Ahora hace cinco años que cogimos mi mujer y yo el tren con destino a Madrid para recoger un premio de cuentos gastronómicos. En el cuento ganador don Quijote, ayudado por su fiel escudero Sancho Panza, había construido un jardín secreto con fines culinarios en la cámara que el ama y la sobrina habían mandado tapiar después de que el hidalgo, tras perder el juicio de tanto leer libros de caballería, creyera ser uno de aquellos caballeros andantes de las historias leídas, se echara a los caminos para defender a los débiles contra los poderosos y acabara apaleado por unos comerciantes y devuelto al pueblo por un vecino. No es el momento y el lugar de extenderme en el contenido de ese relato. Sin embargo, el hecho de escribirlo me reportó ratos muy agradables y, además, el premio que me permitía viajar en tren hasta Madrid, acompañado de mi mujer, como digo.
La presencia del tren en mi vida es algo que debo considerar seriamente pues de otro modo me comportaría como un auténtico mentecato. Los trenes de mi infancia eran de pequeño recorrido pero de grandes emociones. El que me llevó de Zamora a Medina del Campo fue el primero, comida a bordo incluida, tortilla española y carne empanada. Recuerdo que mi padre llevaba también una bota de vino y que por primera vez tenté el cuero en alto y me manché de vino la camisa. Ahora era diferente. La forma, que no el fondo. La forma, más cómoda, silenciosa, rápida. El fondo, el mismo: la imaginación que vuela paralela al paisaje de allende las ventanillas, el gusto de viajar, de conocer otros mundos, otras gentes, y el placer de compartir un espacio que rueda sobre unos raíles hacia un mismo destino y en un mismo tiempo. Y el cosquilleo interior al partir y al llegar. En la estación de Sants de Barcelona todo un mundo de ajetreo, prisas, emociones, luces, olor a café y a vida se reunió con nosotros de repente y ya no nos abandonó hasta la estación de Atocha de Madrid. El AVE era el cordón umbilcal que hacía ese milagro. Y cuando por la escalera metálica ascendíamos llenos de ilusión hacia el Jardín Tropical y por él salir al exterior para coger un taxi que nos llevaría al hotel que habíamos reservado, recordé otro viaje bien distinto y con motivaciones diferentes muchos años atrás, cuando yo llevaba poco tiempo trabajando en aquel colegio privado del Vallés intentando enseñar a quien no quería aprender (capital problema con el que eternamente tiene que enfrentarse quien se dedique a esta apasionante profesión, por otra parte tan denostada a veces). Eran las vacaciones de verano del 68 ó 69 y una noticia triste acababa de llegar a casa. El hermano pequeño de mi madre, tras una enfermedad galopante, estaba agonizando en una habitación de un Hospital de Madrid y se temía que de un momento a otro dejara este mundo. Y como el único de la familia que estaba disponible era yo, tuve que acompañar a mi madre a lo que parecía acabar en el entierro de su hermano. Mi madre se había quedado viuda dos o tres años antes y la sempiterna guerra que había mantenido siempre con el corazón, se agravó desde entonces con frecuentes ataques que la ponían al borde de la muerte y que sólo el cardiotónico recetado por el médico había logrado posponerla hasta el momento. Así que provistos del cardiotónico milagroso y de todo lo necesario para pasar una noche entera en el tren y el día del entierro en la capital de España, cogimos un convoy nocturno en la Estación del Norte. Durante aquella noche apenas pudimos pegar ojo ninguno de los dos: mi madre, por el disgusto que acababa de llevarse, y yo, por tener que estar pendiente de que a ella no le diera uno de sus temidos ataques de corazón. Así que intentaba distraerla con conversaciones que nada tuvieran que ver con el luctuoso suceso, hablándole de mi novia, del colegio…, pero ella no hacía más que