sábado, 17 de diciembre de 2011

Una novela del siglo XVIII


18. Sabotaje en el camino

Salí del excusado todo lo deprisa que pude y busqué a Ortega para ponerle al corriente. Cuando en un rincón de la cocina le contaba el contenido del retazo de la conversación que había escuchado, a Ortega le tembló la voluminosa barriga y sólo logró decir en voz baja y entre
resuellos:
--O sea, que al Indiano lo ha traído aquí engañado el tal Figueras y con no muy buenas intenciones, por lo que veo. Hay que buscarlo para decírselo y luego salir a toda prisa de la finca, antes de que caigan la noche y las fuerzas del mal sobre él y sobre nosotros.
Encontramos al Indiano hablando precisamente con el dueño de la finca, y lo hacía al parecer muy amigablemente porque no dejaba de reír las ocurrencias de este último. Ortega le hizo un
gesto con la mano y acudió hacia nosotros tras excusarse ante Figueras, el cual, al vernos, nos saludó con la mano en alto y una sonrisa ambigua.
--¿Ocurre algo?-- preguntó en voz baja.
Ortega le abrevió lo que yo acababa de contarle, y el Indiano, llevándose una mano a la barbilla, dijo lacónicamente:
--Así que era verdad lo que yo sospechaba.
Por mucho que le insistimos Ortega y yo en que nos explicara el motivo de su sospecha, el Indiano no soltó prenda: sólo dijo que no quería por nada del mundo que por culpa suya nos pasara algo malo. Y acto seguido añadió que había que inventar algo para salir de aquella trampa como fuera. Dijo presa del mayor nerviosismo:
--Esperadme en el coche de caballos, que en cuanto pueda y convenza a Figueras de que algo urgente nos espera en Barcelona, me reúno con vosotros. Confiad en mí. Hasta pronto.
Momentos después nos encontrábamos subidos a la calesa, medio helados de frío y de miedo, esperando con ansiedad al Indiano. Mientras lo hacíamos, apenas nos atrevíamos a hablar del asunto. Sólo fuimos capaces de pronunciar frases sueltas, un poco promovidas por las
circunstancias . A Ortega se le ocurrió decir que los sicarios de don Matías y sus adláteres se hallaban cada vez más cerca de nosotros y estaba convencido de que iban definitivamente a por él. En cuanto a mí, me dio por mencionar que conocía al invitado que se había presentado a última hora. Ortega me tiró de la lengua y añadí que el señor Esquerra o Esquerda conocía a mi padre adoptivo y que había sido él quien le había entregado la Biblia con la lista comprometedora para que se la diera con toda urgencia al cura de Santa Ana. Ortega me preguntó exaltado:
--¿Qué lista? Nunca me habías hablado de esa lista.
Le contesté, y era la verdad, que ni a él ni a nadie le había hablado nunca de la lista conspiratoria. Insistió, con una mezcla de interés y preocupación, en que le hablara de ella. Pero en ese momento apareció corriendo el Indiano, que, saltando al coche, azotó a los caballos con la tralla mientras decía verdaderamente excitado:
--¡Arre! Salgamos de aquí antes de que sea demasiado tarde.

