19. Un encuentro feliz
Ortega no estuvo una semana sino más de dos en el hospital porque los huesos de sus piernas no acababan de soldar como los médicos deseaban. Yo iba a verlo cada dos o tres días y allí hablábamos de política y de literatura, pero ni una sola vez tratamos del tema que yo evitaba
por todos los medios. Y él pareció entender a las mil perfecciones mi reserva.
Un día que no fui al hospital, al pasar por delante del Ateneo, vi en el cartel de actividades que el profesor Cabré iba a dictar por la tarde una conferencia sobre la literatura del siglo y, para hacer
tiempo, bajé hasta las Atarazanas y luego a los muelles del puerto. Allí había unos puestos de libros de ocasión y rebusqué para ver si encontraba alguno que valiera la pena. Y encontré curiosamente un tomo de ensayos de Feijoo pertenecientes a su Teatro crítico universal, que adquirí inmediatamente inclinado por la coincidencia.
Mientras comía, releí el titulado Examen de milagros, donde defiende la posición intermedia entre la credulidad a ciegas y la incredulidad empleada a machamartillo y sin la menor atención y
estudio. Pero el ensayo que más me volvió a gustar fue El no sé qué, el más completo y sagaz de los dedicados a estudiar la literatura. Se trata de un verdadero manifiesto a favor de los sentimientos y el misterio que envuelve el acto de escribir. Para mí, era el tratado de estética mejor escrito de los que conocía hasta ese momento. Y eso, por muchas razones, entre las cuales
destaco la siguiente: Feijoo denuncia el excesivo reglamento que empequeñece al creador porque el genio intuye las reglas, no las que se aprenden en las escuelas, sino exclusivamente las reglas fecundas, las auténticas, las que sobrepasan el tiempo y las circunstancias de las modas literarias.
El salón del Ateneo donde el profesor Cabré iba a dictar su conferencia estaba a rebosar y un murmullo de impaciencia recorría las butacas. Despareció en cuanto el profesor Cabré hizo
acto de presencia. Se sentó, echó una mirada en torno suyo, saludó y empezó su discurso citando a Luzán a propósito de lo que dice de la tragedia, que debe ser ejemplo vivo donde los príncipes
“aprendan a moderar su ambición y su ira, y otras pasiones, con los ejemplos que allí se representan de príncipes caídos de una suma felicidad a una extrema miseria.” Para seguir afirmando que el drama español del siglo anterior carecía de arte y razón y que, en cambio, nuestro teatro de ahora, ajustándose a las leyes preconizadas por Boileau y Aristóteles, gozaba de buena salud. En ese momento vi aparecer por el pasillo lateral a Valentí y la señora Milá, anduvieron unos pasos y, saludando con la cabeza a algunos de los presentes, se sentaron unas filas por delante de la mía. Perdí el hilo de la conferencia. El profesor hablaba ahora de la autobiografía de Torres Villarroel y fue salpicando la charla de citas extraídas de la obra. “Nací en Salamanca entre las cortaduras del papel y los rollos del pergamino”, para decir que su padre era librero. Y para afirmar que en un momento de su vida había perdido toda afición a los libros, se valió de la cita siguiente: “Arrimé la Lógica y cogí nuevo horror a las ciencias; de modo que en cinco años no volví a abrir libro alguno de los que se rompen en las Universidades. Las novelas, las comedias y los autores renacentistas me entretuvieron la ociosidad, y éstos me dejaron descuidadamente en la memoria tal cual estilo y expresión castellana, con que me bandeo para
darme a entender en las conversaciones, los libros y las correspondencias.” El caso es que yo estaba más pendiente de Valentí y su acompañante femenina que del panorama literario que mostraba el profesor Cabré. Al final, me quedé con la idea de que la literatura del siglo no era más que una continuación del anterior y que las pocas aportaciones que el siglo había hecho hasta el momento no eran más que unos ciegos tanteos ilustrados faltos de sentimiento y vigor.
Sólo defendió la postura de mi fraile favorito, el benedictino Feijoo, quien toda su vida había luchado por desterrar las falsas ciencias y las supersticiones de España.
