Mientras sueña el otoño en el jardín
y llena de nostalgia las macetas,
mientras el aire huele a fruto de madroño
y el sol se arropa en hojas de magnolia,
yo sigo mejorando en esperanza
y ampliando mi ternura con mis nietos.
Uno sabe jugar con mi paciencia
y me enseña a vivir con Bob Esponja
y con Mowgli venciendo a Shere Khan,
y el segundo, recién nacido, duerme
en mis brazos de abuelo sospechando
que mañana alzará una torre hermosa
de colores y números encima
de una mesa de amor y de ternura.
Son mis nietos la tierra descubierta
por mis pies redivivos, son el agua
que alivia la sequía de mi senda,
son mis nietos el puerto que se ha abierto
al fondo de mi mar, el horizonte
que amplía los afanes de este barco
que transporta mis sueños. Son mis nietos
la página en que escribo mi presente
con letras de esperanza. Uno y otro
alegran mi vejez sólo con verlos,
con dejarle mis ranas a uno de ellos
o jugar a buscar entre las plantas
el muñeco de goma que le gusta.
Y al segundo dormirle en mi regazo,
hacerle carantoñas o contarle
al oído el poema de la mar,
el cormorán posado en su cantil
y las olas cantando su canción
en la boca de las caracolas
que a su hermano contaba de bebé..
Cuando se marchan, queda aroma limpio
junto al musgo del belén recién montado,
un globo de sonrisas en la esquina
de mi esperanza abierta y una rana
de cerámica azul en la escalera.
Y el milagro no existe, es la presencia
en mi alma de un aire semimágico,
entre infantil y adulto con asombro,
con capacidad para la sorpresa
y para el juego. Como si mis nietos
en mí hubieran sembrado para siempre
semillas de inocencia, de ternura,
de primavera eterna, de presente
esperanzado y sostenido por
una luz de verbenas y canciones,
de palabras que empiezan a brillar
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