16. Nuevas alegrías
Cada mes me seguía llegando el Diario incluyendo mi colaboración correspondiente y yo me sentía algo más seguro en mi nuevo piso del Raval aunque cada vez más achacoso con mi salud y mi tos crónica. Pese a que Ortega insistía una y otra vez en que fuera al médico, yo evitaba hacerlo por miedo a que el facultativo encontrara algo peor en mi organismo. Un día me dijo medio en broma medio en serio que si no iba pronto al médico, acabaría desapareciendo en el aire como una hoja en el otoño. Luego sonrió beatíficamente señalándose su cada vez más voluminosa barriga y añadió:
--Tú desapareces sin dejar rastro y yo cada vez ocupo más espacio. No es justo.
Luego me entregó el Diario del mes y una carta del ilustrado madrileño. Entre otras cosas me decía que la política censoria del Rey respecto a las publicaciones de prensa periódicas como el Diario había empezado a cambiar y si, al principio la legislación era un tanto imprecisa y mostraba incluso signos claros de tolerancia, tras la conmoción popular que provocaron los últimos motines populares, la expulsión de los jesuitas y otros importantes acontecimientos posteriores, se hablaba en los mentideros de Madrid de que se pensaba desde el Gobierno en mostrar una mayor firmeza en la censura de la prensa, de cualquier prensa, incluido nuestro Diario. Seguía una serie de recomendaciones sobre la manera de expresar ciertas opiniones, sin que por ello tuviéramos que renunciar a nuestra libertad de expresión. Y una frase significativa: “Nosotros nos debemos a la libertad de los ilustrados, que tienen derecho a conocer la verdad que reina en nuestro país, atiborrado como al principio de su existencia de falsas ciencias y groseras supersticiones seudocatólicas, pese a las guillotinas de la censura, vengan de donde vengan, regias o eclesiásticas.”
Guardé la carta habiendo entendido que debía seguir con el mismo contenido pero disfrazando el continente para burlar las guadañas de la censura.
Aquel mismo año, recibí dos alegrías y una tristeza. La primera de las alegrías fue conocer la noticia de la boda de mi amigo Albert, ocurrida un año antes. Lo supe por el Indiano, que había sido invitado al casamiento por el padre de mi amigo. Por lo visto uno y otro guardaban celosamente una profunda relación de amistad y la misma afición por el progreso y la cultura abierta a nuevos horizontes.
El Indiano me describió la boda con todo lujo de detalles. Me dijo que se habían casado el día de San José, patrono de los casados y que, en contra del deseo de Albert de trasladarse los dos novios en calesa, como las gentes normales y de su clase, había prevalecido el de la madre materna y los novios tuvieron que acudir a la iglesia en una carroza construida en Génova, localidad especializada en los trabajos delicados de la carrocería de lujo, pues era toda ella dorada y las puertas aparecían pintadas con temas mitológicos.
Conociendo como me parecía conocer a Albert, debió de sufrir lo suyo ante los fastos de la carroza, pero el amor obra milagros. El Indiano me siguió hablando de la riqueza de los trajes y vestidos de los invitados y de la fiesta que se celebró en un huerto que poseían los padres de la novia. Sólo al refresco previo al banquete acudieron más de doscientas personas, mientras que a la mesa del banquete nupcial se sentaron casi cien. Después de la comida, tuvo lugar el sarao; los novios abrieron el baile y, cuando todos estaban entregados a la fiesta, que se prolongaba hasta que los cuerpos de los invitados aguantaban, acompañados de criados que portaban antorchas encendidas, se retiraron al dormitorio nupcial, preparado en una casa que se levantaba al fondo del huerto, engalanada al efecto con muchas flores y lámparas de araña.
En una pausa que hizo el Indiano en su relato, le pregunté por la novia y me dijo que era hija de una noble y acaudalada familia de Mataró, hermosa y de muy buenas prendas. Cuando acabó de contarme toda la fiesta, que había durado tres días, me quedé, sin embargo, un poco decepcionado por no haber recibido la noticia del propio Albert. No ya por no haberme invitado a las nupcias pues enseguida comprendí que alguien como yo, un huérfano y un sin fortuna, lejos de adornar, habría estropeado con su presencia el lujo y el boato de un enlace entre miembros de dos familias tan importantes, sino ya por el mero hecho de no comunicarme noticia, al menos para darme la oportunidad de felicitarle por su nuevo estado.