repetir, entre suspiro y suspiro, una sola idea, la de que su hermano pequeño había muerto justo ahora que había logrado encontrar un trabajo duradero en Madrid y comprado un piso en el barrio de Entrevías adonde podía llevar a su familia y empezar una nueva vida. Y mientras yo palpaba el cardiotónico alojado en mi bolsillo escuchando sus temblorosas palabras, recordaba a mi tío en otros momentos más agradables de su vida, sobre todo, en aquellas ocasiones en que desde Medina del Campo, que era donde trabajaba mi tío de Guarda Jurado, viajaba hasta Zamora para hacernos una visita; entonces yo, todavía un niño, me lo pasaba muy bien oyéndole pronunciar enrevesados trabalenguas, como aquel de “Oiga, compadre Guerra, ¿por qué le pegado usted con la porra de parra a la perra de Parra? Porque si la perra de parra no hubiera mordido al compadre Guerra, el compadre Guerra no hubiera pegado con la porra de parra a la perra de Parra…” Palabras que entonces, mientras cruzábamos la noche española a bordo de aquel tren, adquirían una solemnidad tan contundente que me hicieron saltar las lágrimas. Me las borré de los ojos como pude para que mi madre no las viera y así no acentuar más su tristeza. El tacatá monótono del tren y el olor de carbonilla que de vez en cuando entraba en el compartimento eran una compañía tan efectiva como el cardiotónico que llevaba en el bolsillo.
Amanecía cuando llegamos a la estación de Chamartín. Desayunamos un café con leche y una pasta en el bar y luego salimos a la calle para coger un taxi que nos llevara a La Paz (paradójico nombre para un centro médico), donde mi tío había muerto.
Ahora, en una situación completamente distinta, otro taxi nos llevaba a mi mujer y a mí al hotel que habíamos reservado. El acto de entrega del premio tendría lugar por la tarde en un conocido restaurante del barrio de Salamanca, y hasta ese momento disponíamos del tiempo suficiente para darnos una buena vuelta por el viejo Madrid. Era otoño, y la luz en esa estación del año y en la Corte adquiere un papel tan importante que hace que todo, desde las fachadas hasta el cielo, pasando por los árboles y los tejados y remates de los edificios más emblemáticos de la ciudad, parezca recién estrenado. Daba gusto pasear bajo aquella luz suave y serena, y las conversaciones de las gentes que se cruzaban con nosotros en las aceras y el rodar de los coches por las vecinas calzadas componían para nosotros la mejor música. Comimos alegremente en un restaurante del Paseo del Prado hablando de las sorpresas agradables que tiene la vida y luego fuimos a pasear un buen rato por el Retiro para distraer la vista a la vez que contribuíamos con la buena digestión de la comida. Los paseos entre los jardines aparecían tapizados de hojas secas y un olor a vida sana emanaba de todos los rincones, mientras que los patos en el gran estanque nadaban a placer.
Salimos del Parque por el lado de Príncipe de Vergara y, torciendo en la calle de Alcalá, seguimos por ella hasta la de Castelló, donde estaba ubicado el restaurante del Premio. El recibimiento fue de los que apabullan. Allí se había reunido lo más granado de Madrid en asuntos gastronómicos y culinarios para celebrar el Premio que sufragaban los dueños del restaurante con la ayuda de algunas entidades bancarias y comerciales, dedicadas estas últimas a la venta de productos alimenticios de toda clase. Todo eran halagos a mi persona por haber presentado un trabajo de tanta calidad, y felicitaciones a mi mujer por la parte que a ella tocaba. Luego los dueños del restaurante me entregaron una veintena de libros con el relato ganador y algunas colaboraciones de los miembros del jurado y otras personalidades del mundo del periodismo gastronómico así como una cesta llena de productos alimentarios, pertenecientes a varias casas comerciales.
