viernes, 11 de julio de 2008

MATERIA DE RECUERDO

Licenciatura

Y acabé la carrera. Allí en la línea de meta respaldaban mi aventura los viejos profesores, Castro Calvo, Martí de Riquer, Alsina, Blecua...
Y entretanto, también yo daba clases de versos y oraciones, y ortopedias para enfermas sintaxis complicadas con dislexias de ricos, que al final nunca acababan de curar del todo pero hacían que la araña del alma tejiera hilos secretos entre alumno y profesor.
Recuerdo que eso fue el bálsamo que allí, en aquel colegio de cipreses, consignas y misales, me ayudó a vencer temores y fantasmas.




La boda

Era el año setenta. Fruto dulce de amor, caí maduro entre las manos de mi labradora favorita.
Ella sabe de mí más que Dios mismo (y eso que Dios había sido en mi niñez el mejor compañero, el confidente de los raptos de nidos y el acopio de frutas de otros huertos, pero luego se fue volviendo sordo a mis problemas, extraño, y hasta enemigo feroz...).
Ella sabe cuánto aprendí de la ciudad, de la vida y de ella. Eso es lo que entonces importaba. Dios podía seguir haciendo trampas. Porque ella hacía que mi fruta sazonada endulzara su huerto, que era el mío.
Era el año setenta, y Barcelona volvió a brindarnos brillos de diamante.



Días de nido

En el Turó de la Peira la luz era más alta, más limpia y más entera porque Horta se arrimaba al corazón de los recién casados.
Los paseos por el monte de la cruz eran diarios, y diarias las siestas, las lecturas, las visitas a la pareja amiga. (Albert había seguido mi camino de miel y dura, muy dura vida adulta.) De nuevo, los poemas (más enteros), los cuadros (más alados), los ensueños ya con menos bohemia y menos vino...
Pero las cenas de amistad cautiva aliviaron la sed de libertad que aún nos perseguía a todas horas.
Versos hablan de entonces, de los días de nido y vuelo alto, de destello, explosión de verdad entre las rosas, alumnos, sueños, libros y facturas.
Vivir siempre hacia arriba con el barco puesto el rumbo al mejor puerto posible.



La miel intacta

La miel seguía intacta.
Primero fue Peñíscola, Benicarló y el cielo de aquel junio de boda. El mar en el hotel y el amor en la playa donde blancas gaviotas conjuraban temores.
Después fue el gris olivo y el Chopin de Mallorca cuando las dos mujeres, aquellas nuestras novias de los inicios, grávidas, llevaban frutos nuestros en sus almas de niñas.
La miel aún pervivía en la estatura blanca que habíamos tejido con años y caricias.
En Mallorca los brillos de los ojos crecieron con el verde del mar y el blanco de las velas. Valldemosa fue un sueño entre viejos olivos y la escayola mágica de las manos del músico pulsando aires silentes. En Palma descubrimos que el amor se contagia de castillos y arena para subir al filo de las noches sin alba.
Las dos parejas fuimos sembrando en surcos hondos la harina del futuro con trigo que no muere. Y los versos manaron, y los cuadros se hicieron de la materia viva que más dura y más sueña.
Y la miel aún duraba por encima de fotos, por encima del tiempo y el viaje a Mallorca, la miel de aquel entonces.

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