La segunda alegría, aunque con un final agridulce, como se verá, fue el regreso de Valentí a Barcelona. Lo hizo en primavera y me pareció su vuelta un signo de resurrección equiparable al que vivía la naturaleza. Y era verdad su resurrección a juzgar por lo que nos contó acerca de lo que había vivido durante su larga ausencia. Por lo visto, había estado ingresado en un hospital con el diagnóstico médico de padecer melancolía. Al entrar en la institución, los médicos le habían dicho que le costaría Dios y ayuda, y sobre todo, su propio deseo, curar completamente su enfermedad. Valentí nos explicó que los facultativos lo tomaron como conejillo de Indias y probaron en él todo tipo de remedios: los más habituales, como baños templados alternados con duchas frías, purgas, sangrías, y otros inspirados en hospitales franceses, como dietas gastronómicas severas, comer exclusivamente manzanas o leche o pan durante días. Ortega y yo le escuchábamos con atención y con asombro. Sonrió con una mueca antes de añadir:
--También usaron en mí aplicaciones de lo más peregrino, como la de frotarme la cabeza, totalmente rasurada, con un vinagre donde se habían cocido previamente hojas de hiedra bien machacadas. Sé que cuesta creerlo, pero allí me hicieron tomar de todo, desde amizcle a agrimonia, melisa, corazoncillo, alcanfor o anacardo; claro que apenas yo me enteraba porque además me suministraban altas dosis de narcóticos muy fuertes que me tenían postrado en la cama durante horas, y muchas veces me tenían que llevar entre dos enfermeros a los baños pues ni de pie me tenía. Pero aquí estoy, recién salido de la tierra, bastante sano y con ganas de trabajar.
Sano sí que parecía estarlo. Y en cuanto a sus deseos de volver a trabajar, Valentí nos dijo que venía a desempeñar un puesto de oficial en la imprenta de un rico y afamado impresor que había sido aprendiz del famoso Gelabert. Le saqué a colación lo sucedido con su negocio tiempo atrás, pero nuestro viejo amigo, ya con sienes grises y unas cuantas arrugas en manos y rostro, aunque restablecido de su dolencia como queda dicho, con un movimiento de cabeza negativo nos hizo ver que para nada quería volver a hablar del incendio de su imprenta ni hacer cábalas sobre quién podía haber sido el autor de aquel desastre. Sólo dijo:
--Son cosas que salen a nuestro encuentro en el camino y nada podemos hacer para evitarlas. Sacas más provecho aprendiendo de ellas que odiándolas.
Del que sí quería hablar era del carretero, al que no veía desde entonces y deseaba por todos los medios abrazarle y darle las gracias por el apoyo incondicional que le había prestado en momentos tan duros. Estuve a punto de hablarle de la intentona que había llevado a cabo en la sacristía de la iglesia de Santa Ana con el cura de la parroquia por medio; pero, respetando su deseo, nada le dije. Lo que sí le dije fue que no sabía nada de su paradero. Juro que era verdad. Desde su altercado con don Matías en la sacristía de Santa Ana no había vuelto a saber nada de él.
Luego Ortega y yo le dijimos que al día siguiente íbamos donde el Indiano por si quería unirse a nosotros y, como dijo que sí, quedamos en vernos en la taberna. El Indiano se alegró mucho de verlo y añadió:
--Es bueno para el país que gente como tú vuelva a la tarea de desterrar las sombras del atraso con la luz de la cultura.
Valentí le dio las gracias y sacó de su mochila un ejemplar de Manon para dárselo. El Indiano miró a su alrededor con prevención y guardó el libro bajo la ropa mientras decía:
--Conviene no bajar la guardia. Hay mucho delator suelto por ahí.
La frase me inquietó. Enseguida el Indiano sonrió enigmáticamente y aclaró seguramente para animarme:
--Pero aquí, en mi establecimiento, no.