Los caballos iban al galope, y los traqueteos del coche, unidos a la angustia que nos provocaba aquella huida, nos impedían articular palabra, y sólo cuando ya las turbias luces del alumbrado de Barcelona se veían a lo lejos, Ortega sacó a relucir lo de la lista. La voz del Indiano no se hizo esperar:
--¿Qué lista es esa?
No tenía más remedio que decírselo. Sin embargo, estaba escrito que aquella tarde noche ni el Indiano ni Ortega oirían de mis labios nada acerca de la dichosa lista. Porque en el mismo instante en que lo iba a decir, el coche produjo un siniestro crujido y saltó a un costado del camino, separado de sus ruedas, que siguieron rodando cada una por su lado, mientras los caballos galopaban espantados por el opuesto. Acto seguido oí otro crujido, éste increíblemente mayor que el primero, y las maderas del vehículo saltaron por los aires mientras mis amigos proferían horribles gritos de dolor. Justo ahí perdí el sentido.
Cuando abrí de nuevo los ojos, me hallaba tumbado en la cama de un hospital. Había una monjita a mi lado y en cuanto me vio despertar dijo:
--Sólo la Virgen del Remedio ha podido hacer el milagro de que sigas vivo, hijo mío.
Le pregunté qué había sucedido y por qué estaba allí y me contó que un arriero me había encontrado desmayado y herido en la cabeza en un terraplén del camino de Sarriá, junto a los restos de una tartana, y me había traído al hospital en la suya. Luego caí en la cuenta, entre dolores de cabeza muy fuertes, de lo que había pasado tras la fiesta ofrecida por el señor Figueras y de vuelta a Barcelona y que conmigo viajaban Ortega y el Indiano. Preocupado por lo que hubiera podido pasarles, le pregunté a la hermana por ellos. La monja me miró con pena antes
de contestarme:
--Siento, hijo mío, decirte que uno de ellos entregó su alma al Creador recién ingresado en esta casa. Quedó apresado bajo el coche, y sus múltiples heridas, repartidas por todo el cuerpo, eran demasiado graves.
Por las características que a continuación me dio de él, deduje fácilmente que se trataba del Indiano. Consternado por la luctuosa noticia, le pregunté por Ortega:
--¿ Y el otro herido, hermana?
Me dijo que había tenido mejor suerte y que se encontraba en un cuarto al fondo del pasillo; luego añadió que, aunque grave, estaba fuera de peligro. Y acabó su breve y amable charla con estas palabras:
--Los médicos dicen que en cuestión de una semana le darán de alta. Pero todos estos pormenores se los proporcionará el médico que le atiende cuando pase a verte en la visita de esta mañana. Ahora descansa un rato, hijo mío.
La monja se fue y me quedé a solas con mis tristes pensamientos y pésimos presagios. Evidentemente, Esquerra, en connivencia con Figueras, había preparado todo para que el atentado del coche de caballos pareciera un accidente.
Tras la muerte del Indiano y el estado grave de las heridas recibidas por Ortega, mi existencia en Barcelona se había convertido en un riesgo de capital importancia. De nada me había servido
cambiarme de piso dos veces, pues los tentáculos del grupo encabezado por el cura de Santa Ana me habían demostrado que llegaban a todas partes. Era verdad que de nuevo me había salvado, pero ¿y la próxima vez?
Mi médico pasó casi a mediodía, después de que me fuera servida una sopa en la que nadaban unos cuantos garbanzos. Me dijo que mi herida de la cabeza seguía satisfactoriamente su proceso de curación y que por la tarde, tras la última cura, me darían el alta. Le pregunté por Ortega y me contestó que la gravedad de mi amigo requería atenciones exhaustivas por lo menos durante una semana pues tenía fracturas abiertas en ambas piernas y una hemorragia interna a la altura del vientre. Luego me dijo que antes de irme vendrían unos agentes del orden a hacerme una serie de
preguntas.
Aquello me gustaba tanto como las mismas heridas o el acoso a que estaba siendo sometido desde tantos años atrás pues hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que la corrupción no tenía límites. Así que me vestí y, sin esperar a la última cura, salí al pasillo y me mezclé con las visitas.
Disimuladamente, me colé en el cuarto donde se encontraba Ortega. Estaba consciente y al verme, sonrió ligeramente. Hizo intención de hablar, pero los dolores no se lo permitieron. Le pedí calma y le dije:
--Ahora tengo que irme. Pero volveré pronto a ver cómo sigues. Entonces te explicaré muchas cosas. Lucha por salir adelante. Confío en ello. Hasta la vista amigo.
Vi que me sonreía nuevamente.

Al salir del hospital reconocí en algunos detalles de su fachada que era el mismo en que Albert y Ortega me habían ingresado la vez que sufrí el primer gran ataque de tos.

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