirlo: el hombre era un cúmulo de imperfecciones y anomalías físicas: desde las cataratas en los ojos a las migrañas, pasando por las flatulencias, la próstata, la artrosis de pies y manos, la disfunción sexual o las palpitaciones que de vez en cuando le asaltaban en el sitio y la hora menos esperados y le causaban un miedo tan atroz que creía llegada la hora de su muerte. El caso es que cuando por tercera noche consecutiva se levantó de la cama para ir al lavabo sin necesidad de dar la luz pues la de sus ojos era equiparable a la de dos linternas juntas, nada más atravesar el umbral del lavabo una tercera luz blanca vino veloz a su encuentro para refugiarse entre sus manos. Esta vez sintió un calor especial en los dedos, que se volvieron jóvenes y ágiles al instante. Al meterse en la cama, se sintió bendecido por una suerte que no era de este mundo y, mientras los dos conos de luz blanca quedaron bailando a escasos centímetros de su cabello, se dejó abrazar por el sueño más profundo y feliz que había tenido nunca. Cuando al día siguiente, ya caída la tarde, se presentó en el trabajo, su jefe le esperaba con la carta del despido. No se inmutó siquiera mientras advertía que sus ojos podían ver a través de la ropa el fajo de billetes que escondía su jefe en uno de los bolsillos de su americana. Así que, sin mediar palabra, con una mano le cogió la carta y con la otra, con una agilidad suprema, le sacó del bolsillo el fajo de billetes sin que notara nada. Salió del despacho pensando que para nada necesitaba volver a trabajar con aquella excepcional visión y aquellas agilísimas manos. Sin embargo, a medida que daba un nuevo paso hacia la salida se alargaba un metro más el pasillo que tenía delante. Al poco tiempo era ya un túnel y no parecía terminar nunca. Entonces decidió darse la vuelta y regresar al despacho mientras la idea de devolverle el dinero a su jefe para ver si le reintegraba al trabajo le rondaba la cabeza. Pero también el pasillo de ese lado empezó a alargarse y cuanto más deprisa andaba en esa dirección, más se estiraba el pasillo y la puerta del despacho enseguida se hizo un punto en la lejanía. Un túnel infinito llevaba a la salida y otro túnel infinito al despacho del jefe. Y él en medio de ninguna parte. Así que, atenazado por el pánico y en un último intento de salir de aquel laberinto, el hombre pidió a gritos ayuda a su querida luz blanca, ayuda que no se hizo esperar. Fue instantáneo. La luz entró directamente en su cabeza y, en medio de una gran tranquilidad, perdió el conocimiento. Cuando lo recobró estaba en la cama de un hospital, blanco y rígido como si estuviera muerto. Tenía los ojos abiertos y los médicos hablaban de la extraña luz que habían recogido de sus retinas. Lo oía todo perfectamente, pero no podía mover ni un solo dedo, y eso era debido entre otras cosas a que se los habían amputado en aras del servicio que podían reportar a otros pacientes que… estuvieran vivos. Por lo visto, él estaba muerto para los médicos. Y no era verdad. Él estaba oyendo todo aquello, él estaba viendo aquella escena… Hasta que le cubrieron la cabeza con la sábana. Aún oyó a uno de los médicos pedir a un celador del hospital que se llevara su cadáver al depósito. Y no podía hacer nada para impedirlo. Si al menos le hubiera quedado un hilo de voz para pedir nuevamente ayuda a su querida luz blanca… Y camino del depósito oyó dentro de sí: “Has desperdiciado los favores de la luz; ahora debes vivir los sinsabores de la sombra.”
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