Cada mes me seguía llegando el Diario incluyendo mi colaboración correspondiente y yo me sentía algo más seguro en mi nuevo piso del Raval aunque cada vez más achacoso con mi salud y mi tos crónica. Pese a que Ortega insistía una y otra vez en que fuera al médico, yo evitaba hacerlo por miedo a que el facultativo encontrara algo peor en mi organismo. Un día me dijo medio en broma medio en serio que si no iba pronto al médico, acabaría desapareciendo en el aire como una hoja en el otoño. Luego sonrió beatíficamente señalándose su cada vez más voluminosa barriga y añadió:
--Tú desapareces sin dejar rastro y yo cada vez ocupo más espacio. No es justo.
Luego me entregó el Diario del mes y una carta del ilustrado madrileño. Entre otras cosas me decía que la política censoria del Rey respecto a las publicaciones de prensa periódicas como el Diario había empezado a cambiar y si, al principio la legislación era un tanto imprecisa y mostraba incluso signos claros de tolerancia, tras la conmoción popular que provocaron los últimos motines populares, la expulsión de los jesuitas y otros importantes acontecimientos posteriores, se hablaba en los mentideros de Madrid de que se pensaba desde el Gobierno en mostrar una mayor firmeza en la censura de la prensa, de cualquier prensa, incluido nuestro Diario. Seguía una serie de recomendaciones sobre la manera de expresar ciertas opiniones, sin que por ello tuviéramos que renunciar a nuestra libertad de expresión. Y una frase significativa: “Nosotros nos debemos a la libertad de los ilustrados, que tienen derecho a conocer la verdad que reina en nuestro país, atiborrado como al principio de su existencia de falsas ciencias y groseras supersticiones seudocatólicas, pese a las guillotinas de la censura, vengan de donde vengan, regias o eclesiásticas.”
Guardé la carta habiendo entendido que debía seguir con el mismo contenido pero disfrazando el continente para burlar las guadañas de la censura.
Aquel mismo año, recibí dos alegrías y una tristeza. La primera de las alegrías fue conocer la noticia de la boda de mi amigo Albert, ocurrida un año antes. Lo supe por el Indiano, que había sido invitado al casamiento por el padre de mi amigo. Por lo visto uno y otro guardaban celosamente una profunda relación de amistad y la misma afición por el progreso y la cultura abierta a nuevos horizontes.
El Indiano me describió la boda con todo lujo de detalles. Me dijo que se habían casado el día de San José, patrono de los casados y que, en contra del deseo de Albert de trasladarse los dos novios en calesa, como las gentes normales y de su clase, había prevalecido el de la madre materna y los novios tuvieron que acudir a la iglesia en una carroza construida en Génova, localidad especializada en los trabajos delicados de la carrocería de lujo, pues era toda ella dorada y las puertas aparecían pintadas con temas mitológicos.
Conociendo como me parecía conocer a Albert, debió de sufrir lo suyo ante los fastos de la carroza, pero el amor obra milagros. El Indiano me siguió hablando de la riqueza de los trajes y vestidos de los invitados y de la fiesta que se celebró en un huerto que poseían los padres de la novia. Sólo al refresco previo al banquete acudieron más de doscientas personas, mientras que a la mesa del banquete nupcial se sentaron casi cien. Después de la comida, tuvo lugar el sarao; los novios abrieron el baile y, cuando todos estaban entregados a la fiesta, que se prolongaba hasta que los cuerpos de los invitados aguantaban, acompañados de criados que portaban antorchas encendidas, se retiraron al dormitorio nupcial, preparado en una casa que se levantaba al fondo del huerto, engalanada al efecto con muchas flores y lámparas de araña.
En una pausa que hizo el Indiano en su relato, le pregunté por la novia y me dijo que era hija de una noble y acaudalada familia de Mataró, hermosa y de muy buenas prendas. Cuando acabó de contarme toda la fiesta, que había durado tres días, me quedé, sin embargo, un poco decepcionado por no haber recibido la noticia del propio Albert. No ya por no haberme invitado a las nupcias pues enseguida comprendí que alguien como yo, un huérfano y un sin fortuna, lejos de adornar, habría estropeado con su presencia el lujo y el boato de un enlace entre miembros de dos familias tan importantes, sino ya por el mero hecho de no comunicarme noticia, al menos para darme la oportunidad de felicitarle por su nuevo estado.