En contra de las emociones alegres y reconfortables que aquellos regalos me produjeron, una de las cuales causada por los ejemplares del libro que contenía mi relato, recordé el volumen que me llevé conmigo a Madrid en aquel triste viaje que hice con mi madre para asistir al entierro de su hermano pequeño. Era La colina de los chopos, un libro inigualable y difícil de clasificar de Juan Ramón Jiménez, que por otra parte apenas ojeé durante todo el viaje. Lo cogí en última instancia, de camino a la calle, después de echarme al hombro la bolsa con cuatro ropas para el viaje, sabiendo que en situaciones así es muy difícil centrarse en ninguna lectura. Aún así, en un par de ocasiones en que mi madre logró conciliar el sueño pasada Zaragoza, mientras el monótono y resollante respirar del tren ponía música de fondo a la silenciosa noche, me refugié en los apartados de los Aforismos, cuya lectura sincopada e inconexa me pareció ser la más idónea para esos momentos. “Suelo confundir la mujer desnuda con la muerte” (un escalofrío). “Lo bello da a la vida una ‘eternidad suficiente y verdadera’ que acaba bien con la muerte” (una sorpresa). “Quiero ser, a un tiempo, la flecha y el punto donde se clava… o se pierde” (otro escalofrío). “¡Quién tuviera, con una buena memoria, un buen olvido” (otra sorpresa). De otra lectura anterior tenía señalados en el índice del libro títulos de asuntos relacionados con Madrid y sus cosas, monumentos emblemáticos, parques, rincones variados… Pero este otro viaje a Madrid, más de treinta años después, promovido en torno a mi relato sobre don Quijote sólo me producía un placer exquisito, y en cuanto a mi mujer, vi que estaba viviendo sobre una nube. Así que, encantados con el ambiente de bienestar y alegría que nos envolvía, nos dispusimos a pasar una agradibilísima velada en compañía de aquellas personas que tanto entendían de cocina como de amabilidad.
Todo lo contrario vivimos mi madre y yo cuando nos apeamos del taxi ante la puerta del Hospital, en una de cuyas habitaciones hacía poco que mi tío Tano había muerto. Según nos dijo su viuda, el triste desenlace había tenido lugar en las primeras horas de la madrugada. El hombre que me había hecho reír más de una vez con sus dichos y trabalenguas yacía tendido sobre la cama en que había muerto y aún su cuerpo estaba tibio. Yo temía que a mi madre, en cuanto viera de aquella guisa a su hermano, le daría uno de aquellos temibles ataques de corazón. Pero no fue así; al contrario, ante mi sorpresa, ayudó a la viuda a desnudar al muerto y a ponerle la ropa del entierro. Me sorprendió la flexibilidad que aún mantenían los brazos y las piernas del cadáver en un momento en que ayudé a las dos mujeres a meter sus miembros inferiores en los pantalones. Acabamos de vestir al muerto y esperamos a que un celador llegara para llevárselo al depósito. En el intervalo se presentó mi primo Tomás, que acababa de llegar en tren desde Valladolid. Los dos bajamos en el montacargas con el celador y el cadáver de nuestro tío hasta la planta fría, mal alumbrada y silenciosa donde se abrían las cámaras de los depósitos. En una de ellas, sobre una plataforma de cemento, el celador dejó el cadáver y se marchó. Oí como entre sueños el rodar de la litera que se iba alejando. Allí abajo noté con claridad la crueldad fría de la muerte. Pero sólo duró hasta la llegada de las dos mujeres. A mi tía le faltaban los papeles de la funeraria y tuvimos que encargarnos mi primo y yo de resolver el problema. Había que pasar antes por el piso de Entrevías a coger unos documentos y con ellos volver a la agencia funeraria para encargar el féretro. Antes de salir, me acerqué a mi madre y le pregunté si se encontraba bien porque notaba cierto temblor en sus labios. Y como me contestó que estaba bien, que no me preocupara por ella y fuera a arreglar el entierro de Tano, salí del Hospital en compañía de mi primo camino de la primera boca de metro. El tren subterráneo iba a aquellas horas de la mañana atestado de gente y entramos en el vagón como pudimos. Viajábamos sin decirnos nada hasta que mi primo me preguntó por mis hermanos; correspondí a su interés preguntándole por los suyos. La gente, adormilada, apenas hablaba tampoco; así que el murmullo en sordina de los escasos diálogos y el ruido continuo del tren en movimiento componían la única sinfonía de aquella mañana gris y triste.