Cuando acabaron los aplausos dirigidos al conferenciante premiándole su intervención, vi que Valentí y la señora Milá se acercaban al estrado para hablar con el profesor. Éste les entregó un paquete y sonriendo se despidió y desapareció por una puerta lateral. Y antes de que Valentí y la señora Milá iniciaran su camino de regreso para buscar la salida, yo inicié la mía dudando si marcharme sin decirles nada o, por el contrario, esperarles en el vestíbulo para al menos saludarles y contarle a Valentí los últimos infelices acontecimientos. La prudencia me hizo inclinarme por esta última opción.
Y acerté porque al parecer Valentí me había visto desfilar hacia la salida.
--Creí que te ibas a marchar sin decirnos nada—me dijo en la puerta.
Tras saludarles, le conté a Valentí la muerte horrible del Indiano y añadí que Ortega estaba ingresado en el Hospital al que él y Albert me habían llevado en mi primer ataque de tos.
Lo recordó entre risas y comentó con la señora Milá lo sucedido aquel día con el concurso de morcillas en el que él había salido ganador. Luego cambió de semblante y se ofreció a acompañarme al Hospital para hacerle una visita a Ortega tras dejar en su casa a su pareja.
Una vez que nos despedimos de la mujer, nos acercamos los dos al Hospital. Por el camino Valentí me preguntó cómo había ocurrido todo y le expliqué brevemente lo de la fiesta de la
matanza del cerdo en la finca de Figueras hasta llegar al momento de nuestra huida de allí al saber que nos habían trazado una trampa para deshacerse de nosotros.
--¿Quiénes?
--El dueño de la finca, ese Figueras que te he dicho, y un individuo al que conocí hace muchos años en compañía de mi padre adoptivo, llamado Esquerra o Esquerda. Por lo visto andaban hace tiempo tras el Indiano y, al saber a ciencia cierta por un soplón que iba a su taberna que poseía en casa la Enciclopedia, fueron a por él. Lo malo es que el tal Figueras, en otro tiempo amigo de sus aventuras americanas, fue la persona encargada de poner al Indiano en manos del tal Esquerra, conchabado con mi padre adoptivo y, especialmente, con don Matías, el cura de Santa Ana, para deshacerse de todo aquel que atente, según ellos, contra el Rey y la Religión.
--¿Cómo lograsteis huir?
--Afortunadamente escuché una conversación entre Figueras y Esquerra sobre sus intenciones de acabar con todos nosotros. Logramos escapar de la fiesta, pero aún así, el coche de caballos del Indiano ya estaba saboteado para que en el camino saltara por los aires. Pudimos morir los tres. Yo estoy bien y Ortega se recupera de sus heridas. Ya lo verás. Pero el pobre Indiano ya no volverá más a preparar sus buenos platos ni a honrarnos con su generosa amistad.
Cuando más tarde Valentí vio a Ortega metido en la cama de su habitación del Hospital se abrazó a él como si fuera un hermano. Ortega le devolvió el abrazo con verdadero cariño y luego hablaron de sus cosas. Yo estaba a un lado viendo tales muestras de confianza entre dos viejos amigos. Luego Ortega le dijo refiriéndose a mí:
--Ya le habrá faltado tiempo a éste para contarte nuestra última aventura, desgraciadamente mortal para nuestro amigo el Indiano, ¿a que no me equivoco?
--Ahora lo que importa es que pronto te recuperes y puedas volver a la vida normal.
--Si a vivir así lo llamas normal—dije medio en broma medio en serio--, ¿cómo será vivir mal?
Valentí se ofreció para ayudarnos en todo lo que pudiera y nosotros se lo agradecimos. Luego Ortega le preguntó por la señora Milá y las tertulias de los martes, y hablando de ello se nos hizo de noche.
Cuando salíamos del Hospital caminamos juntos hasta muy abajo de la Rambla. Allí nos despedimos.
--Si hay alguna novedad—me dijo--, ya sabes dónde puedes encontrarme, o en la tertulia o en la imprenta. De todos modos, me gustaría reunirme con vosotros el día en que a Ortega le den el alta en el Hospital.
Prometí avisarle. Luego me chocó la mano antes de irse y me dijo:
--Pese a todo, sigue contando conmigo.
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