La segunda alegría, aunque con un final agridulce, como se verá, fue el regreso de Valentí a Barcelona. Lo hizo en primavera y me pareció su vuelta un signo de resurrección equiparable al que vivía la naturaleza. Y era verdad su resurrección a juzgar por lo que nos contó acerca de lo que había vivido durante su larga ausencia. Por lo visto, había estado ingresado en un hospital con el diagnóstico médico de padecer melancolía. Al entrar en la institución, los médicos le habían dicho que le costaría Dios y ayuda, y sobre todo, su propio deseo, curar completamente su enfermedad. Valentí nos explicó que los facultativos lo tomaron como conejillo de Indias y probaron en él todo tipo de remedios: los más habituales, como baños templados alternados con duchas frías, purgas, sangrías, y otros inspirados en hospitales franceses, como dietas gastronómicas severas, comer exclusivamente manzanas o leche o pan durante días. Ortega y yo le escuchábamos con atención y con asombro. Sonrió con una mueca antes de añadir:
--También usaron en mí aplicaciones de lo más peregrino, como la de frotarme la cabeza, totalmente rasurada, con un vinagre donde se habían cocido previamente hojas de hiedra bien machacadas. Sé que cuesta creerlo, pero allí me hicieron tomar de todo, desde amizcle a agrimonia, melisa, corazoncillo, alcanfor o anacardo; claro que apenas yo me enteraba porque además me suministraban altas dosis de narcóticos muy fuertes que me tenían postrado en la cama durante horas, y muchas veces me tenían que llevar entre dos enfermeros a los baños pues ni de pie me tenía. Pero aquí estoy, recién salido de la tierra, bastante sano y con ganas de trabajar.
Sano sí que parecía estarlo. Y en cuanto a sus deseos de volver a trabajar, Valentí nos dijo que venía a desempeñar un puesto de oficial en la imprenta de un rico y afamado impresor que había sido aprendiz del famoso Gelabert. Le saqué a colación lo sucedido con su negocio tiempo atrás, pero nuestro viejo amigo, ya con sienes grises y unas cuantas arrugas en manos y rostro, aunque restablecido de su dolencia como queda dicho, con un movimiento de cabeza negativo nos hizo ver que para nada quería volver a hablar del incendio de su imprenta ni hacer cábalas sobre quién podía haber sido el autor de aquel desastre. Sólo dijo:
--Son cosas que salen a nuestro encuentro en el camino y nada podemos hacer para evitarlas. Sacas más provecho aprendiendo de ellas que odiándolas.
Del que sí quería hablar era del carretero, al que no veía desde entonces y deseaba por todos los medios abrazarle y darle las gracias por el apoyo incondicional que le había prestado en momentos tan duros. Estuve a punto de hablarle de la intentona que había llevado a cabo en la sacristía de la iglesia de Santa Ana con el cura de la parroquia por medio; pero, respetando su deseo, nada le dije. Lo que sí le dije fue que no sabía nada de su paradero. Juro que era verdad. Desde su altercado con don Matías en la sacristía de Santa Ana no había vuelto a saber nada de él.
Luego Ortega y yo le dijimos que al día siguiente íbamos donde el Indiano por si quería unirse a nosotros y, como dijo que sí, quedamos en vernos en la taberna. El Indiano se alegró mucho de verlo y añadió:
--Es bueno para el país que gente como tú vuelva a la tarea de desterrar las sombras del atraso con la luz de la cultura.
Valentí le dio las gracias y sacó de su mochila un ejemplar de Manon para dárselo. El Indiano miró a su alrededor con prevención y guardó el libro bajo la ropa mientras decía:
--Conviene no bajar la guardia. Hay mucho delator suelto por ahí.
La frase me inquietó. Enseguida el Indiano sonrió enigmáticamente y aclaró seguramente para animarme:
--Pero aquí, en mi establecimiento, no.
Se equivocaba como más adelante se verá.
