domingo, 10 de octubre de 2010

PROSAS DE ANTAÑO


Cabeza de tortilla sigue adelante.



4. La Atlántida


Berni se había hecho mayor, pero su alma y su corazón seguían siendo los mismos que había tenido de niño y no había día que no recibiera la visita de algún recuerdo agradable de su vida pasada. Ante tales visitas del ayer decidió un otoño gris escribir sus memorias mientras el viento, imitando el lúgubre alarido de un alma en pena, seguía aullando en el tiro de la chimenea y una auténtica lluvia de hojas muertas cruzaba el espacio encuadrado por la ventana.. Berni abrió la nevera y sacó algunas cosas para prepararse algo de comer. Lo primero que le vino a la memoria fue la colección de libros que más le habían impactado de adolescente. Veinte mil leguas de viaje submarino fue el primer libro de aventuras que leyó. La historia del profesor Aronnax que intenta destruir un monstruo marino que ha hundido ya varias embarcaciones. El buque del profesor recorre los mares y al fin da con al monstruo que, al ser cañoneado, lo ataca y finalmente lo destruye. El profesor y su criado, junto con un arponero de nacionalidad canadiense, caen al mar y empiezan a nadar en medio de la noche hasta tropezar con una superficie de metal que resulta ser el monstruo que andaban buscando. El tal monstruo es un submarino gobernado por el capitán Nemo, el cual manda a sus hombres encerrar a los tres en su interior. A partir de aquí empieza el extraño viaje por el fondo del mar contemplando los galeones españoles hundidos en la bahía de Vigo, las prodigiosas ruinas de la Atlántida o el extraño cementerio donde el capitán Nemo entierra a sus compañeros. Así como las mágicas aventuras ocurridas a bordo del Nautilus, que así se llama el submarino movido curiosamente por electricidad, hasta el momento en que, cansado de las atrocidades de su capitán, el profesor Aronnax con su criado y el arponero canadiense escapan una noche embarcados en una canoa.
Por un momento, ensimismado, levantó la vista del papel y vio en sus recuerdos a su grupo de amigos a la orilla del río, a Chago, a Merlo y a los demás, escuchándole embobados la historia del Capitán Nemo y de la Atlántida, continente que tenía de largo unos mil cien kilómetros y alojaba una población de treinta y cinco millones de habitantes. La Atlántida poseía al norte y al sur montañas muy altas; dos ríos, uno de aguas calientes y otro de aguas muy frías; un sol poderoso, abundantes lluvias, tierras de cultivos feraces y fértiles con palmeras, plátanos, bambúes, cañas y muchas flores variadas. En la costa sur se alzaba la capital, Poseidonia, así llamada porque se había construido en honor del dios del mar Poseidón. La ciudad estaba cercada por dos anillos concéntricos de tierra y tres de agua, unidos unos a otros por puentes y canales. Los recintos estaban cubiertos de latón, de estaño fundido y de oricalco, materia misteriosa que unos creían formada de ámbar y otros una aleación de metales nobles como el oro y la plata. En Poseidonia, además de palacios y templos dedicados a Clito y Poseidón, que se hallaban en la acrópolis, había talleres, comercios, grandes edificios, jardines, terrenos de entrenamiento para juegos, carreras y otras diversiones públicas, y cuarteles para albergar un ejército con diez mil carros de guerra. Es decir, todo lo que demuestra un avanzado grado de cultura y civilización, industria, tradición religiosa y prudente política.
Recordaba, como si las tuviera delante de él, las caras de asombro que habían puesto sus amigos del soto cuando les contó que la Atlántida había sido destruida por un cuerpo celeste, posiblemente un meteorito de unos quinientos kilómetros cúbicos con un núcleo de hierro y níquel de unos diez kilómetros de diámetro que se hizo incandescente a unos cuatrocientos mil metros de altura y alcanzó un fulgor superior mil veces a la luz del sol, que debió de cegar a cuantos lo observaron y que finalmente, al entrar en contacto con la atmósfera, estalló con un horrendo estampido irresistible para cualquier oído viviente, fragmentándose en dos pedazos de más de un billón de toneladas cada uno, que cayeron sobre el Atlántico. El impacto fue inimaginable y las olas que debieron de formar llegarían a los doce mil metros de altura. Era previsible que nada quedara de la Atlántida, salvo las cumbres más altas de sus montañas. Recordaba a Chago haciéndole mil preguntas sobre el Nautilus, el oricalco, el meteorito y los habitantes de la Atlántida tras el desastre.

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