La zona donde se levantaba el edificio de pisos donde había comprado el suyo mi tío aún aparecía sembrada aquí y allá de cascotes y residuos de las obras. Y cuando abrimos el pìso, se me cayó el alma al suelo al verlo sucio y polvoriento y con varias cajas sin desembalar todavía repartidas por varias estancias. Como nos había dicho mi tía, los documentos se encontraban en la cocina, dentro de un tarro de legumbres. Los cogimos y, echando la misma mirada de lástima a lo que dejábamos allí dentro, desanduvimos el recorrido anterior hasta la estación de metro de origen. Allí cruzamos de acera para acercarnos a la funeraria. Arreglamos los trámites y volvimos a los depósitos del Hospital.
Allí, en la cámara donde estaba nuestro muerto, me esperaba algo que me temía. Mi madre estaba sentada en un sillón con la cabeza para atrás, las piernas temblorosas, suspirando y poniendo los ojos en blanco, tal y como se ponía cuando le daba uno de sus terribles ataques de corazón, mientras mi tía le cogía por las manos e intentaba tranquilizarla susurrando palabras de cariño en su oreja.
--Deja, tía—le dije mientras cogía a mi madre por la nuca y sacaba del bolsillo el cardiotónico--. Tomás, tráeme un vaso de agua, por favor.—Cuando mi primo me lo trajo, eché en él unas gotas del frasco milagroso y lo arrimé a los labios de mi madre, que todavía temblaban lo mismo que sus piernas. A los pocos minutos empezó a calmarse.
A media mañana aparecieron dos empleados de la funeraria con el féretro y de nuevo temí que mi madre sufriera otro ataque. Gracias a Dios no fue así y, cogida del brazo de su cuñada, asistió a la operación rutinaria de los funerarios (descorazonadora para sus familiares) de alojar al cadáver en la caja que lo acompañaría a la tierra. Vi que el cuerpo de mi tío estaba completamente rígido y, antes de que le pusieran la tapa al féretro, me acerqué a besarle la frente, que estaba absolutamente gélida. Una tristeza indescriptible me hizo temblar de pies a cabeza y no pude evitar que se me escaparan dos lágrimas enormes.
¡Qué diferente la sensación de la noche del premio! No cabía en mi cuerpo de lo alegre y satisfecho que estaba de mí mismo en aquella mesa ocupada por personas que la única preocupación que tenían era estar pendiente de que nada nos faltara a mi mujer y a mí. La cena transcurrió entre comentarios que elogiaban la buena comida y la buena literatura. El periodista que estaba sentado frente a mí sacó a colación la opípara y abundante comida que se sirvió en las Bodas de Camacho del Quijote y el vecino, a petición del anterior, recitó La cena, de Baltasar del Alcázar, “En Jaén, donde resido, /vive don Lope de Sosa / y diréte, Inés, la cosa / más brava de él que has oído…” Los aplausos sonaban por doquier con la misma fuerza que las risas. Cualquier tema que se tocara aquella noche de fiesta en la que reinaban la euforia y el rioja era bien venido, y la risa y el buen humor ponían el resto. Y sabedores de mi oficio, pidieron que expresara mi opinión sobre el absentismo escolar, problema que por entonces se había convertido en galopante. Dije lo que pensaba y era que parte de la culpa la tenían los propios padres de los alumnos, que pasan la mayoría del tiempo fuera de casa y acostumbran a sus hijos a lo que se ha dado en llamar últimamente la técnica de la llave al cuello y la soledad del domicilio. Y con estos ingredientes era fácil ver a los chicos y las chicas en edad escolar desentenderse de sus responsabilidades más cercanas (una de ellas la de no asistir siquiera a las clases) con el único objeto de llamar la atención de sus despistados progenitores. Y acabé confiando en que éstos se den cuenta de su error antes de que sea demasiado tarde. Hubo comentarios de todo tipo, pero la aparente seriedad del tema pasó a segundo término en cuanto los dueños del restaurante levantaron sus copas para brindar por todos los que un día, tras pasar esos años difíciles de la adolescencia, lleguen a escribir relatos como el ganador del premio elogiando la presencia de una buena receta culinaria para hacer mejor la vida.