Tras tomar unos caldos con yemas de huevo, una de las especialidades de la casa, Valentí nos pidió que le acompañáramos a ver la imprenta donde trabajaba, que se encontraba en el Call. Por lo que vimos, el dueño le había confiado plenamente el negocio y, ayudado de otro oficial y un aprendiz, nuestro amigo se encontraba allí como pez en el agua. Cambió unas palabras con el oficial sobre unos trabajos que se hallaban a medio proceso en la prensa más cercana y volvió a salir con nosotros a la calle.
--Como veis, el trabajo no falta, y lo que es más importante, los clientes están muy contentos con nuestro forma de trabajar y no cesan de llegarnos los encargos-- nos dijo--. Y como el trabajo va viento en popa y no tengo preocupaciones, me vais a permitir que os lleve a un lugar especial donde conoceréis a unas personas muy interesantes.
Ortega y yo asentimos y Valentí nos condujo por una calle que desembocaba en la Rambla, pero antes de salir a ella, nos hizo entrar en un amplio portal con un escudo en el arco. Enseguida nos desveló adónde íbamos. Dijo:
--Todos los martes que puedo vengo a una tertulia que tiene lugar aquí. ¿Me acompañáis?
Acepatamos. Ortega me quitó de la boca una pregunta:
--¿Cómo es?
Valentí se agarró a la balaustrada de la escalera antes de poner el primer pie en el escalón y nos miró.
--Una tertulia simplemente. Como todas. Se habla, se discute, se merienda… Una tertulia. Subid y lo veréis.
Antes de llamar a la puerta del piso donde tenía lugar la tertulia nos adelantó, eso sí, que la persona que la dirigía era una mujer de una vivacidad natural, que tenía un don especial para atraer a la gente y cautivarla y que entre sus encantos personales destacaba un candor exquisito que, pese a disimular su inferioridad intelectual, la situaba en la tertulia en un nivel superior al de los demás contertulios.
Enseguida comprobamos que las palabras de Valentí sobre la mujer que muy amablemente salió a nuestro encuentro en el salón, tras anunciar su criada nuestra presencia, eran verdaderas. Le encontré cierto parecido con la Viuda Entretenida, y no sólo porque la mujer de la casa había perdido también a su marido tiempo atrás, sino por el encanto que respiraba toda su persona, que, pese a tener ya unos añitos, mostraba aún una lozanía digna de alabanza. Sin embargo, el personaje que más llamó mi atención en aquella tertulia por su engolada voz y sus gestos estudiados fue un curioso abate, mitad clérigo mitad petimetre. A mí no me acababan de gustar estos personajillos de nombre italiano y filiación francesa, a quienes Ortega y el Indiano solían llamar “Carcomas sociales del germen francés”. Sin llegar a tanto, a mí el abate de la tertulia de la señora Milá, que así se llamaba la dama que presidía la reunión, me pareció un infeliz que recitaba de memoria lo que acababa de leer en un breviario o alguna publicación de tono melifluo y reaccionario. Y sus gestos eran de lo más estudiado y ensayado, como ya he dicho. Embutido en su casaca morada, cuello clerical y medias, cuando tomaba la palabra, se ponía de pie y hablaba como si estuviera recitando una poesía de José Antonio Porcel y Salamanca, tipo Epitafio a una perrita llamada Armelinda. Formaban además el grupo de tertulianos tres mujeres más bien entradas, mejor salidas, en años y medio adormiladas por el murmullo de las conversaciones que versaban sobre anécdotas leídas en publicaciones extranjeras, las virtudes de cierto elixir o un exótico perfume, o de las aventuras del insaciable amante Casanova.
Visto lo visto, yo al menos no llegaba a entender qué encontraba nuestro amigo Valentí en aquella tertulia donde no se discutía de temas filosóficos o políticos, ni se hablaba de crítica literaria, matemáticas o astronomía, como se solía hacer en las tertulias al uso. Excepcionalmente, asistimos a un comentario del abate sobre la última comedia que se había representado en el Teatro, y a unas cuantas frases de las adormiladas féminas sobre la moda o el planteamiento de algún acertijo para que los demás, como párvulos en la escuela, encontráramos la solución.
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