miércoles, 30 de julio de 2008

MATERIA DE RECUERDO

La nube de luto

Mas la nube de luto gravitaba sobre la familia. De hecho, nunca del todo se marchó de nuestro cielo zamorano y catalán. Y oscilaba como una roca a punto de rodar sobre la luz de aquel diamante que fulguraba indeciso en nuestra casa.
La abuela prolongaba a duras penas con tónicos y arcanas infusiones su dolorido corazón, más triste y menos entregado a la faena de vivir desde que su hombre amado se volvió en su único santo. Ella quería en el fondo de su alma irse con él y descansar de una vez del gran vacío que le había dejado como herencia.
Alguna vez los nietos le cambiaban aquella gris mirada de tristeza, de soledad, de muerte... con sus blancas caricias de manzana sin gusano, con sus ojos de manantiales puros, con sus ansias de tiempo sin temores...
Pero eran retazos de cielo azul que pronto eran cegados por las nubes de lágrimas y luto que brotaban de su misma mortal melancolía.
Sólo guardo de entonces versos duros como truenos o hachas implacables.




La casa de montaña

La casa de montaña (muy cerca, Montserrat) fue viniendo a nosotros con facturas y sueños.
Aquello era un refugio tras la dura semana de horarios y lecciones.
Versos verdes y frescos, como el campo envolvente, nacieron poco a poco al lado de la dicha del niño y la mujer.
Pero el miedo seguía escalando paredes cada vez que a la abuela un émbolo paraba su tiempo en una arteria.
Yo quería olvidarme de otro luto anterior, y le puse a la casa, conjurando los llantos, el nombre de la abuela.
Pero nada lograron los oros de su nombre escritos en la puerta. La tormenta llegó y vació de nuevo su oscura agua de muerte sobre nuestras alcobas.



Otoño especial

Fue un otoño especial el de su muerte. Llovía igual que llueve cuando el año se va de retirada y es noviembre.
Ella estaba en aquel bello hospital de cúpulas de fresa, de paciente, siguiendo el ritual que había seguido algunos años antes su hombre, siempre la sombra sigue al cuerpo que la lleva, el agua al manantial, el ojo al puente...
Allí estaba otra vez, con la penumbra cegándole una arteria, con la suerte pendiente de un milagro.
Y Dios, tan lejos, tan ciego y sordo y manco como siempre, me despachó otra vez con el olvido, con la ruin displicencia de un mal jefe.
Me quedé sin saber si agradaría a mi madre la casa, si el campestre lugar donde lucía, el monte, el aire le harían sanar algo, si el ponerle su nombre a aquel refugio...
Todo fue un amargo deseo aquel noviembre convertido en tormenta, en lluvia negra.
Otro hachazo sin más en la corriente que a diario me lleva hacia la mar sin dejarme gozar de los paréntesis, efímeros paréntesis de brillo que el diamante me brinda algunas veces.




Pero la vida sigue

Versos hay que de ello hicieron llanto y gélida elegía.
Pero siguió la cuesta del colegio con su barco y su águila, consignas y rezos en las clases, y buen sueldo a cambio de una misa. Había que seguir llevando el pan y la seguridad a la familia.
En carnaval constante las dos partes vivíamos: la mía, luchando en aquel mundo tan cerrado por conservar la luz más limpia, y la suya, creyendo que Dios moraba sólo en sus capillas.
Menos mal que otra luz, presente y definida alumbró mi camino por entonces. Ella, mi cotidiana, mi tranquila diosa, llenó de nuevo sus ramas con el fruto de otra vida.
Aquí sí que el poema vale más que el poeta, más la risa que el labio, más la estela que el barco, más la vida que el gélido recuerdo que la imita.

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