A veces en nuestras vidas sucede algo que rompe las barreras de lo normal, y todo en nuestro interior se desordena: lo que nos parecía nuestro, un libro, un gesto, una señal de intimidad, pertenece de pronto a un vecino, a un desconocido con el que nos cruzamos en la calle, a alguien que vive a mil kilómetros de distancia. Y, al contrario, lo que siempre ha sido ajeno a nosotros, otro libro, otro gesto, otra señal de intimidad, de repente forma parte de nuestra existencia, nuestro cuerpo lo adopta y nuestra alma lo reconoce como algo inherente a nuestra personalidad desde que nacimos. Eso me ha ocurrido hoy, cuando visitaba la playa y el entorno del mar que más es mío, y me encuentro con este escenario, que parece el mismo de siempre, el mar azul intenso, el rojo sangre de la isla de las gaviotas, el misterioso azul del cielo, pero que esa nube especial, como inventada por una mano caprichosa, algodón de azúcar sin feria y sin niños golosos, lo convierte en algo que siempre he esperado. Y me quedo con él, como si fuera un recuerdo que acaba de abandonar el pozo del olvido para salir a mi encuentro. Y sonrío porque me hace feliz y diferente.
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