viernes, 4 de noviembre de 2011

Una novela del siglo XVIII


15. Navidades particulares

Aquellas navidades las pasé más solo que nunca, y me acordé con añoranza de la señora Grau y de otros tiempos ya lejanos vividos junto a ella, en aquella casa de Puertaferrissa, rodeados de manifestaciones alegres por todas partes, desde el Pesebre hasta las comilonas de Nadal, donde no faltaban nunca en los platos fuertes la sabrosa escudella de galets o macarrones ni el pavo, y en los postres no se excluía ninguna golosina y mucho menos las neulas. Y me resarcí un poco de tanta tristeza recordando las navidades del año anterior en casa de los padres de Albert, que se portaron conmigo con la misma generosidad y atención que su hijo. Recuerdo sobre todo el día que subimos los dos a las golfas a buscar las cajas donde dormían las casitas del Belén, los trozos de corcho, las figuras y los demás accesorios que se habían utilizado los años anteriores, sin dejar uno. Pero, como decía el padre de mi amigo, con las mismas cosas había que hacer un Pesebre diferente. Y allí nos pusimos todos a pensar un nuevo paisaje de montañas para el fondo, distintas ubicaciones para las casas y para las figuras, etcétera. Yo me encargué de buscar el musgo para cubrir los huecos y alfombrar las montañas de corcho y me saqué de la manga un estanque que hice de cristalitos y donde nadaban cuatro o cinco patos, no lejos del Portal de Belén. Por unos días viví en compañía de una verdadera familia.
Pero ese año la soledad fue mi única familia, salvo un día que Ortega me invitó a su piso a comer una perdiz que le había regalado uno de los más ricos suscriptores del Diario. Nos quedamos con hambre, en especial él, que necesita comer un buey diario para llenar su piel, como dice a menudo.
Durante aquellos días en que todo el mundo estaba metido en fiestas, yo tuve tiempo de rumiar en mi soledad navideña parte de mi vida futura. Y con la llegada del nuevo año y en vista de cómo se estaban poniendo las cosas en el entorno más cercano, tuve la buena idea de cambiar de piso. Hablé con el casero y no hubo ninguna objeción por su parte; al contrario y tal como me había dicho, no me subió ni un real el precio del alquiler. El piso era un poco más pequeño que el anterior y sólo disponía de una pequeña ventana que daba a unos tejados vecinos, pero me encontraba más seguro que en el primero. Cogí mis cosas y allá me fui más contento que unas pascuas. En cuanto acabé de colocar cada una en su sitio, labor que me llevó poco tiempo, pues me acostumbré muy pronto a no poseer más que aquello que era de absoluta necesidad para seguir viviendo, acudí a la taberna del Indiano donde había quedado con Ortega. Me traía un par de ejemplares del nuevo número del Diario en el que figuraba mi última colaboración, un modesto trabajo sobre la presencia que estaban teniendo las obras del filósofo Rouseau en España, empezando por la protesta que había elevado en su día mi admirado Feijoo ante la concesión del premio concedido al francés por la Academia de Dijon a su Discurso sobre las ciencias y las artes, en el que hace una defensa de la ignorancia, y acabando por la condena global de todas las obras de Rouseau por la Inquisición, sin que nadie pueda evitar que aún corran clandestinamente por nuestro país algunos escritos salidos de su pluma, de los cuales yo he visto alguna muestra aquí en Barcelona, como la primera edición de El contrato social.
Mientras comíamos, Ortega me hizo saber lo que había ocurrido antes de celebrarse la Misa del Gallo en la iglesia de Santa Ana la pasada noche de Nadal. Resulta que cuando don Matías se vestía las ropas de oficiar en la sacristía, irrumpió en ella un hombre de corpulencia poco habitual con intenciones nada buenas. Por lo visto, el cura creyó inmediatamente que lo que quería era el dinero del cepillo y fue hasta él, lo abrió y, sacando el dinero que había dentro, se lo dio al intruso diciéndole que él también tenía derecho a disfrutar del bullicio de las fiestas. Pero éste, que por todas las características parecía ser nuestro amigo Carretero, le exigió mucho más al sacerdote. A mi pregunta sobre los términos de esa exigencia, Ortega me contestó que las noticias que le habían llegado a él no las explicitaba, aunque nosotros sabíamos que sin duda tenían que ver con lo ocurrido a nuestro común amigo Valentí. El caso es que, a las apremiantes exigencias del intruso, el cura pidió socorro a gritos y aquél se vio obligado a salir corriendo por una puerta lateral; segundos después debió de confundirse en la iglesia con la gente que acudía a la misa porque los que acudieron en auxilio de don Matías no lo vieron por ningún lado. Ortega acabó su relato con estas palabras:
