lunes, 28 de noviembre de 2011

Una novela del siglo XVIII


17. Encuentro inesperado

Fue en la segunda parte de la reunión donde descubrí el verdadero motivo de la asistencia de Valentí a la tertulia. Mientras la criada servía el refresco, noté una elocuente mirada de complicidad entre la señora Milá y mi amigo. Miré de reojo a Ortega y vi que también se había percatado de que entre Valentí y ella había algo especial. Y así era porque una semana más tarde los vi a los dos en el Teatro escuchando arrobados un concierto de Bach. A la salida me hice el encontradizo y, tras las primeras frases de saludo, con el consiguiente rubor de Valentí, escuché de labios de su acompañante:
--Valentí me ha hablado mucho de su valía como escritor y poeta.
Yo no sabía dónde meterme, pero asentí a medias, turbado tal vez por la proximidad de la dama y su insinuante voz, que siguió diciendo:
--A ver si algún martes nos deleita con alguna de sus dotes lterarias.
Y se despidieron. Se fueron calle abajo y yo me quedé sin saber qué pensar y desde luego muy arrepentido de haber representado la comedia del encuentro con Valentí y su dama a la salida del Teatro; en una palabra, de haber provocado aquella engorrosa y estúpida situación. La cuestión es que, a partir de entonces, tomé la decisión de dar excusas a Valentí respecto de volver a asistir a la tertulia de la señora Milá. Lejos de molestarle, noté que le aliviaban mucho mis evasivas. Desde entonces hasta el día de hoy, la relación entre Valentí y yo empeoró de manera galopante.
Y en cuanto a la noticia triste que anuncié más arriba, el caso que la provocaba había sucedido a finales de año.

Ortega se enteró por los medios de siempre, sobre los cuales nunca me adelantó nada y de lo cual me alegro tanto por su seguridad como por la mía, que flotando en las aguas del puerto de Barcelona había aparecido un cadáver con señales de violencia. Me dijo que había bajado a verlo y, mientras las fuerzas del orden sacaban el cuerpo de las sucias aguas y lo ponían en unas andas para esperar la llegada del forense, se coló entre los mirones y reconoció en el muerto al forzudo Carretero, el fiel amigo de Valentí. Me dijo que tenía varias heridas de cuchillo en la espalda y el cuello, causa indudable de su muerte. Tenía la boca y los ojos abiertos como si hubiera sido sorprendido por detrás y no le hubiera dado tiempo de protegerse. Avisamos a Valentí, que, tras darnos las gracias, fue a verlo al Depósito donde estaba expuesto su cadáver. Por mediación del dueño de la imprenta donde trabajaba, que al parecer conocía a algún pez gordo de la administración, logró que el malogrado carretero fuera enterrado en su pueblo.
Otra vez pensamos que detrás de aquella horrible muerte se debía de encontrar, como no podía ser de otro modo, el cura de Santa Ana. Y no íbamos descaminados porque al poco tiempo de iniciarse el nuevo año, nos vimos envueltos en un asunto muy turbio del que Ortega no salió tan bien librado como yo.
Todo sucedió del modo más normal y corriente. Resulta que el Indiano nos invitó a los dos a primeros de febrero a la fiesta de la matanza del cerdo en el vecino pueblo de Sarriá. Y nos llevó en un coche tirado por caballos hasta una finca que poseía un amigo suyo de aventuras ultramarinas. En el camino, sin embargo, no nos dijo mucho acerca de esas aventuras en Ultramar ni del amigo en cuestión, salvo que compartieron en más de una ocasión cárcel y hospital por asuntos de mujeres y especias y que el nombre de su amigo era Figueras, Lluís Figueras. Y poco antes de llegar pareció caer en la cuenta de algo que se le había escapado desde un principio. Luego negó con la cabeza y seguimos en silencio el resto del viaje.
Hacía mucho frío, pero al llegar a la casa entramos en calor arrimándonos a la gran chimenea de la cocina. Figueras, un hombre alegre y parlanchín, casi el polo opuesto de nuestro amigo el Indiano, nos sirvió vino, pan, queso y embutidos. Y al influjo benefactor del fuego y de la vianda, el anfitrión se explayó a gusto hablando de los cerdos, que era sin duda el tema del día.
--Yo, al contrario de lo que hacen otros señores que compran los gorrinos a los ganaderos de Vic, Amer, la Cerdaña o Torelló, gorrinos que pertenecen muchos de ellos a la raza francesa, gorrinos gordos y de color rosado que dan mucho tocino, yo prefiero la raza del país porque la carne es más sabrosa.
Lo dijo de un tirón. Luego miró hacia la puerta de la cocina, por donde entraba el murmullo de varias conversaciones, y añadió:
--Seguro que acaba de llegar el matarife.
La fiesta va a empezar. Estáis en vuestra casa; así que moveos a vuestro gusto. Salió y nosotros en pos de él. Llegamos al patio, donde estaba preparado todo para la gran operación y sus secuencias. En un cobertizo lateral descubrimos, dispuesto todo con perfecto orden, los cuchillos, los embudos, perolas, lebrillos, calderas y demás accesorios culinarios para llevar a buen efecto la matanza. También esperaban allí impacientemente las tripas para alojar en ellas los futuros embutidos así como los condimentos que se iban a emplear para sazonarlos adecuadamente y cordelespara atarlos.