La fiesta acabó pasada la medianoche, y en un taxi, sin podernos creer lo que estábamos viviendo, regresamos al hotel con el dinero del premio, la cesta con productos alimenticios y la veintena de libros, por un Madrid románticamente iluminado que parecía rendirse a nuestros pies. La vida era un camino de rosas, pese a ser otoño en Madrid.
Nada tenía que ver con lo que vivimos aquel verano del 68 ó 69 mi madre y yo en aquella misma ciudad que nos mostró su peor cara, la cara de la tristeza y de la muerte. A mi tío Tano lo enterramos en el cementerio de La Almudena, a pleno sol, en una fosa con paredes de ladrillo. Mientras el féretro con los restos de mi tío era descendido por los empleados de la funeraria haciendo rodar las cuerdas entre sus manos, con las mías aguantaba el cuerpo de mi madre que amenazaba derrumbarse de un momento a otro entre espasmos y temblores. Pero gracias a Dios no tuve que recurrir al cardiotónico.
Como el tren de vuelta a Barcelona salía a media tarde, mi madre y yo acompañamos a mi tía al piso de Entrevías que aún no había podido estrenar y, tras comer algunas cosas que compramos en una tienda del barrio, las dos mujeres se acostaron un rato en los colchones que había en una habitación. Yo me senté sobre una caja del comedor y abrí La colina de los chopos por una página que tenía señalada. “Estábamos hablando hace un instante: ‘Dentro de 20 años, cuando yo tenía 45…’ Y de pronto, malestar, menos cuerda, una luz y una sombra que huyen, la mano por los ojos: y sin saber cómo nos encontramos diciendo: ‘Hace 20 años, cuando yo tenía 45…’ Y ¿ qué es lo que ha pasado mientras tanto, en ese dudoso, incogible, incomprendido instante? Nada, eso, tiempo.” Ya no pude dormirme, descansar un poco de aquellas horas tan agobiantes y demoledoras. A pesar de mi juventud (hacía poco que había cumplido veinticuatro años), sentí todo el peso del tiempo y de la vida sobre mis espaldas y noté que algo se rompía en mi interior, como si el tapiz de la confianza en la existencia humana se hubiera rajado de repente. No podía quitarme de la cabeza la muerte de mi tío Tano, que, joven aún, había luchado y trabajado solo, a destajo y lejos de los suyos, una mujer y dos niños pequeños, para hacerse con un piso donde empezar una nueva vida todos juntos, y todo se lo había llevado de un soplo el tiempo, la muerte quiero decir, que a veces es lo mismo.
Y había sucedido allí, en Madrid, hacía más de treinta años de este otro viaje, tan diferente, a la misma ciudad para recibir un premio, bajo una luz otoñal y sagrada que lo hacía todo más duradero y feliz. Camino de la estación de Atocha, pensaba en todo eso, en que la vida es un tren que a veces lleva a los viajeros a estaciones oscuras, llenas de presagios y tristezas, pero otras los lleva a estaciones amables, llenas de esperanzas y alegrías. Y al pasar por delante del monumento al viajero, en el Jardín Tropical, justo antes de bajar a los andenes para coger el tren que nos llevaría de vuelta a Barcelona, ante aquellas maletas solitarias, aquel sombrero huérfano, aquel paraguas sin abril, hice posar a mi mujer delante del monumento para habitarlo de vida en mi cámara de fotos. Y también para no olvidar ninguno de aquellos otros viajes, tan separados por los años y las razones.
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