--Según cuentan, el hombre amenazó al cura diciéndole que se volverían a ver muy pronto.
Al final el carretero había hecho caso omiso a las recomendaciones de Valentí y mías. Y la cosa, en vez de arreglarse, se había complicado aún más. Antes de irnos, el Indiano, que había oído parte de lo que me había estado contando Ortega, se acercó a nuestra mesa y nos dijo, para sorpresa nuestra, pues nunca antes había terciado en nuestras conversaciones, que el clero en España estaba envenenado desde hacía mucho tiempo por culpa de las clases que existen dentro de él. Esperó a que se tranquilizara un poco el trabajo y se sentó a nuestro lado para continuar lo que había empezado a decir:
--Entre el clero parroquial, formado por el cura de siempre, el de misa diaria y asistencia a los feligreses de su iglesia, mal vestido y peor alimentado, y el clero de categoría, en el que se encuentran las órdenes monásticas y los obispados, con más recursos económicos y prebendas de todo tipo, siempre ha habido y habrá tensiones internas. La excepción a esa situación la representa ese cura del que habláis, el párroco de Santa Ana, que ha recibido de no se sabe quién un poder tan grande que está ejerciendo un control inquisitorial sobre las conciencias y la vida cotidiana de los barceloneses por medio de una religiosidad intransigente y tradicional dispuesta a recurrir, si se da el caso, a la más contundente represión. Os puedo asegurar que ese don Matías ya ha usado más de una vez esa medida.
Nosotros lo sabíamos muy bien. Entonces Ortega recordó que, salvando las distancias, existía en nuestro país un caso parecido y citó al capuchino P. Cádiz, en cuyo panfleto El soldado católico en guerra de religión ve en cualquier manifiesto de libertad un signo del mal y justifica cualquier tipo de violencia para extirparlo de raíz, como dice en el citado panfleto: “El herir entonces, el dar muerte, el pasar las gentes a cuchillo, sin que quede uno solo vivo, y el no usar con ellos de conmiseración alguna, es obra de Dios que se vale entonces del Soldado como de un ministro de su Divina Justicia.”
El Indiano asintió:
--Por eso, santificar la espada, tiñéndola de sangre, no es homicidio sino malicidio.
Y volvió a su trabajo como si tal cosa, mientras nosotros no salíamos de nuestro asombro.
Aún recordábamos sus palabras cuando íbamos caminando hacia la calle de Freixures (Casquerías, en castellano), donde me había dicho Ortega que vivía un futuro suscriptor del Diario a quien iba a hacer una visita para ultimar los trámites de su suscripción.
Luego, cambiando opiniones con ese futuro suscriptor, vi que era un hombre muy culto que escribía poesía y teatro y defendía a capa y espada la lírica y los dramas de Lope de Vega. Le dijimos que habíamos visto El villano en su rincón hacía poco tiempo y él nos contestó que sentía no haberlo podido ver por hallarse fuera de Barcelona.
Hablar con él era una delicia y más cuando, para nuestra sorpresa, nos contó lo que le había ocurrido a un antiguo dueño de la vivienda que ahora ocupaba él.
--Como saben—empezó diciendo--, esta calle se llama de les Frexures por la cantidad de tiendas de despojos y entrañas de animales que hubo siempre en ella, aunque ahora han disminuido bastante después de que se supiera que aquí tuvo su tienda un carnicero desaprensivo que, celoso de que su mujer se entendiera con otro hombre, la mató y vendió a trozos su cuerpo, mezclado con los riñones, tripas, hígados y demás entrañas de animales que despachaba en su tienda.
Ortega y yo, al oírle, miramos el suelo del piso con aprensión. Luego le pregunté por la suerte que había ocurrido el asesino.
--Todo son rumores y habladurías de la gente—dijo--, posiblemente de quienes quieren que desaparezcan de una vez por todas este tipo de establecimientos. La cuestión es que esto, verdad o leyenda, corre de boca en boca entre los vecinos. Para nada porque hace años el carnicero de la historia murió.
A Ortega sólo se le ocurrió sentenciar:
--Una historia espeluznante.
El poeta sonrió. Luego dijo:
--A veces, en las horas más bajas de inspiración, he pensado escribir algo sobre el triángulo amoroso de la historia.
Cuando ya de noche, me despedía de Ortega al final de la calle para tomar ambos direcciones diferentes, miré con terror hacia las débiles luces que salían de una tienda de despojos y le dije:
--Vámonos de aquí antes de que nos hagan picadillo y nos vendan para hacer callos.
Ortega, con un humor negro que no le reconocía, me contestó mientras me miraba de arriba abajo con una sonrisa más que elocuente:
--Aunque comparándote conmigo, de ti poco sacarían.

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