jueves, 8 de diciembre de 2011

El relato del mes


EL GATO VIRILI

Virili era un gato negro con manchas blancas en las patas y el rabo, juguetón como él solo, que gustaba salir a los tejados vecinos por la ventana de nuestra cocina y deambular con otros de su especie por los corrales. También solía dormir sus siestas sobre los sarmientos del corral de
la señora Arsenia o al sol en el balcón de Felisa, quizá soñando en las caricias de la hermosa joven.
Virili había nacido en un hueco del desván y un día desapareció con sus hermanos de camada siguiendo a la madre. Pero el gato debió de sentir la querencia de aquel hueco cálido del desván que había sido su lugar de nacimiento y allí volvió para quedarse.
Deambulaba a sus anchas por toda la casa como un miembro más de la familia. Se dejaba acariciar el lomo y emitía al sentir la caricia un ronroneo cariñoso de agradecimiento. Muchas veces me acompañaba en silencio en el desván mientras yo leía los cuadernos de aventuras que acababa de cambiar con otros chavales del barrio.
Pero Virili también desaparecía de pronto y se pasaba varios días sin volver a casa. Así que cuando volvía, se montaba una fiesta por todo lo alto, al menos entre los menores de la familia.
Un año al volver de la romería del Cristo de Morales nos encontramos con una terrible desgracia. Como casi siempre por esas fechas, en casa se pintaba o encalaba alguna estancia y así se inauguraba la primavera y el tiempo de bonanza. La habitación más difícil de todas era la cocina pues había que vaciar todos los rincones, en especial los vasares donde se depositaba todo el polvo y las morceñas que desprendían los infiernillos durante todo el año. Mi madre llamaba
morceñas a las pavesas que se escapaban del fuego y, volando como diminutas mariposas blancas, iban a posarse en lo alto de los vasares detrás de los platos y los vasos, y allí criaban.
Sin embargo, el año de la desgracia tocaba encalar la sala materna; así que antes de irnos a la romería del Cristo de Morales, quedó todo listo para, una vez vueltos a casa y secas ya las paredes, arrimar los muebles y colocar los demás enseres en sus respectivos lugares.
La cuestión es que el somier de la cama, que había quedado arrimado a un lateral de la cómoda, se había deslizado hasta caer de golpe sobre las baldosas del piso pillando en su caída a Virili, que debía de haber estado jugando momentos antes con sus alambres. Y al entrar en la sala nos encontramos con el peor de los desenlaces. El animalito yacía bajo el peso del somier con
la cabeza reventada y profiriendo unos maullidos tan lastimeros que nos abrieron el corazón a mayores y pequeños. Lo sacamos de debajo del somier y lo envolvimos en un trapo hasta que, sin dejar de maullar, se fueron acabando una tras otra sus siete vidas gatunas.
Era de noche cuando cogimos entre mi hermana Mari y yo el cuerpo de Virili, callado ya definitivamente y, aunque tibio todavía, muerto del todo, rígido y con el pelaje tieso, y lo llevamos hasta el puente desde donde, a la altura del segundo ojo, lo lanzamos al río. Nos respondió el ruido del agua al golpear el envoltorio contra ella. Luego, el silencio y el eterno
murmullo del Duero bajando hacia las aceñas de Olivares.
De nada me sirvió entonces el dulce recuerdo de la romería ante el doloroso suceso de la muerte de Virili y su posterior desaparición.
Hubo después en casa algún gato más, como aquel minino blanco de pelo sedoso que gustaba tanto a mi hermana pequeña, quien quizá, por la muerte de Virili, refugió en él todo su amor por los animales.
Pero nunca fue lo mismo. El nuevo gato tenía pocos días de vida cuando se lo trajo Demetrio, un amigo de mi padre. Mi hermana pequeña lo llamó Bolita y cada mañana se quitaba un poco de leche de su desayuno y en un cuenco se la ofrecía empapada de migas de pan. Bolita acababa en un santiamén con la leche migada y se quedaba relamiendo con su lengua rosada la pared húmeda del cuenco hasta que lo secaba del todo, aunque la lengua del gatito seguía restallando en el aire un rato todavía.
Algunas veces que íbamos de visita a casa de Demetrio, Mari se empeñaba en llevárselo consigo y no había manera de disuadirla. Así que mi madre le preparaba una cestita y en ella lo transportaba. Pero, ya digo, nunca llegó a ocupar el sitio que había tenido Virili en nuestras vidas.
(Del libro inédito Cuentos del barrio)

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