Yo evité presenciar el acuchillamiento del pobre animal hasta desangrarse y morir entre espeluznantes alaridos. Agazapado en una esquina del patio, aguardé a que terminase el suplicio del cerdo. El dueño me trajo un vasito de aguardiente y me dijo:
--Si se quiere comer cerdo, hay que matarlo antes. Es de ley. Aguante un poco más, que enseguida viene lo bueno. Hasta entonces apure poco a poco el vaso.
Y volvió a reunirse con los demás. Yo le hice caso a la fuerza porque ya el primer trago de aguardiente me quitó la respiración en seco y me provocó uno de mis cada vez más frecuentes y violentos ataques de tos. Cuando por fin me dejó en paz el ataque, descubrí que con el meneo, el resto del aguardiente se me había derramado al suelo.
Luego Ortega vino a buscarme para que presenciáramos juntos la parte más laboriosa de la matanza. Varias mujeres se cuidaban de ella. Unas separaban las carnes y los tocinos, otras los cortaban, trinchaban y adobaban con sal, especias y otros condimentos, otras vigilaban la ebullición de la gran caldera donde se cocían las butifarras y otras llenaban las tripas de carne picada para las longanizas, los chorizos o los fuets, mientras revisaba todas las operaciones el ama de casa.
Me parecía mentira que el cerdo, después de muerto, puesto en canal y descuartizado ocupara tanto lugar y reportara tanta vianda. Y eso me mareaba. Y sobre todo, el saber que a continuación tendría lugar el llamado “tast” y acto seguido la gran comilona compuesta exclusivamente con los productos del héroe de la fiesta. Se empezaba por la sangre y el hígado del cerdo condimentado con cebolla, le seguía el cerebro guisado con jugo de naranja, y luego venían el lomo y las costillas con alubias.
Y ya los invitados nos acercábamos a nuestros respectivos sitios de la gran mesa que se había preparado al efecto en el gran salón de la vivienda para dar principio a la monumental comida, cuando un criado le anunció al señor de la casa la llegada de un nuevo invitado. El anfitrión salió a su encuentro, y cuando entró en la sala acompañado del nuevo invitado, no pude por menos de notar una súbita aceleración de mis latidos y un nudo en la garganta. Acabada de reconocer en el recién llegado al señor Esquerra o Esquerda, aquel hombre de Horta, amigo del señor Dalmau y el señor Casamitjana, del libro negro y la lista inculpatoria que debía entregar el que fuera mi padre adoptivo a don Matías, el cura de Santa Ana. Un montón de preguntas vino en tropel a mi cerebro y no puede contestarme ninguna hasta bastante tiempo después. Mi única preocupación era entonces saber cómo reaccionaría el recién llegado en cuanto me viera.
Pero mi sorpresa no pudo ser mayor pues, cuando el dueño de la casa nos presentó, el señor Ezquerra no me reconoció o, al menos, no manifestó ninguna señal de que lo hubiera hecho. A medida que avanzaba la comida, las preguntas se iban abriendo paso unas sobre otras como las olas del mar: “¿Qué hacía allí Esquerda? ¿Qué motivo le había llevado a la finca de Figueras? ¿Qué relación había entre él y el anfitrión?” Desde mi ubicación podía observarle a mis anchas. Estaba muy envejecido, eso sí, con grandes bolsas bajo los ojos y un ligero temblor en la mano derecha, pero seguía vistiendo con elegancia, y mantenía aquella voz que yo recordaba, alta y templada y aquella costumbre suya tan característica de emplear indistintamente el castellano y el catalán, idiomas que como ya dije dominaba a la perfección.
Cuando acabó el ágape, yo me fui al excusado porque sin duda las butifarras cocidas me habían sentado mal, y allí permanecí un buen rato esperando a que se me pasara lo que parecía una indigestión. Y ya parecía que la cosa empezaba a tener arreglo, cuando una conversación lejana fue acercándose a donde yo estaba. Eran sin duda las voces de Ezquerra y de Figueras. Hablaban del Indiano como de un traidor. Figueras decía:
--Menos mal que al fin se ha quitado la careta. Si no es por un parroquiano de su taberna, ni nos enteramos de que tiene en su casa la Enciclopedia y conspira contra el Rey y la Religión.
Me quedé de hielo, y en la postura que tenía corría peligro de coger una pulmonía. Y mi estropeada salud no estaba para más trotes. Y aunque tenía ganas de salir de allí y arrimarme al fuego para entrar en calor, también deseaba oír más detalles de aquella conversación que prometía desvelar más secretos de Esquerra y del dueño de la casa. Esquerra preguntó en catalán:
--I els seus companys, què fan, en què treballen?
Se me pasaron de golpe los dolores de vientre. Ansiaba oír qué sabía de nosotros, de Ortega y de mí, el señor Figueras. Éste contestó:
--El gordo es el culpable de que haya cada vez más seguidores del progreso y lo que los ilustrados llaman las libertades en Barcelona, en contra de nuestras tradiciones nacionales arraigadas en el
respeto a nuestros padres y en la observancia de la doctrina católica. Y en cuanto al flaco sólo sé que escribe para el Diario de Madrid artículos que ofenden a la moral y a las buenas costumbres, como suele decir don Matías.
Se conoce que habían acabado de desaguar porque su conversación empezó a oírse cada vez más lejana. Sin embargo, aún pude entender una frase de Esquerra, ésta pronunciada en castellano y que hizo que se me encogiera el corazón:
--¿No será ese flaco del hospiciano?

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