Existen dos clases de reuniones: las consentidas, queridas y amistosas, de las cuales sale uno casi siempre reconfortado y enriquecido, y las otras. Evidentemente, no voy a hablar de estas últimas, en las que me he visto involucrado muchas veces a lo largo de mis sesenta y seis años sin quererlo, simplemente porque venían impuestas por circunstancias laborales o de índole parecida. Sólo quiero hablar de las reuniones amistosas, donde impera la libertad, la confidencia, la confianza y la alegría, especialmente este último sentimiento. Ejemplos de este tipo de reuniones los tengo, gracias a Dios, a docenas. Desde aquellas con los poetas y amigos de las letras de las tertulias de Barcelona o de Cerdanyola, donde nuestro afán nos llevaba a crear grupos culturales y certámenes de poesía, hasta otras cuyo punto de unión es el de acudir a la afición común del baile, y es el caso de las parejas amigas de Tossa, en cuya compañía te olvidas de que envejeces y te haces la ilusión de que rejuveneces contando chistes u ocurrencias varias que renuevan las ansias de vivir. Finalmente están aquellas reuniones en las que el hilo de unión es el haber sido profesores en el mismo centro de enseñanza durante muchos, muchos años. Y seguramente la reunión amistosa que en la actualidad hago con más ganas y cariño es la que me lleva al encuentro con viejos compañeros de fatigas docentes habidas en aquel colegio privado del Vallés regentado por la Obra y en el que dejé gran parte de mi vida (veintiocho años nada menos) y de cuyos peores recuerdos (son más abundantes los buenos) me libré también gracias a Dios, el Dios de todos, no el suyo, al aprobar las Oposiciones a Secundaria en 1997. El origen de estas reuniones amistosas parte de las que yo di en llamar cenas clandestinas tras la salida traumática del Colegio de algunos de nosotros y que celebrábamos en restaurantes de la zona. Durante esas cenas especiales los asistentes, amigos de verdad, nos apoyábamos y nos dábamos ánimos para afrontar la nueva vida que nos esperaba, mientras criticábamos los malos momentos sufridos durante nuestra última etapa como profesores de ese Colegio privado. Luego, con el tiempo, esas reuniones amistosas, pasaron a celebrarse en nuestras propias casas, y en ese ambiente hogareño, propicio a la confidencia, aligerábamos nuestras almas de la carga negativa que aún quedaba en ellas de aquel tiempo de niebla y acoso en el que algunos de nuestros mejores compañeros pasaron a mejor vida. Y finalmente, los encuentros se han convertido en una fiesta amigable donde el café con pastas y cava amenizan las conversaciones sobre los más diversos temas, desde los hijos hasta la política pasando por los viajes o las lecturas que cada uno de nosotros realizamos. Desde aquí doy las gracias a esos amigos que comparten conmigo veladas inolvidables. Ellos, cuyos nombres omito aposta, saben perfectamente a quienes me refiero. Anoche tuvo lugar en mi casa la última reunión amistosa. Hasta la próxima, amigos
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